Capítulo 2

Una vez sola en su dormitorio, situado en la cuarta planta del castillo, Meg se quitó el vestido y tiró la gastada prenda de lana de color rojizo sobre la cama. Su túnica interior, larga hasta el suelo, lo siguió rápidamente.

La cruz que llevaba alrededor del cuello emitía destellos de plata líquida a la luz de las velas, y los juncos, hierbas y flores secas que había bajo sus pies, crujían mientras se ponía una sencilla túnica y una capa propias de la hija de un campesino.

La risa de una mujer le llegó desde el gran salón en el piso inferior, y Meg contuvo la respiración rezando por que su doncella estuviera demasiado ocupada tratando de seducir a Duncan como para preocuparse por las necesidades de su señora. El constante parloteo de Eadith sobre la fuerza brutal y el frío comportamiento de lord Dominic habían destrozado los nervios de Meg.

No deseaba escuchar nada más. Ni siquiera lo vería hasta la mañana de la boda, porque su padre los había excusado a ambos alegando que se sentía demasiado débil para abandonar su lecho. La joven no sabía si era cierto. Lo que sí sabía es que al día siguiente se casaría con un hombre al que no conocía.

La boda se iba a celebrar demasiado precipitadamente para la tranquilidad de espíritu de Meg. La imagen de Dominic le Sabre emergiendo de la neblina sobre su feroz semental de guerra había atormentado sus sueños. Le daba pánico la idea de yacer dolorida bajo un frío guerrero mientras él depositaba su simiente en su cuerpo estéril.

Negarle al duro caballero cualquier descendencia sería una pequeña satisfacción, a cambio de un futuro en el que sería obligada una y otra vez a soportar las terribles demandas del poderoso cuerpo del normando.

El terror atenazó a Meg al pensarlo. Durante muchos años, había sabido qué había empujado a su madre, descendiente de la tribu celta de los glendruid, a introducirse en el bosque para no volver jamás, abandonando a su propia hija en las severas manos de lord John. Sin embargo, la joven preferiría no haberlo sabido nunca, pues era como ver su propio futuro.

Quizá las leyendas sean ciertas. Quizá haya otro mundo más allá del nuestro, y su entrada se encuentre en algún lugar del antiguo montículo sagrado. Quizá mi madre esté allí, con un halcón posado sobre su muñeca mientras un gran gato duerme en su regazo y el sol los envuelve con su mágica luz…

La risa de una mujer llegó hasta ella de nuevo, interrumpiendo sus pensamientos y haciendo que la joven frunciera el ceño. Aquella risa era nueva. Sonora y sensual, como un viento estival. Debía pertenecer a la mujer normanda a la que Meg había espiado desde su ventana. Incluso de lejos, había intuido que el cabello negro y los carnosos labios de la exuberante mujer bastarían para hacer que cualquier hombre volviera la cabeza.

¿Qué me importa que la amante de lord Dominic sea bella? se dijo a sí misma con impaciencia. Lo único en lo que debo pensar es en salir de esta habitación antes de que Eadith acuda corriendo a mí con el último rumor sobre la brutalidad normanda.

Con dedos ágiles, Meg se quitó el lazo bordado que mantenía sujeto su cabello y se lo trenzó, sujetando el extremo con cintas de cuero. Completaba su indumentaria otra cinta de cuero trenzado, que usó a modo de tocado.

Sin darse tiempo a pensar, la joven salió apresuradamente de su estancia y se dirigió a la escalera de caracol interior que conducía hasta el segundo piso del castillo. Para cuando llegó al último de los escalones, su gruesa trenza ya estaba medio deshecha y el brillante cabello rojizo se esparcía como una marea por la lana gris de su capa.

Los sirvientes le hacían rápidas reverencias al verla pasar ante ellos en dirección a la barbacana que custodiaba la entrada del castillo. A nadie le sorprendió su sencilla vestimenta, pues había recorrido libremente el castillo desde que tenía trece años, cuando el rey rechazó su compromiso con Duncan de Maxwell. A los diecinueve, una edad en la que la mayoría de las mujeres de su condición social ya tenían un esposo y habían sido madres más de una vez, Meg era una dama soltera de la que su padre ya no esperaba nietos.

Saludando con la cabeza al siervo que le abrió la puerta de la barbacana, se dirigió a la empinada escalera de piedra que llevaba hasta el suelo de adoquines del patio interior de la fortaleza. Sus suaves zapatos de cuero no emitieron ningún ruido mientras descendía por los escalones, resbaladizos y húmedos a causa de la neblina. El viento soplaba con fuerza, pero ella atravesó el patio con paso firme.

Por encima de la cabeza de la joven, el cielo gris aparecía lleno de nubes y los rayos de sol se abrían paso a través de la neblina. La tenue luz plateada primaveral envolvía a Meg, levantando su ánimo. A su izquierda, podía oír la llamada de los pájaros desde el interior de los palomares; y a su derecha, el agudo y penetrante grito de un halcón al que estaban sacando de las halconeras para posarlo sobre un bloque de madera en el patio.

Antes de que Meg hubiera avanzado dos pasos hacia la torre de entrada, un gato negro con tres patas blancas y unos asombrosos ojos verdes se le acercó maullando feliz, con su suave y sedosa cola muy tiesa. La joven se agachó y extendió los brazos en el preciso instante en que el animal saltaba hacia ella, seguro de que ser bien recibido.

- Buenos días para ti también, Black Tom -lo saludó Meg, sonriendo.

El gato ronroneó y frotó su cabeza contra el hombro femenino. Sus largas cejas y bigotes blancos contrastaban de forma sorprendente con el pelaje negro.

- Tienes una piel tan suave… Estoy segura de que es mejor que las que utiliza el rey para sus capas.

Black Tom le dio la razón ronroneando y estudió a su dueña con unos impasibles ojos verdes. Mientras hablaba con él en voz muy baja, Meg se fue acercando hacia una de las torres.

- Buenos días, milady -saludó el guardián, haciendo una leve inclinación en señal de respeto.

- Lo mismo digo, Harry. ¿Está mejor tu hijo?

- Sí, gracias a Dios y a vuestra medicina, vuelve a tener la misma salud de antes.

Meg sonrió.

- Eso es maravilloso.

- ¿Iréis a ver al halcón del sacerdote después de haberos encargado de vuestras hierbas?

- ¿Sigue sin querer comer? -Los ojos color esmeralda de la joven brillaron de preocupación.

- Sí.

- Entonces, iré a verlo.

Harry se dirigió cojeando hacia los enormes portones que daban acceso a los jardines del castillo a través del puente levadizo. Había una portezuela más pequeña en la sólida madera de una de las puertas. El guardián la abrió, permitiendo que un rectángulo de neblinosa luz iluminara el interior de la oscura torre. Cuando Meg pasó junto a él, Harry se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

- Sir Duncan ha estado preguntando por vos.

La joven se volvió rápidamente hacia él.

- ¿Está enfermo?

- ¿Enfermo? -se mofó Harry-. No creo que lo haya estado nunca. Era él quien se preguntaba si vos estabais enferma. No os vio en la capilla está mañana.

- Qué amable por su parte percatarse de mi ausencia.

El guardián se aclaró la garganta. No muchos hombres habrían descrito a Duncan de Maxwell como amable. Pero, al fin y al cabo, la señora era una hechicera glendruid. Tenía algo que amansaba a las criaturas más feroces.

- He oído que no fue el único que se dio cuenta de ello -añadió Harry-. El barón normando se sintió muy molesto al no encontraros allí.

- Por favor, dile a Duncan que estoy bien -le pidió Meg.

- Estoy convencido de que tendréis oportunidad de decírselo antes que yo.

La joven sacudió la cabeza, provocando que su cabello lanzara destellos caoba.

- Mi padre me ha pedido que no vaya a verlo a sus aposentos al volver de la iglesia. Sólo quiere tener a Duncan a su lado… -Desalentada, se encogió de hombros.

- ¿Y qué debo decir a lord Dominic si me pregunta por vos? -inquirió Harry, mirando a su señora con el ceño fruncido.

- Dile la verdad, que no has visto a ninguna mujer vestida lujosamente salir del castillo esta mañana.

El guardián observó la ropa sencilla de Meg y dejó escapar una risa. Pero un instante después, su sonrisa se desvaneció y meneó la cabeza tristemente.

- Sois igual que vuestra madre, no queréis estar encerrada entre estos muros de piedra.

- Ahora ya es libre.

- Ojalá tengáis razón, milady. Que dios se apiade de su pobre alma.

Incómoda, Meg apartó la mirada de los sabios ojos de azules de Harry y se dirigió al puente levadizo. La expresión del guardián evidenciaba la lástima que sentía por su señora. Ella era una glendruid, hija de otra glendruid, y, al igual que a su madre, sólo la muerte podría liberarla.

En una orilla del estanque, un martín pescador esperaba ansioso que la quieta superficie del agua se viera perturbada por algún pez que llevarse a la boca, mientras que en la otra orilla, inmóvil como una estatua, el gris plumaje de una garza lanzaba destellos fantasmales. Desde las almenas en lo alto del torreón, podía escucharse la chirriante llamada de los cuervos. Y como a modo de respuesta, uno de los jardineros regañaba a su ayudante por pisar los brotes de una delicada planta.

Durante un momento, Meg se sintió como si todavía fuera una niña y su madre le susurrase al oído dulces canciones de desamor, mientras la anciana Gwyn bordaba intrincados dibujos de runas en el interior de su túnica, donde se podían sentir, pero no ver.

Deseaba con todas sus fuerzas que nada hubiera cambiado, que no hubiese llegado ningún arrogante caballero normando hasta la fortaleza exigiendo una esposa, tierras y herederos.

Inquieta, sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos y respiró hondo llenándose de los aromas que impregnaban el aire, al tiempo que una brusca ráfaga de aire hacía revolotear sus faldas. El frío punzante sobre sus piernas anunciaba una primavera incierta, marcada por el angustioso recuerdo del duro invierno pasado.

El clamor de un halcón salvaje desgarró el valle, donde la hierba se abría paso a través de los rastrojos de heno del año anterior. Cerca, un gavilán sobrevolaba la campiña buscando su primera comida del día. Pocos días antes, el pequeño halcón del capellán de la fortaleza había estado revoloteando del mismo modo antes de abalanzarse sobre su presa. Por desgracia, un halcón salvaje le hizo frente produciéndole graves heridas.

De pronto, Meg se dio la vuelta bruscamente. Sus plantas podían esperar; el halcón, no.

Como si la hubiese estado esperando, Harry abrió la puerta antes de que ella pudiese llamar. Cuando estuvo una vez más dentro de la muralla y dejó libre a Black Tom sobre las húmedas losas del patio, los ojos verdes del animal la miraron atónitos.

- No puedes venir conmigo aún. Primero debo ir a las halconeras -le explicó.

El gato parpadeó, y luego comenzó a lamerse perezosamente, fingiendo que no le importaba el temporal abandono de su dueña.

En cuanto la joven tuvo a la vista la edificación de madera que albergaba la gran colección de pájaros de presa de Blackthorne Keep, el maestro cetrero salió a su encuentro con una clara expresión de alivio en el rostro.

- Gracias por venir, milady. -William la saludó con una breve inclinación de cabeza-. Temía que estuvieseis demasiado ocupada con los preparativos de la boda para ver al pequeño halcón del sacerdote.

- Eso nunca ocurrirá -contestó Meg suavemente-. Sabes que adoro a estos animales. ¿Tienes mi guante?

William le alargó a su señora un guante de cuero que había fabricado años atrás para su madre, lady Anna. El cuero, lleno de marcas y ajado por el uso, era un mudo testimonio de las afiladas garras de los pájaros de presa.

Con paso decidido, Meg se dirigió a las dependencias donde se encontraba el pájaro herido. Tuvo que inclinarse ligeramente para atravesar el umbral, pero una vez dentro, pudo estar de pie sin problemas. Se quedó inmóvil un segundo, dando tiempo a que sus ojos se adaptaran a la penumbra, y finalmente divisó al halcón en la parte más oscura de la estancia.

Cuando la joven se acercó y le ofreció su brazo para que se posase sobre él, el ave se negó. Entonces la joven silbó suavemente y el halcón, con lentos y rígidos movimientos, obedeció y se posó en su antebrazo, a pesar de arrastrar un ala.

Meg se dirigió despacio a la puerta de la halconera sosteniendo al pequeño animal bajo el resplandor del sol. Los ojos del ave, normalmente de un color claro, estaban enturbiados. El plumaje, que debería brillar con sutiles tonos entre gris azulado y amarillo pálido, tenía un color apagado, y las garras del animal se aferraban al guante de forma insegura.

- Pobre pequeño -susurró ella con pesar-. Tu sufrimiento acabará pronto y entonces podrás recorrer cielos que ningún hombre ha visto jamás.

Meg volvió a llevar al halcón con cuidado a su lugar de descanso y, durante un buen rato, le susurró suavemente dulces cánticos, hasta que los afiebrados ojos del animal se cerraron. En cuanto estuvo segura de que ningún movimiento inquietaría al ave herida, se giró para marcharse.

Cuando salió del edificio, se sorprendió al ver que Dominic le Sabre estaba de pie junto al halconero.

Sus pasos vacilaron al observar los grises y sombríos ojos del normando, y los marcados y severos rasgos de su rostro. Al contrario que la mayoría de los hombres que conocía, el guerrero recortaba cuidadosamente su barba y llevaba el espeso pelo negro corto.

Alto, poderoso e inmóvil, el barón normando invadió los sentidos de Meg al punto de que la joven pudo percibir, con la misma certeza con que había presentido la muerte cerniéndose sobre el halcón, su rígido autocontrol; un feroz dominio sobre sí mismo, firme y gélido, que no dejaba espacio a la emoción o la ternura, nada excepto su implacable anhelo de poder y herederos.

Pero casi al instante, la joven advirtió que, muy por debajo de la fría templanza del guerrero latía un eco de sufrimiento contenido dolorosamente. Aquel descubrimiento la asombró, consiguiendo conmoverla y haciendo que se preguntara qué era lo que habría tenido que soportar aquel hombre para obligarse a no sentir más que un débil eco de emoción humana.

Sobre este pensamiento se apresuró otro, aún más perturbador. A pesar de que el poderoso caballero la abrumaba, existía en él un salvaje fuego interior que conectaba con un lugar secreto en el cuerpo de Meg que la joven nunca había sabido que poseía, y que respondía a la poderosa presencia masculina.

Aquello la asustó. A ella, a la hechicera glendruid; la que creía no tener miedo a nada.

- Milady… -empezó a decir William, perplejo por la calma que mostraba su señora.

Meg interrumpió sus palabras antes de que el sirviente revelara su identidad.

- Que tengáis un buen día, milord -le deseó a Dominic.

Ante los ojos atónitos de William, Meg le hizo una reverencia al barón normando como si fuese una campesina, y no la heredera de la fortaleza.

Cuando la joven se irguió, se dirigió al halconero en voz baja:

- El pequeño halcón del sacerdote pronto será libre.

- Lo imaginaba -suspiró el aludido-. El capellán lo sentirá mucho. Le encantaba ir de caza con él. Decía que elevaba su espíritu al igual que una buena misa.

- ¿Está herido uno de los pájaros? -intervino Dominic.

- El halcón del padre Millerson -le informó William.

- ¿Puede contagiar al resto de los animales? -inquirió el normando con aspereza.

El halconero se limitó a mirar a Meg.

- No -se apresuró a decir ella-. Su herida se debe a una pelea con un halcón salvaje.

Sin decir más, la joven volvió a inclinarse en señal de respeto y se giró para marcharse; pero una orden de Dominic se lo impidió.

- Espera.

El barón sentía una intensa curiosidad por la joven de ojos verdes como esmeraldas que había surgido de las halconeras como una llama de la oscuridad. Su mirada decía mucho de sus pensamientos; revelaba su tristeza al dejar atrás al pájaro agonizante, su sorpresa al verlo, y… ¿miedo? Sí, miedo.

Él la asustaba.

De pronto, ante la atenta mirada de Dominic, los ojos de la joven se velaron y le impidieron seguir leyendo sus pensamientos.

Es una de las mujeres más bellas que he visto nunca, pensó el normando mientras la observaba detenidamente. El cabello rojizo con destellos dorados hace que su piel parezca especialmente suave y sedosa. Me pregunto a quién he de pagar para tenerla en mi cama; ¿a su padre, a su hermano…?

¿O a su esposo…?

Dominic frunció el ceño. La idea de que la muchacha estuviese casada no le agradaba en absoluto. Lo último que quería era darle a los vasallos de Blackthorne una excusa para romper el trato al que les había forzado el rey Henry. Los clanes escoceses y la nobleza menor sajona podían tomar a todas las muchachas de la región a voluntad, estuviesen casadas o no; pero si un normando tocaba a una mujer en contra de los deseos de su esposo, sus quejas llegaban hasta el mismo Londres.

A pesar de desearlo, Dominic no preguntó si la joven estaba casada. En vez de ello se interesó por el halcón hembra que había sido el regalo del rey Henry para su recién nombrado barón.

- ¿Llegó bien mi halcón peregrino?

- Sí, milord -contestó William con rapidez.

- ¿Qué te ha parecido? -preguntó Dominic.

Pero era a la joven a quién se dirigía, no al halconero.

- Feroz. La sangre hierve en sus venas -dijo Meg, sonriendo al darse cuenta de que el normando la había tomado por lo que parecía, una sirvienta. El alivio, la diversión y la curiosidad por el oscuro caballero hicieron que la joven decidiese quedarse allí en vez de huir como había pensado en un primer momento-. Pero el hombre que se tome el tiempo necesario para amansarla se verá recompensado con creces.

Un escalofrío de deseo atravesó a Dominic, sobresaltándolo. Ya no era un muchacho que se excitase ante la sonrisa de una mujer y palabras con doble sentido. Sin embargo, no podía negar lo que acababa de ocurrirle. Si no fuese por la caída de su capa, abrochada a un lado, su evidente excitación quedaría a la vista de todos.

- Quédate conmigo mientras la examino -le ordenó a Meg.

Había una clara exigencia más que una petición cortés en su voz. La joven apenas pudo reprimir una irritación momentánea y una inquietud que crecía con cada instante que permanecía en la perturbadora presencia del guerrero.

Dominic observó las diferentes reacciones de Meg y de nuevo se sintió intrigado. La mayoría de las mujeres de su clase estarían encantadas con cualquier indicio de cortesía por parte de un lord. En cambio, percibía con bastante claridad que la joven deseaba huir de aquel lugar.

- Los primeros momentos con un halcón nuevo son críticos -señaló el normando, intentando calmarla-. Quiero que me acepte sin que se haga daño al intentar escapar cuando la huida no es necesaria.

- Imposible -susurró ella.

- Exacto.

Dominic vio cómo Meg abría ligeramente los ojos sorprendida al darse cuenta de que había oído su comentario. La sonrisa que le dedicó hubiese sido interpretada por la mayoría de la gente como una señal tranquilizadora. Sin embargo, la joven percibió que detrás del gesto del normando había premeditación.

- La caperuza que cubre sus ojos le impide huir. Tan sólo aguarda a que se la amanse -se limitó a decir.

- Dime, ¿cuál es tu nombre?

- Meg.

- Yo soy Dominic le Sabre -se presentó.

- Lo imaginaba.

De nuevo, el barón esbozó una leve sonrisa divertida al ver el ceño fruncido de la joven.

Meg intentó no devolverle la sonrisa, pero no lo consiguió. Era imposible permanecer seria ante el encanto del normando.

La sonrisa de Dominic se tornó más amplia cuando la relajación del cuerpo femenino le indicó que la joven no huiría.

- ¿Me ayudarás, Meg? William cuidará de tu honor. ¿O acaso estás casada?

Al escuchar aquello, el halconero comenzó a toser como si se estuviera asfixiando. La joven le dio unos breves golpes entre los omóplatos y rezó para que no descubriese su verdadera identidad. Quería conocer a su futuro esposo y sospechaba que vestida de aquella manera sería más fácil.

- Tranquilo, William. ¿Te encuentras mejor o tengo que darte más palmadas? -Mientras se inclinaba solícita hacia el halconero, le susurró-: ¡Ya es suficiente! Si sigues así, me iré a ver el halcón sin ti.

El buen hombre se aclaró la garganta enérgicamente y apretó los labios con gesto serio como si nunca fuese a volver a abrirlos. Inmediatamente rompió a reír. Se tapó la boca con la mano y emitió unos sonidos de ahogo.

- Con ese ataque de tos asustarías a los animales. Será mejor que te quedes aquí, halconero -le ordenó Dominic.

Meg miró de reojo al barón y el corazón le dio un vuelco cuando vio que la observaba. Su ardiente mirada reflejaba una intensa premeditación masculina distinta del frío dominio de sí mismo anterior.

Quería estar a solas con ella.

- ¿Dónde está mi halcón? -preguntó Dominic.

- Yo… ehh… allí -dijo ella señalando las halconeras.

- Muéstrame el camino.

El sentido común le decía a la joven que rehusase, pero la curiosidad hizo que aceptara. Podía aprender mucho de la forma de ser de su prometido, viendo la forma en que trataba a un animal cautivo.

Meg condujo con cautela a Dominic a las edificaciones que albergaban al nuevo halcón hembra. La estancia era tres veces mayor que la que se había asignado al animal moribundo del sacerdote. Una abertura en lo alto del muro dejaba entrar el aire fresco y la luz, aunque el ave sólo podía sentir el aire ya que su cabeza estaba cubierta por una caperuza. Era una forma de evitar que se lanzase inútilmente contra las paredes en busca de libertad o se asfixiase con la cinta de cuero que la sujetaba.

Al entrar Dominic y Meg, el halcón hembra desplegó sus poderosas alas y movió la cabeza de un lado a otro para escuchar atentamente, mientras los pequeños cascabeles de las correas que la mantenían cautiva repicaban inquietos.

Intentando calmarlo, la joven emitió un complicado silbido de cinco notas a modo de llamada, que utilizaba sólo con aquel halcón. Al reconocer el sonido, el animal se tranquilizó, recogió las alas, y el suave repiqueteo de los cascabeles se fue apagando hasta que se hizo el silencio.

- Es magnífica -señaló Dominic en voz baja.

- Digna de príncipes o grandes señores -confirmó Meg.

- ¿Se sube ya al puño?

- En el mío, sí. Pero todavía se muestra cautelosa con los hombres.

- Inteligente decisión -apuntó el barón-. Para él todavía somos sus captores, no los compañeros de caza que llegaremos a ser.

Manifestando su nerviosismo por el sonido de la voz de Dominic, el halcón movió sus patas haciendo que los cascabeles tintinearan de nuevo. Inquieto, abrió el poderoso pico y sus alas se desplegaron como si fuese a atacar o defenderse.

Entonces el normando silbó, reproduciendo con exactitud la llamada de cinco notas que Meg había utilizado. Sorprendida, la joven se giró y lo miró fijamente. Incluso el halconero tenía problemas para que el silbido sonase como el de ella.

El halcón ladeó la cabeza, rápidamente hacia Dominic intentando orientarse, y él repitió el familiar silbido hasta convertirlo en una tranquilizadora melodía, logrando que el animal avanzara hasta el otro lado de la percha para acercarse al origen del sonido. Cuando un guante de piel golpeó suavemente sus garras, dio un paso hacia delante y se subió al puño del barón.

- Acaríciala como lo haces normalmente -le pidió él en voz baja y tranquilizadora.

Meg tenía que colocarse muy cerca de Dominic para hacerlo. Dudó, dividida entre el recelo y la curiosidad por cómo sería encontrarse tan cerca de aquel hombre, respirar su aroma, escuchar su respiración.

Los cascabeles sonaron de pronto señalando la creciente agitación del halcón.

- Comienza a inquietarse por tu silencio -susurró Dominic.

En voz baja, elogiando la fuerza y belleza del halcón, la joven pasó la yema de sus dedos por la cabeza del animal, sus alas, su pecho, sus patas.

- Sin duda eres el halcón más perfecto de todo el reino -dijo Meg suavemente-. Tus alas son veloces como un viento de tormenta y tu valor es mayor que el del trueno cuando estalla contra la tierra.

La ceguera temporal provocada por la capucha había agudizado la reacción del halcón a los mensajes de sus otros sentidos. Rodeada del aroma, tacto y sonidos que la habían confortado desde su llegada a Blackthorne, estaba tranquila, aunque alerta, y totalmente concentrada en la mujer que la tocaba y hablaba con tanta dulzura.

Meg se volvió entonces hacia Dominic con una pregunta muda en los ojos. La respuesta vino cuando el normando comenzó a acariciar al animal como ella lo había hecho: en la cabeza, el pecho y las alas; sus caricias tan suaves como certeras. Silbaba su llamada de cinco notas y la acariciaba sin prisa, como si la única razón de su existencia fuese tranquilizar a la bella halcón cautiva.

La joven lo miraba fascinada. Cuando el ave se intranquilizó por un momento, el barón no mostró ningún signo de impaciencia. Pasaron largos minutos mientras repetía una y otra vez el ritual de las caricias, hasta que al fin el animal se calmó.

Sólo entonces Dominic comenzó a hablarle, elogiándola. Los inquietos movimientos del ave, no acostumbrada a la voz masculina, hicieron sonar sus cascabeles. De nuevo, el normando no mostró signos de impaciencia. Se limitó a empezar de nuevo, repitiendo el ritual tranquilizador hasta que el halcón aceptó sus caricias, su voz, su aliento.

Meg dejó escapar un suspiro que había estado conteniendo. Asombrada, observó cómo el barón terminaba de amansar al animal con caricias suaves pero firmes. Incluso cuando colocó al ave Bajo la luz para verla mejor, ésta lo aceptó sin problemas.

- Habéis sido muy tierno con ella -dijo Meg suavemente.

- Los halcones responden mejor a la ternura.

- ¿Y si respondiesen mejor a los golpes?

- Entonces los golpearía -se limitó a decir Dominic.

Se hizo un silencio mientras la joven clavaba su mirada en él. Si no hubiese intuido el dolor tan profundamente sepultado en su interior, habría pensado que era un hombre sin piedad ni sentimientos.

- Hazlo de nuevo, Meg -susurró el barón-. Déjame ver cómo la amansan tus manos.

La joven obedeció. Pero esta vez Dominic no miró al ave, sino las elegantes manos de la joven, sus labios ligeramente entreabiertos y el suave movimiento de sus pechos bajo el corpiño. Sus pulmones se llenaron de la fragancia de especias que desprendía el cuerpo de Meg y el deseo le inundó con fuerza, inquietándolo. Un guerrero que no tuviese el control absoluto de sí mismo cometía errores. Errores mortales.

Con la facilidad que tan sólo da una larga experiencia, dominó su fuerte deseo de llevarse a la joven a la cama. No podía controlar la dura reacción de su cuerpo, pero sí lo que hacía con esa excitación.

- Puede que el ser acariciado con tanta suavidad haga que la cautividad merezca la pena -comentó Dominic tras una pausa-. ¿Acaricias así a tus amantes, Meg?

Sobresaltada, la joven se volvió hacia el normando. Estaba muy cerca de ella y la miraba intensamente, con un inquietante oscuro brillo de deseo en sus ojos.

- Yo… yo no sé de esas cosas -confesó Meg.

- ¿Acaso tu esposo…?

- No estoy casada -le interrumpió.

- Excelente -dijo Dominic acariciando suavemente al halcón-. Eso facilita las cosas, porque te quiero como amante y me resisto a separar un matrimonio. ¿Tienes un padre o un tío a quien entregar tu precio?

- Pedís más de lo que está a vuestro alcance, milord -replicó Meg fríamente, con la espalda erguida y la cabeza alta.

El inequívoco tono de indignación en su voz divirtió al barón.

- ¿A qué te refieres? -preguntó él.

- ¡Vais a casaros mañana!

- Ah, eso.

Dominic se alejó el tiempo suficiente para volver a poner al ave en su percha.

- El matrimonio sólo sirve para conseguir tierras y herederos -aseguró.

Sin previo aviso, el normando se dio la vuelta, capturó una de las muñecas de la joven y la acercó hacia sí, poniendo a prueba su reacción a un acercamiento directo. Cuando inclinó la cabeza para besarla, sintió el rechazo en su cuerpo rígido y lo vio en el feroz brillo de sus ojos. Meg era tan orgullosa y distante como el halcón; tendría que utilizar ternura en vez de fuerza para conseguir el resultado deseado.

¿Por qué no me habré fijado en una mujer más servicial?

Ella no lo era. Todavía.

Maldiciendo internamente el verse forzado a pasar por las largas formalidades de un cortejo, Dominic levantó el rígido mentón de Meg con el puño. Debía averiguar si la joven era tan fría como su voz, pues entonces la seducción no sería posible.

- Mi pequeño halcón -susurró el normando-, el matrimonio no tiene nada que ver con esto.

La delicada sensualidad de la lengua masculina dibujando el labio inferior de Meg la dejó aturdida y paralizada, mientras extrañas sensaciones estremecían su cuerpo haciéndola sentirse tan frágil como una llama, tan valiosa como un sueño hecho realidad.

¿Cómo puede ser tan tierno conmigo un hombre tan despiadado?, se preguntó, temblorosa. Dentro de la joven, tan profundamente escondida como el grito de dolor de Dominic, la esperanza de los glendruid levantó su apesadumbrada cabeza. Quizás ahora, mil años después, acabaría por fin la espera.

Entonces Meg vio la fría paciencia en los ojos del normando y recordó lo que éste había dicho sobre el halcón: si los golpes le hubiesen enseñado confianza, la hubiese golpeado.

Está utilizando la ternura en mí al igual que lo ha hecho con el ave.

La joven se soltó del abrazo masculino con tanta violencia que el halcón desplegó sus alas y lanzó un agudo reclamo de angustia.

- Cálmate. Estás asustando al halcón. -Aunque suave, la fría autoridad de la voz de Dominic era tan inequívoca como el sonido de los cascabeles en las ataduras del animal-. Tranquilízala -le ordenó.

- Hacedlo vos -replicó Meg-. La cautiva es ella. No yo.