Capítulo 6

Cuando Simon entró en los aposentos de su hermano, Dominic estaba siendo ayudado a vestirse por su escudero. El barón acababa de afeitarse, dejando al descubierto unas rudas y atractivas facciones que remarcaban su firmeza y determinación.

- ¿Ya está todo preparado? -inquirió Dominic mientras se quitaba el último rastro de jabón de la cara.

- La capilla ha sido adornada -le informó Simon-, tus caballeros están dentro junto a los sajones, y los soldados están en el patio esperando la celebración.

- ¿Y qué es de la novia? ¿Alguien la ha visto?

- No. Pero su doncella anda por todas partes, gritando a la lavandera por una prenda que aún está húmeda, a la costurera por un dobladillo mal cosido o a la curtidora de un calzado demasiado duro para unos pies nobles.

Dominic lanzó un gruñido.

- Parece que no tendré que ir a sacar a la fuerza a lady Margaret de sus aposentos.

- Espero que la dama se vista adecuadamente -comentó Simon unos instantes más tarde.

- No me importa su ropa.

- En teoría, la novia debería ser la mejor vestida de todas las doncellas presentes en la boda.

Dominic miró a su hermano y levantó una de sus cejas a modo de advertencia.

- Marie irá ataviada con la seda color escarlata que le entregaste -continuó Simon en tono burlón-. Y en sus cabellos lucirá la diadema de oro con rubíes que le regalaste tras la caída de Jerusalén.

- Si lady Margaret desea que le regale joyas, tendrá que ser más cortés con su esposo -murmuró el barón, lanzando con fuerza sobre la mesa el paño que había utilizado para secarse-. ¡Mucho más cortés!

- Quizá deberías enviarla con Marie para que la instruyera -comentó Simon riendo en voz baja.

Dominic ignoró a su hermano y se dirigió a Jameson, su escudero.

- Quiero las ropas de batalla.

El muchacho parecía sorprendido.

- ¿Barón?

- Tráeme la camisa acolchada de cuero -le ordenó Dominic con impaciencia.

- ¿Para vuestra boda? -La dura mirada de su señor hizo que se incrementara el rubor en las suaves mejillas del escudero y que corriera hacia al arcón a toda prisa para buscar la ropa de cuero, la cota de malla y las grebas, cuyas bandas de metal protegían las piernas de los caballeros durante la batalla.

Dominic rechazó las grebas, se abrochó la camisa de cuero y dejó que Jameson le ayudara a ponerse la cota de malla. La prenda, que tenía una abertura en la parte frontal y otra en la espalda para cabalgar, era bastante pesada y, con cada movimiento, los anillos de metal sonaban discretamente a lucha y muerte.

- Nunca he visto a nadie que se dirigiera a su propia boda vestido así -murmuró Simon al tiempo que observaba la rapidez con la que el escudero realizaba su trabajo.

- Puede que instaure una nueva moda.

- ¿O que entierres una antigua? -preguntó su hermano con falsa suavidad.

La sonrisa del barón fue letal.

- Veo que sigues mi moda, hermano.

- ¿La llevarás puesta en la alcoba?

- La prudencia nunca está de más con las fieras -apuntó Dominic secamente.

Su hermano rió a carcajadas mientras el barón se ajustaba la cota de malla de una forma que reflejaba muchos años de experiencia en el campo de batalla.

- Sven nunca ha oído nada que sugiera que lady Margaret sea tan peligrosa -señaló Simon-. Al contrario. Los vasallos la aprecian mucho por su bondad.

- Quiero tener mi propia opinión.

- Su yelmo, barón -dijo el escudero en tono neutro.

- No lo llevaré. El almófar de la cota de malla tendrá que servir.

Al oír aquello, el muchacho dejó a un lado el lóbrego yelmo de metal con visible alivio.

- ¿Acudirá lord John a la ceremonia? -quiso saber Simon.

- Escuché algo sobre un jergón que se estaba preparando en la iglesia -se limitó a decir Dominic con indiferencia.

- Su espada, milord -anunció el escudero, sujetándola con ambas manos.

La expresión del Jameson indicaba claramente que tenía la esperanza de que su señor rechazara el arma, al igual que había hecho con el yelmo y las grebas. Pero Dominic, después de ponerse un pesado cinturón de cuero en la cadera, colocó la espada en su sitio. Había llevado durante tanto tiempo el peso del acero en su lado izquierdo que incluso le resultaba cómodo.

- Mi manto -pidió.

Al cabo de unos momentos, el escudero apareció con un manto adamascado suntuosamente bordado. Piedras preciosas y perlas resplandecían en el elaborado tejido, sugiriendo intrincados dibujos en los lujosos pliegues. Era un manto digno de un rey. De hecho, era un regalo que le había sido entregado por un poderoso sultán, después de que Dominic impidiera que sus caballeros normandos deshonraran a cinco de las esposas del árabe cuando tomaron una fortaleza en Tierra Santa.

- Ese no -rechazó Dominic-. Quiero el negro. Se adapta mejor a la cota de malla y a la espada.

Con un suspiro, el muchacho buscó en un arcón la pesada prenda negra. En realidad, el manto era tan costoso como el otro, ya que estaba confeccionado en lana y piel de cebellina procedente de un bosque a miles de kilómetros de distancia.

Dominic se colocó el manto con un hábil movimiento y su formidable cuerpo quedó cubierto por completo, dejando tan sólo entrever algún destello ocasional de la cota de malla y la peligrosa longitud de la pesada espada de acero.

Mientras observaba la escena, Simon sacudió la cabeza con cierto regocijo. Incluso sin la ropa de batalla, su hermano era un hombre temible. Pero el modo en que iba vestido indicaría claramente a la gente de la fortaleza que un nuevo señor había llegado.

Un señor que exigía absoluta obediencia.

- Tu prometida se estremecerá de miedo cuando te vea -comentó Simon.

- Sería un cambio reconfortante -murmuró Dominic entre dientes.

Sin embargo, no lo dijo lo suficientemente alto como para poder ser escuchado. No le había hablado a nadie sobre el encuentro con Meg. La facilidad con la que le había engañado seguía hiriendo su orgullo.

De pronto, las campanas de la capilla repicaron, anunciando a los vasallos de Blackthorne que la ceremonia que uniría para siempre a sus señores era inminente. Antes de que sonara la última campanada, Dominic había salido de sus aposentos y estaba montando sobre un caballo en el patio del castillo.

La novia no estaba en absoluto tan impaciente por que empezara la ceremonia.

- Eadith, deja de ir de un lado a otro sin parar -pidió Meg.

A pesar de sus palabras, la voz de la joven era suave. Por una vez agradecía el alegre parloteo de las siervas y el constante movimiento a su alrededor, que conseguían impedir que pensara en lo que se avecinaba.

Duncan, por favor, perdóname por lo que voy a hacer.

- Ya habéis escuchado las campanas -anunció Eadith-. Es la hora. Apresuraos, milady.

Meg miró el reloj de agua, compuesto por un cuenco de plata en la parte superior y otro de ébano en la inferior, que había pasado de madres a hijas desde tiempos inmemoriales. Cuando lady Anna le regaló el precioso objeto, le enseñó a utilizarlo para dejar las medicinas en remojo sólo el tiempo necesario.

A Meg le parecía que habían pasado sólo unos momentos desde que llenara el cuenco superior; el agua rebosaba y su brillo parecía el resplandor de una luna primitiva en aquella habitación aislada de la luz. Sin embargo, ahora quedaba menos del ancho de un dedo.

- No por completo -dijo Meg-. Todavía queda agua, ¿lo ves?

- Vos y vuestras costumbres glendruid -se impacientó Eadith, negando con la cabeza.

Cuando las campanas repicaron de nuevo, como queriendo enfatizar las palabras de la doncella, Meg inclinó la cabeza y tocó la cruz de plata que colgaba de su cuello.

- ¿Milady?

Eadith esperó a ser atendida por su señora mientras sostenía una prenda plateada que la anciana Gwyn había sacado de un baúl el día en que el rey decretó que lady Margaret de Blackthorne debía casarse con Dominic le Sabre. El vestido no era nuevo. Lady Anna se casó con él, y también la madre de Anna. Y al igual que el agua que quedaba dentro del cuenco plateado, la prenda brillaba sutilmente, como si estuviera infundida por el tenue resplandor de la luna.

Meg miró el vestido y se preguntó si cada novia glendruid lo habría llevado con la esperanza de ser la afortunada que diera a luz un varón que pudiera lucir el broche del lobo.

- Milady, debemos darnos prisa.

Reticente, Meg apartó la mirada del constante goteo de agua del cuenco de plata al de ébano.

- El sacerdote siempre se demora -replicó, ausente-. Pone más cuidado en su atuendo que una novia.

- Sin duda más que vos.

- Además, Dominic le Sabre va a casarse con Blackthorne Keep, no conmigo. No le importará el tiempo que tarde en llegar al altar ni la ropa que lleve.

- Aun así, debéis estar más elegante que esa prostituta que han traído los normandos.

Meg alejó su mente del reloj de agua y de las gotas que se precipitaban inexorablemente de la plata hacia la oscuridad del ébano, con la misma certeza que Blackthorne hacia la guerra.

- ¿A quién te refieres? -preguntó.

- A ésa a la que llaman Marie -contestó Eadith, que había oído las quejas de los sirvientes que atendían constantemente las instrucciones de la normanda-. Los hombres no pueden apartar la vista de ella, ya sean sucios normandos o nobles sajones. Todos han caído bajo el hechizo de su boca, su perfume, su sinuosa forma de andar… Incluso Duncan se siente atraído por ella.

Cuando Meg vio la tristeza en el rostro de la viuda, se percató de cuánto había deseado Eadith a Duncan.

- Es lo mejor -dijo Meg, rozando el brazo de su doncella-. Tu padre era un caballero, al igual que tu esposo. Mereces algo mejor que ser la amante de Duncan.

Los labios de Eadith formaron una fina línea mostrando su desacuerdo, mientras sus recias y firmes manos alisaban el vestido de plata.

- Si no hubiese sido por la ambición de Duncan, me hubiera tomado por esposa -se lamentó la doncella-. Pero anhelaba las tierras de su padre y no estaba en mi mano dárselas. Supongo que al final me convertiré en la mujer de un caballero pobre. Aunque me iría mejor siendo la amante de un hombre rico.

- Quizá lo mejor fuera ser libre, a salvo de hombres y riquezas.

- Para vos es fácil decirlo -replicó Eadith agriamente-. En la iglesia os espera un hombre perteneciente a la nobleza, cuya riqueza en gemas y oro triplica vuestro peso. Antes de que las campanas anuncien el final del día, seréis una de las damas más ricas de Inglaterra.

- Son las primeras palabras amables que te oigo decir sobre Dominic le Sabre.

- Si yo me viera obligada como vos a casarme con un normando, preferiría hacerlo con uno rico. Pero eso no me impediría maldecirle y desearle una muerte lenta y dolorosa.

El odio que impregnaba la voz de la doncella hizo que Meg se estremeciera. Eadith nunca perdonaría a los normandos el hecho de que hubieran matado a su familia y que se hubieran apropiado de sus bienes.

El incómodo silencio que siguió a aquellas terribles palabras sólo era quebrado por el lento goteo del agua. El sonido amenazó con acabar con el control de Meg, que contenía la respiración deseando detener las incesantes gotas.

Pero, de pronto, el sonido cesó: el cuenco de plata estaba por fin vacío.

- Terminemos cuanto antes -dijo Meg, tendiendo los brazos.

En pocos instantes, la joven vestía un delicado traje de novia que engañaba la vista como la luz de la luna reflejada en un río y cuyo corpiño estaba adornado por una hilera de cristales glendruid. Eadith le ató los lazos a la espalda, haciendo que el tejido ciñese el cuerpo de su señora. El vestido, ligero como la bruma, dibujaba a la perfección la delicada forma femenina que cubría.

Cuando la doncella terminó, Meg dio una vuelta sobre sí misma. La falda del vestido se levantó y volvió a posarse, como si la exquisita prenda hubiese sido confeccionada para ella.

- ¿Estáis segura de que no deseáis llevar el broche que os regaló lord Dominic? -preguntó Eadith.

- Antes de unirnos para siempre a un hombre, las glendruid sólo podemos llevar plata; después, sólo se nos permite lucir oro. Pronto llevaré el broche.

Si sigo viva.

- Deberíais reconsiderar vuestra decisión; el broche os hará sentir más segura junto a esa perra normanda -masculló la viuda al tiempo que sostenía una larga cadena de plata sobre la que se habían engarzado cristales formando un intrincado diseño.

Al igual que el reloj, la cadena había pasado de madres a hijas durante siglos. Con un ancho de unos cinco centímetros, la cadena rodeaba la frágil cintura de Meg, se cruzaba en la parte de atrás a altura de las caderas, y regresaba al frente para convertirse en un bellísimo cinturón.

Los extremos de la cadena llegaban casi hasta el suelo, como silenciosas y exquisitas cascadas plateadas, y los cristales que las formaban transformaban la luz en esquivos destellos de color, como si fueran fragmentos de arco iris atrapados y retenidos sólo por un instante.

Sin vacilar, Meg levantó sus manos desprovistas de anillos y se quitó los pasadores que sujetaban su peinado, dejando que el cabello le cayera sobre la espalda, libre como el fuego, en vivo contraste con el etéreo color plata del vestido.

- He de reconocer -farfulló Eadith-, que el color que habéis elegido realza el brillo de vuestro cabello, pero todavía puedo prenderos el broche en…

- No.

La joven completó su atuendo con una capa que se sujetaba al vestido a la altura de los hombros con dos cierres también de plata, de forma que la liviana tela se deslizaba por su espalda hasta alcanzar el suelo como una ondulante cola plateada.

Sin perder tiempo, Eadith le colocó sobre el cabello una diadema de plata, en cuyo interior se podían leer antiguos signos rúnicos y, después, Meg, con un rápido movimiento, se cubrió con la capucha.

La doncella lanzó una mirada de desaprobación ante el resultado.

- Cubierta de esa manera no eclipsaréis a esa sucia normanda -sentenció.

- ¡Calla! -le ordenó Gwyn desde la entrada-. No sabes lo que hoy está en juego.

Cuando Meg se volvió hacia la puerta, sutiles brillos plateados recorrieron el vestido mientras los cristales reflejaban fragmentos de arco iris. Pero fueron sus ojos, ardiendo como llamas verdes bajo la capucha del manto, los que atrajeron la atención de Gwyn y la hicieron contener el aliento.

En silencio, la anciana hizo una pequeña reverencia a la joven glendruid de pie ante ella, que estaba atrapada por rituales y esperanzas tan viejas como el mundo.

Antes de que Gwyn pudiese hablar, las campanas comenzaron a tañer, convocando a Meg a la ceremonia.

Y a la guerra.