Capítulo 26

- ¿Preparada para salir a cazar con los halcones esta mañana? -preguntó Dominic en voz baja-. ¿O acaso mi bella hechicera todavía está dolorida?

La sensualidad impresa en los ojos entrecerrados de su esposo hizo que Meg se ruborizara. Habían pasado dos días desde que había bañado a su poderoso guerrero y había descubierto cuan exigente y potente podía ser.

Antes de aquella tarde, Dominic le había ocultado gran parte de sí mismo y ella esperaba que nunca volviera a hacerlo.

- Sólo estuve un poco dolorida durante una mañana -musitó Meg, que había descubierto al lado de su esposo un grado de placer que ni siquiera había soñado que pudiera existir-. Un baño hizo que me recuperara.

El brillo de deseo en los ojos del barón se intensificó peligrosamente mientras acariciaba la dulce sonrisa de su esposa con la punta de los dedos.

- Realmente tus baños son mágicos, pequeña -susurró Dominic contra sus labios-. Volveremos a probar uno de ellos cuando regresemos de la cacería.

El entrecortado asentimiento de Meg casi logró que su esposo cediera a la poderosa tentación de profundizar el beso. Pero sospechaba que, si lo hacía, pasarían todo el día en la cama.

Reticente, sintiendo que un ardiente deseo martilleaba sus venas, Dominic levantó la cabeza y observó con detenimiento los extraordinarios ojos verdes de la joven. Parecían tan claros y tranquilos como manantiales sagrados. Sin embargo, cada noche que pasaba con ella, Meg se despertaba como mínimo una vez, helada y temblando.

La noche anterior no había sido diferente.

¿De qué tienes miedo?

Tengo extrañas pesadillas.

¿Qué ves en ellas?

Peligro.

¿Qué peligro puede ser ése? Duncan partió hacia el norte y los reevers se han dividido. Bajo las órdenes de Rufus, pronto acabaremos con ellos. El resto de mi ejército no tardará en llegar y todo parece bajo control. ¿Qué es lo que temes?

No lo sé.

De pronto, el inconfundible lamento de un ave de presa se alzó por encima de los sonidos habituales del castillo, interrumpiendo los pensamientos de Dominic.

- Tu halcón está impaciente -comentó Meg, divertida-. Sabe que pronto lucirá sus correas incrustadas de joyas por el cielo de Blackthorne.

- Hace un día magnífico para ello.

La joven miró a través de la alta y estrecha ventana de sus habitaciones y vio cómo la luz del sol se derramaba por las tierras de Blackthorne.

- Sí -asintió-. Así es. Quizá la primavera haya derrotado por fin al invierno.

A pesar de sus palabras, Dominic detectó algo extraño en el tono de su voz, pero el rítmico sonido de cascos de caballos en el patio interior, anunciando la llegada de caballeros ansiosos por salir de caza, impidió que le preguntara sobre ello.

Ambos se apresuraron a bajar las escaleras para unirse a la partida de caza, sin embargo, cuando llegaron al gran salón, un grito hizo que se detuvieran.

- ¡Lady Margaret, esperad! -Eadith corrió hacia ella.

- ¿Qué sucede? -preguntó el barón con impaciencia-. Están esperándonos para cazar.

- Es Marie -se apresuró a responder la doncella-. Está vomitando el desayuno y le duele mucho el estómago.

- Maldita sea -masculló Dominic.

Meg emitió un largo suspiro de resignación.

- Debo ir a verla, milord. Ve tú a cazar.

- No me iré sin ti.

Cuando su esposa se dirigió a la habitación de Marie, Dominic la siguió y permaneció en silencio mientras Meg hacía varias preguntas a la enferma. No había duda de que Marie no se encontraba bien. Su piel estaba pálida y sin brillo, y sus labios, normalmente sonrosados, carecían totalmente de color.

Cuando Meg acabó de preguntar, el barón alzó una ceja en un mudo gesto interrogativo.

- Es probable que haya comido algo en mal estado -le explicó ella.

- Entonces, deja que tu doncella se encargue de cuidarla.

La joven descartó la idea con un gesto de la mano.

- Eadith no es de ninguna ayuda junto al lecho de un enfermo. Si el paciente vomita, ella también lo hace. Ve a cazar. Te acompañaré la próxima vez.

Cuando Dominic vaciló, Meg se puso de puntillas y le habló al oído.

- Ve sin mí, por favor. A Marie le angustia que la veas así.

Mascullando una maldición, el barón se dio la vuelta y, contrariado, salió de la estancia. Unos minutos más tarde, el alboroto y los gritos de una partida de caza abandonando el patio interior se dejaron oír por todo el castillo.

Meg apenas fue consciente de ello. Estaba demasiado ocupada utilizando una cuchara para introducir unas gotas de medicina entre los pálidos labios de Marie. La tarea requería paciencia, pues la mitad de las veces las gotas no pasaban de la lengua de la enferma antes de que ésta volviera a vomitar.

Finalmente, Marie consiguió retener la suficiente medicina para que los vómitos empezaran a ser menos frecuentes. Después, soltó un entrecortado suspiro y se durmió.

Con una rápida mirada a la posición del sol, Meg supo que la partida de caza se encontraría demasiado lejos y que no podría^ alcanzarlos con su viejo caballo. Para cuando consiguiera llegar hasta Dominic, ya habría acabado de cazar y estaría de regreso al castillo. Suspirando, la joven volvió a dirigir sus pensamientos hacia Marie hasta que un grito interrumpió su tarea.

- ¡Milady!

La urgencia en la voz de su doncella hizo que Meg se pusiera rápidamente en pie.

- ¿Qué sucede? -inquirió cuando Eadith entró corriendo en la habitación.

- El caballo de vuestro esposo tropezó y él está gravemente herido. ¡Temen por su vida si no acudís rápido!

Por un instante, todo lo que rodeaba a Meg pareció girar a su alrededor y la oscuridad amenazó con envolverla. Pero siendo consciente de que Dominic la necesitaba, se obligó a respirar hondo y a tratar de controlar el terror que le congelaba las entrañas.

¿Es éste el peligro del que me avisaban las pesadillas?

- ¿En qué parte del cuerpo se ha herido? -inquirió Meg, tensa.

- El escudero no lo ha dicho.

- Ocúpate de que preparen mi caba…

- Ya lo he hecho -la interrumpió Eadith.

- ¿Y Gwyn? -preguntó Meg mientras salía apresuradamente de la habitación.

- He enviado a una de las cocineras para que la buscara.

- Quédate con Marie. Si vuelve a vomitar, dale doce gotas de esto -le ordenó, dándole una botella cerrada.

Sin perder un solo segundo, Meg descendió corriendo la escalera de caracol que llevaba hacia el herbario, en medio del sonido que producían las joyas que llevaba en las muñecas y los tobillos. Cogió medicinas, las envolvió en varios trapos para protegerlas del duro viaje que le esperaba y salió a toda prisa. Cuando llegó al patio interior, Harry la estaba esperando, y la ayudó a subir al caballo mostrando una fuerza inusual teniendo en cuenta su vieja herida de guerra.

- El estúpido escudero regresó con la partida de caza tan pronto como me informó -rugió el guardián furioso-. Ni siquiera esperó para guiaros.

- Conozco estas tierras mejor que cualquiera de los escuderos normandos -replicó Meg-. ¿Dónde está mi esposo?

- El muchacho dijo que el accidente había ocurrido justo donde el arroyo de Holy Cross sale del pantano norte.

- Tan lejos -se lamentó Meg temblorosa.

- No tiene sentido que hayan ido allí. Los halcones no podrán cazar porque las presas pueden encontrar refugio fácilmente. -Al ver que su señora se ponía en marcha añadió con rapidez-: Esperad milady, no podéis ir sola. Dejad que os acompañemos.

Pero Harry se encontró hablando solo, pues Meg ya había puesto al viejo palafrén al galope y estaba cruzando el puente levadizo. Subió por el camino a toda velocidad, ignorando a los vasallos que se encontraba a su paso y que le gritaban que no podía ir sin escolta.

Pero ella no podía esperar a que una partida de hombres se pusieran la cota de malla y ensillaran sus caballos para acompañarla. Sólo una cosa le importaba. El hombre que amaba estaba gravemente herido en algún lugar y la necesitaba. La necesitaba. Y ella no estaba allí.

Llena de angustia, Meg hizo cabalgar al viejo animal al ritmo más rápido que podía soportar mientras dejaba atrás campos y cercas de piedra. Cuando el camino se volvió más duro y ya pudo divisar el límite del bosque, la respiración del caballo se había vuelto profunda y trabajosa, y una gruesa capa de sudor se acumulaba en sus flancos y grupas.

Consciente de que su montura no podría resistir mucho más, permitió que redujera el paso en los peores tramos, pero tan pronto como le era posible, le exigía más velocidad. A un ritmo normal, llegaría al lugar del accidente en menos de una hora, sin embargo, la joven no tenía intención de tardar tanto. Las palabras de Eadith eran como un cuchillo que se hundía más y más en el alma de Meg.

El caballo de vuestro esposo tropezó y él está gravemente herido. ¡Temen por su vida si no acudís rápido!

Finalmente, se adentró en el bosque y el camino se convirtió en un angosto sendero empinado, por lo que, desesperada, tuvo que reducir la marcha de nuevo.

De pronto, un puñado de reevers salieron de sus escondites tras los árboles, rodeándola antes de que pudiera huir. Sin titubear, Meg obligó a su montura a que girara a la derecha lanzándose hacia un hueco entre dos de los asaltantes.

Sin embargo, el viejo caballo fue demasiado lento y los rebeldes se apresuraron a cerrar la vía de escape, preparándose, tal y como se les había enseñado, a recibir la embestida del palafrén.

Estaba acorralada. Sabía que había hombres armados rodeándola por todas partes y que su plan inicial no iba a resultar, así que, en un último y desesperado intento por escapar, Meg tiró con fuerza de las riendas hacia la izquierda, pero, antes de que su exhausta montura pudiera responder, un caballo de batalla saltó hacia delante y golpeó al viejo animal echándolo a un lado.

En el instante en que el palafrén cayó sobre sus rodillas, un reever arrancó a Meg del lomo de su caballo y la colocó a horcajadas delante de él sobre su silla.

- No -gritó Meg, girándose con la intención de luchar contra su captor-. ¡Mi esposo está herido! ¡Debo ir con él!

Un despreocupado revés de una mano envuelta en cota de malla hizo que todo diera vueltas a su alrededor. Para cuando se recuperó, se encontró sujeta bocabajo sobre el regazo de su agresor mientras el caballo atravesaba el bosque al galope.

¡Dominic!, amor mío, ¿también tú has sufrido una emboscada?

No hubo respuesta a excepción del estruendo de los cascos. Y fue entonces, al comprender que el peligro del que le habían advertido sus pesadillas se había convertido en una terrible realidad, cuando la sangre se heló en sus venas.

En el silencio de su alma, Meg llamó una y otra vez al hombre que se había convertido en parte de ella.

- Maldición -le espetó Simon a Dominic-. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan inquieto? Tu halcón ha volado espléndidamente.

El barón lanzó a su hermano una mirada de soslayo con el ceño fruncido, y después volvió a contemplar con ojos fríos el terreno que se extendía frente a él. Su halcón descansaba tranquilo sobre una percha sujeta a la silla de su caballo, y la luz del sol caía sobre la suave capucha estampada con un relieve de oro que cubría su cabeza, dando vida con intensidad a los dibujos turcos que había sobre el cuero.

- No puedo dejar de pensar que algo va mal. Deberíamos haber traído las armaduras y los caballos de batalla -comentó Dominic.

- ¿Por qué? ¿Crees que Duncan romperá su promesa?

- Si creyera eso, lo habría matado hace dos días.

Simon gruñó.

- Cuando Duncan partió ayer hacia sus tierras, se llevó con él a sus mejores hombres. Sin ellos, los reevers no son más que un puñado de bandidos.

- Lo sé.

- Rufus no podrá liderarlos -continuó Simon-. En una quincena, no quedará ni un solo rebelde en estas tierras.

- Le he dicho eso mismo a Meg, en las oscuras horas previas al amanecer.

- ¿Y?

- No fue un consuelo para ella.

Simon masculló algo sobre brujas glendruid y los problemas que daban a los hombres que se casaban con ellas.

- También hay compensaciones -afirmó Dominic, sonriendo para sí mismo.

Una de ellas era recordar el brillo del cabello de Meg a la luz de las velas, mientras tomaba en su boca su grueso miembro haciendo que estallara dentro de ella. La experiencia había sido demoledora para ambos y los había dejado exhaustos y satisfechos.

Súbitamente, el mal presentimiento que había estado atenazando a Dominic se cristalizó en la imperiosa necesidad de ver a su esposa una vez más. Sin pensarlo, hizo que su caballo girara para volver por el camino que acababan de recorrer. El semental gris respondió al instante. Aunque no era del tamaño de Cruzado, era más rápido y de paso más ágil, una montura perfecta para cazar.

- ¿Dominic? -gritó Simon, sorprendido.

- Ya he tenido suficiente caza por hoy -le explicó-. Es hora de que compruebe cómo está Meg.

- Dios Santo. ¿Es que no puedes confiar en perderla de vista unas horas? -masculló Simon.

Sin decir una sola palabra, el barón urgió al halcón para que se posara en su muñeca y se lanzó al galope. Maldiciendo, Simon llamó también a su halcón y se dio la vuelta con rapidez para seguir los pasos de su hermano, al igual que los tres caballeros y los seis escuderos que los acompañaban.

Cuando la partida de caza atravesó a toda velocidad los campos y las cercas de piedra, los campesinos que estaban trabajando dejaron caer sus utensilios y se quedaron mirando al señor del castillo de Blackthorne como si fuera un fantasma.

La primera vez que sucedió, Dominic no le dio ninguna importancia. Pero cuando el hecho se repitió una y otra vez, los hermanos intercambiaron inquietas miradas.

- ¿Qué ocurre, buen hombre? -preguntó Simon a un pastor-. ¿Por qué nos miras así?

El hombre se santiguó, se dio la vuelta y salió corriendo. Ningún otro vasallo osó acercarse a los jinetes. De hecho, parecían aterrorizados ante la presencia del barón.

- Esto no me gusta -farfulló Simon.

Dominic urgió a su caballo para que cabalgara aún más rápido y no redujo el ritmo hasta que llegó al puente levadizo.

Al verlos regresar, Harry salió cojeando de la torre de entrada, se quedó mirando conmocionado a Dominic y le cogió la mano cuando pasó junto a él.

- Gracias a Dios -exclamó el guardián con fervor-. ¡Sabía que ella os salvaría!

- ¿Salvarme? ¿De qué?

Harry hizo ademán de hablar, pero de sus labios no surgió ningún sonido. Simplemente se limitó a quedarse mirando atónito al poderoso barón normando, que no mostraba ningún rastro de heridas.

- La señora… -empezó, esforzándose por tragar.

- ¿Le ocurre algo a lady Margaret? -preguntó Dominic, cortante.

Harry asintió.

- ¡Habla! -le ordenó el barón-. ¿Dónde está mi esposa?

- Vino un escudero y dijo que estabais gravemente herido justo en el punto donde el arroyo de Holy Cross sale del pantano norte.

Simon intentó hablar, pero un tenso gesto de su hermano interrumpió sus palabras.

- Como puedes ver, no estoy herido. ¿Dónde está mi esposa?

- Fue en vuestra busca, milord. Para atenderos.

- ¿Al pantano norte? -inquirió Dominic-. Eso está a medio camino de Carlysle Manor, ¿no es cierto?

- Sí.

- ¿Quién la acompañó?

La expresión en el rostro de Harry le dijo al barón más de lo que deseaba saber.

- Maldita sea -estalló-. ¿Dejasteis que se fuera sola?

Un agudo grito femenino cortó de pronto el aire, logrando que se erizara el vello de la nuca de Dominic. Con semblante sombrío, hizo girar a su caballo y vio a Eadith corriendo hacia él a través de los adoquines del patio interior, como si la persiguiera el mismo diablo.

- Milord -gimió la doncella, lanzándose a los pies de la montura del barón-. ¡No hagáis que me azoten, milord! ¡Dios sabe cuánto me he esforzado en que esto no sucediera! ¡Lo he hecho lo mejor que he podido, pero no pude convencerla!

Dominic intentó interrogarla, pero la mujer no dejaba de hablar entre sollozos.

- Lo ha amado desde que era una niña y estaba decidida a seguirle. ¡No me escuchó! Lo intenté, milord. ¡Dios sabe que lo intenté! ¡Pero no quiso escucharme!

- ¿De qué estás hablando? -preguntó Dominic con una frialdad letal.

- Lady Margaret pagó a un muchacho para que viniera corriendo con una historia sobre que vos estabais herido. Después, aprovechando la confusión, subió a su caballo y se fue cabalgando sin dejar que nadie la acompañara.

- ¿Cuánto hace de eso?

- Sucedió a mediodía, milord.

Dominic se volvió al instante hacia su hermano.

- Podemos alcanzarla antes de la cena. No puede haber llegado lejos con ese caballo.

Simon parecía confundido.

- Nunca habría pensado eso de Meg. Yo mismo vi cómo luchó por salvar tu vida, arriesgando la suya propia. Incluso llegué a pensar que te amaba. ¿Realmente crees que ella…?

- Lo único que sé es que no está aquí -afirmó Dominic con una voz que consiguió atemorizar a los que lo oyeron-. ¿Qué crees tú que ha pasado?

Simon miró a su alrededor y vio el miedo reflejado en los rostros de los vasallos que se habían acercado al oír los gritos: no les cabía la menor duda de que el desastre había caído sobre ellos de nuevo.

- Creo que se ha ido -respondió Simon finalmente-. Que Dios maldiga su alma hasta…

Una sola mirada al sombrío rostro de Dominic bastó para que su hermano interrumpiera su maldición.

Eadith paseó entonces la mirada de un hombre a otro.

- No perdáis tiempo, milord -le instó con urgencia-. Puede que el caballo de lady Margaret sea viejo, pero estoy segura de que Duncan la espera en el camino con una montura mejor.

Dominic lanzó a la sirvienta una peligrosa mirada antes de volverse hacia los hombres a caballo que aguardaban a su espalda y darles una serie de órdenes breves y escuetas. Los soldados obedecieron al instante. Nunca habían visto a su señor con un aspecto tan feroz; ni siquiera cuando lo sacaron de las ruinas del palacio del sultán, con el cuerpo cubierto de heridas producidas por las torturas y sangrando profusamente.

Minutos después, el criador de perros apareció con Leaper, el galgo que mejor olfato poseía. Cuando se le mostraron huellas del palafrén de Meg, el perro se puso en marcha de inmediato, rastreando las marcas que había dejado el caballo. Simon y Dominic lo siguieron al galope, mientras que el resto de los caballeros se quedaron en el castillo cumpliendo las órdenes de su señor.

Leaper no aflojó el paso hasta que llegó a la pendiente donde Meg había sido asaltada. Allí, las huellas del palafrén se arremolinaban y quedaban cubiertas por las de otros caballos. En un tenso silencio, Dominic y Simon detuvieron a sus jadeantes monturas a la espera de que Leaper recuperara el rastro en el bosque. Una vez lo hizo, los dos hermanos avanzaron entre los árboles a una velocidad temeraria.

- ¡Lo veo! -exclamó Simon, urgiendo a su caballo a que acelerara.

Dominic no se molestó. Él también había visto al palafrén. Y había visto igualmente que su jinete no estaba en ningún lugar a la vista.

Eadith tenía razón: alguien había esperado en el bosque con una montura fresca para Meg.

Apenas capaz de reprimir su salvaje ira, Dominic volvió la cabeza hacia el camino donde se mezclaban las huellas de varios caballos. No había forma de saber cuál era la montura de Meg, ni tampoco necesidad de ello. Todo apuntaba a que la joven había huido hacia las nuevas tierras de Duncan de Maxwell.

Entonces, el caballo de Meg trotó hacia Dominic envuelto en una suave música de cascabeles dorados. Confuso, el barón espoleó a su montura y se apresuró a coger las riendas del palafrén. Alguien había atado a la silla una de las pulseras de Meg, junto a un pergamino enrollado escrito con la elegante caligrafía de un sacerdote.

El barón leyó el mensaje con rapidez y, cuando alzó la cabeza, Simon, sorprendido, contuvo el aliento. Nunca antes había visto tal ira llameando en los ojos de su hermano.

- Volvamos al castillo -dijo Dominic en un tono que no admitía réplica.

Simon no hizo preguntas y se limitó a seguir a su hermano al castillo de Blackthorne. Tan pronto como los caballos atravesaron el puente levadizo, el barón escrutó los rostros de todos los que estaban congregados en el patio interior.

Sin embargo, la persona que buscaba no estaba allí.

- Mandad llamar a Eadith -ordenó Dominic.

La multitud se movió nerviosamente, pero nadie habló hasta que la anciana Gwyn dio un paso adelante.

- Esa maldita traidora ha huido con los reevers.

Aunque Dominic ya se lo esperaba, no pudo evitar que una gélida furia vibrara en su voz.

- ¿Dejó algún mensaje? -inquirió.

- Sí, escribió en una nota que si no queréis que vuestra esposa se convierta en la puta de los reevers, deberéis entregar el rescate mañana al anochecer.

Dominic se quedó inmóvil mientras un tenso silencio se extendía entre el gentío.

- ¿La tienen ellos, milord? -preguntó Gwyn.

El barón abrió entonces su apretado puño, mostrando en su palma la pulsera que había hallado atada a la silla del palafrén de Meg.

- Sí, anciana. La tienen.

- ¿Qué piden?

Por un instante, el normando cerró los ojos. Cuando los abrió, la gente más próxima a él retrocedió, buscando instintivamente aumentar la distancia entre ellos y el hombre cuya mirada prometía traer el infierno a la tierra.

- Tres veces su peso en oro y joyas -respondió Dominic sin rodeos.

- Dios Santo -exclamó su hermano, asombrado-. No pueden hablar en serio. ¡Eso significaría la ruina de Blackthorne!

- De eso se trata -asintió Dominic-. Pretenden impedir que mantenga a mi ejército. Saben que esta fortaleza no sobrevivirá sin los hombres suficientes para proteger sus muros. -Se rió con ironía y añadió-: Aunque si su plan tiene éxito, yo no viviré para verlo.

- ¿Qué quieres decir? -inquirió Simon.

- Debo entregarles el rescate yo mismo, acompañado únicamente por uno de mis caballeros. Supongo que después pretenden asesinarme, a pesar de las «protestas» del buen sacerdote.

- No puedes hacer eso. ¡Es una locura!

- Sí -rugió Dominic-. Lo sé.