Capítulo 21
Una salvaje tormenta, acompañada de un gélido viento, azotó Blackthorne impidiendo que el sol saliera en dos días.
Meg estaba tan agitada como el tiempo, debido a que su cuerpo y sus sentidos parecían tener vida propia. El sonido de la voz de Dominic en la distancia hacía que su corazón se acelerara; la imagen de él entrando en una estancia la hacía respirar con dificultad; el más simple contacto de su mano enviaba agradables escalofríos por todo su cuerpo. Y sólo recordar cómo la había acariciado en el baño provocaba que su vientre se contrajera de placer.
La única satisfacción de la joven era que Dominic también parecía afectado. Meg sospechaba que ya no confiaba en su extraordinario autocontrol en lo que a ella concernía.
- ¿Has sangrado ya?
- No.
- Avísame cuando lo hagas, pequeña. Hasta entonces no te tocaré.
Saber que Dominic estaba esperando a que su cuerpo revelara si estaba o no embarazada, la enfurecía. Ya era bastante desagradable que no confiara en que él era el único hombre que la había tocado; pero le resultaba insoportable que la deseara simplemente por los hijos que podía darle en lugar de quererla por ella misma y por todo lo que podía ofrecerle: su compañía, su risa, su calidez e ingenio, sus silencios, sus esperanzas… y su amor. Tenía mucho más para compartir con Dominic que un futuro heredero y soñaba con ser capaz de seducir a su esposo, consiguiendo que se olvidara de su férrea disciplina.
Pero él no la amaba.
Y lo que corría de boca en boca tampoco lo alentaba a que confiara en ella. Los campos estaban plagados de habladurías sobre Sir Duncan y lady Margaret, amantes separados cruelmente por un cruel señor normando. No importaba lo rotundamente que ella negara cualquier relación con Duncan a todas las personas con las que se encontrara, ni tampoco cuánto elogiara a su esposo; los rumores persistían.
Meg rezaba por que Dominic no hubiera escuchado las murmuraciones, aun sabiendo que era en vano, pues muy poco de lo que ocurría dentro y fuera de la fortaleza de Blackthorne se escapaba a su atención. Los sirvientes podían dar fe de ello. El castillo relucía con su reciente limpieza. De los suelos emanaba la fragancia de hierbas y juncos recién puestos, y las especias que él había traído de Oriente perfumaban las proximidades de la cocina, haciendo que las últimas provisiones del invierno olieran como un gran festín.
Pero era el valioso contenido de los arcones del barón lo que fascinaba a la mayoría de los siervos. Cada vez que Meg aparecía con los cascabeles tintineantes o gemas brillando en su cabello, los sirvientes dejaban lo que estaban haciendo y la contemplaban asombrados.
Con una mezcla de placer y frustración, Meg miró el último regalo que le había hecho Dominic. Se trataba de un precioso broche de oro y esmeraldas que, de algún modo, recordaba a un halcón dejándose llevar por el viento. Más grande que su mano y adornado con innumerables esmeraldas, el broche sujetaba un manto de lana escarlata cuyo estampado floral estaba bordado con costoso hilo de oro. También se habían cosido al extraordinario tejido diminutos cascabeles de oro. Y cuando andaba, se giraba o se sentaba, cada movimiento iba acompañado por una delicada música.
Acepta mi regalo y piensa en mí, en nuestros hijos, en sanar la tierra.
- ¿Milady? -la llamó Eadith desde el pasillo-. ¿Dónde estáis?
Sobresaltada, Meg se dio la vuelta haciendo que sus joyas se agitaran y delataran su repentino movimiento.
- En la capilla -respondió.
La joven se levantó de inmediato cuando la doncella entró en la pequeña estancia que ocupaba la tercera planta de una de las torres.
- ¿Qué sucede? -preguntó Meg.
- El barón desea preguntaros si os gustaría salir de caza.
- ¡Sí! ¿Cuándo?
- Después de comer.
Meg estudió el ángulo que dibujaba la luz del sol que entraba en la capilla. Era casi mediodía. No disponía de mucho tiempo para cambiarse.
- Démonos prisa, entonces. -La joven se apresuró por las escaleras de caracol hacia sus aposentos, seguida de una malhumorada Eadith. Pero protestando o no, los dedos de la doncella trabajaron rápido. Antes de que sonaran las campanas anunciando el mediodía, Meg estaba sentada en el gran salón rodeada de caballeros, cuyos halcones aguardaban sobre perchas colocadas junto a la pared, detrás de sus sillas.
Sin embargo, la percha que había tras la silla del señor del castillo estaba vacía.
- ¿Ha decidido mi esposo no traer a su halcón a la mesa? -preguntó Meg a Simon, que estaba sentado a la izquierda de la silla vacía reservada para Dominic.
- No. Tenía que cambiarle las correas, pero no tardará.
- ¿Está tranquila? -insistió Meg, interesándose por el ave cautiva.
- Sí -respondió Simon con evidente satisfacción-. Es magnífica; una reina entre las de su especie. Antes de que el verano acabe se habrá convertido en una gran cazadora.
Un gruñido surgió de debajo de la mesa, seguido por una ráfaga de gemidos.
- ¡Taron! -exclamó Meg, sin molestarse en mirar-. Deja de molestar a Leaper.
La cabeza de un perro emergió junto al muslo de Meg dirigiéndole una acongojada mirada, y ella le acarició las orejas con aire ausente.
Extrañado, Simon se quedó mirándola fijamente.
- Si yo le hiciera eso, me arrancaría la mano.
- ¿Taron? ¿Cómo puedes decir eso? Es un perro muy manso cuando no está cazando.
La única respuesta de Simon fue sacudir la cabeza y lanzar una carcajada.
De pronto, una inquietante sensación invadió a Meg indicándole que su esposo estaba cerca. Dirigió la mirada hacia la entrada del gran salón y, un segundo después, Dominic apareció con su pesado manto negro y el gran halcón peregrino que le había regalado el rey descansando sobre su muñeca.
Cuando avanzó, un haz de luz proveniente de una ventana hizo que los sutiles tonos grises y crema de las plumas del halcón brillaran como acero y perlas.
El ave parecía ser consciente de su importancia, y la seguridad en su destreza podía verse en cada línea de su cuerpo. Su clara y penetrante mirada recorrió y desechó el alegre caos de la comida en el gran salón y, con la calma de un depredador extremadamente paciente, aguardó la señal que indicara el comienzo de la caza.
A medida que el barón se acercaba a su lugar de privilegio en el gran salón, surgían murmullos de admiración y entusiasmo de los caballeros.
El resto de las aves permanecían encapuchadas en sus perchas, pero Dominic no había cubierto la cabeza de su halcón. Sus ojos estaban serenos con el elemental conocimiento de la vida y la muerte, y de sus patas colgaban nuevas correas con incrustaciones de esmeraldas y pequeños cascabeles de oro.
- Dios, es una belleza -comentó Simon.
Su hermano sonrió, extendió la muñeca hacia la percha colocada detrás de su silla, y el halcón se colocó en ella sin protestar. Después, giró el cuello hacia uno y otro lado, estudiando el salón de banquetes como si intentara decidir si había algo que mereciera su depredadora atención.
- Compadezco a cualquier ratón que se aventure a entrar en el salón -comentó Simon.
- Mi halcón no se inmutaría por una presa tan pequeña -repuso Dominic.
- Prueba a no alimentarla durante uno o dos días -comentó Meg con una sonrisa amable-. Cazaría ratones tan rápido que avergonzaría a mi gato.
El barón dirigió a su esposa una mirada de soslayo. Había tenido cuidado de no quedarse a solas con ella desde que había estado a punto de tomarla en el baño. Pero permanecer alejado de Meg no le había resultado fácil; sólo recordar el momento en que había empezado a penetrarla, lograba excitarlo hasta límites insoportables.
Maldiciendo mentalmente, el normando reprimió sus inquietantes pensamientos. Antes de volver a tocarla, debía estar seguro de que no estaba embarazada. No podía confiar en que sería capaz de contenerse una segunda vez.
- Estás bellísima, como siempre -comentó Dominic, alzando la mano de Meg y depositando un beso en la parte interna de su muñeca.
La repentina y frenética aceleración del pulso de la joven bajo sus labios provocó que él deseara gemir con una mezcla de triunfo y deseo.
- Son las joyas y el manto, nada más -respondió Meg.
- Eres tú -insistió Dominic en un tono que no admitía réplicas.
Aunque ella no dijo nada más, el barón leyó su escepticismo en la expresión de su rostro.
- Duncan debió de ser un amante lamentable -masculló entre dientes mientras se sentaba entre Simon y su esposa.
Meg no podía creer lo que acababa de oír.
- ¿Perdón? -susurró.
- He dicho que Duncan debió de ser un amante lamentable -repitió con suavidad.
Simon emitió un sonido ahogado y apartó la mirada de su hermano con cautela.
- ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Meg horrorizada.
- Nunca elogió tu belleza -le aclaró Dominic-. Eso convierte a ese bastardo en un amante lamentable.
- ¡Duncan nunca fue mi amante! -replicó con acritud-. ¡Y además no soy hermosa!
Al recordar el cuerpo de Meg húmedo por el agua y la pasión, los ojos de Dominic brillaron y el familiar torrente de sangre que se concentraba en su rígida erección hizo que deseara reír y maldecir al mismo tiempo. Si no la hacía suya pronto, el dolor que le provocaba su constante excitación le obligaría a andar doblado.
- Te equivocas -insistió Dominic en voz baja-. Ninguna mujer puede superar tu belleza.
El sensual destello de sus ojos y la aspereza aterciopelada de su voz, le indicaron a Meg que él también recordaba la íntima escena en el baño.
- Debes creerme. -La voz de la joven se convirtió casi en una súplica-. Duncan nunca me ha visto como tú lo has hecho.
Durante un intenso instante, Dominic evocó la imagen de sus muslos abiertos y después la apartó con fuerza de su mente. Le dio la espalda a Meg con decisión e hizo señales para que se sirviera la comida. Cuando volvió a girarse hacia ella, su mente, aunque no su rebelde cuerpo, estaba bajo control una vez más.
- Eso no es lo que todo el mundo dice -afirmó con frialdad-. El rumor de que tu amante te espera en algún lugar del bosque se acrecienta día a día.
- Yo no puedo controlar las malas lenguas -adujo Meg, tensa.
- Mientras sólo sean rumores sin confirmar, me importan poco. -Se encogió de hombros y cogió su jarra de cerveza.
- ¿Es tan difícil para ti creer en mi honor? -inquirió desolada.
La mano de Dominic se detuvo a medio camino cuando se disponía a levantar la jarra.
- El honor puede tener significados muy diferentes -señaló después de un momento-. En Jerusalén, hay que matar a los turcos para proteger el honor de Dios. Y, sin embargo, según los turcos, los infieles tienen que morir para honrar a Dios. En estas tierras, el honor exige fidelidad al rey, mientras que en las fronteras del norte, el honor requiere que se reniegue del rey de Inglaterra. -Hizo una pausa-. Yo no sé qué exige el honor de los glendruid, aparte de no usar sus conocimientos para matar.
- Tan sólo nos exige fidelidad a nosotros mismos -se apresuró a responder Meg-. Si te traicionara, me traicionaría a mí misma. Yo…
- No son las palabras lo que importa, sino los hechos -la cortó Dominic con brusquedad.
- ¿De verdad? Entonces, ¿por qué prestas atención a los rumores? No son más que palabras.
- Que describen hechos…
- Que nunca sucedieron -le espetó la joven.
- Tengo la esperanza de que digas la verdad. Pero «esperanza» es también sólo una palabra, que no viene acompañada de hechos.
La conversación fue interrumpida cuando llegó el plato de pescado. En silencio, Dominic se concentró en la anguila hervida y en su sabroso caldo, y después dio buena cuenta de dos pichones asados que, a pesar de no ser de gran tamaño, estaban deliciosamente condimentados.
Confusa, Meg se preguntó si su esposo era realmente tan frío como parecía. Pero entonces recordó la tensa expresión del rostro masculino en el baño, cuando su roma y excitada carne había explorado la sensual entrada al cuerpo de su esposa.
Sintiendo que un fuego abrasador consumía sus entrañas al recordar lo vivido en el baño, Meg cogió su jarra de cerveza con mano temblorosa y bebió rápidamente, esperando enfriar el deseo que su esposo había prendido en su interior.
A su lado, Dominic dejó su propia jarra sobre la mesa con un golpe y se volvió hacia su hermano.
- ¿Cuáles son las últimas noticias, Simon?
- Siempre es lo mismo. Los reevers merodean por tus tierras con total libertad. Si los descubrimos, desaparecen, y cuando nos damos la vuelta, vuelven a aparecer.
Aunque Simon hablaba en voz baja, Meg escuchó sus palabras por encima del agradable alboroto de la comida y sintió que el horrible presentimiento que la acechaba en sueños tomaba fuerza.
- ¡Maldita sea! -farfulló Dominic-. Duncan no conseguirá nada así. Parecía un hombre más prudente.
- Se cree con derecho a tus tierras y hará lo que sea para conseguirlas -manifestó Simon abiertamente-. Es evidente que cuenta con espías en la fortaleza y que sabe que el resto de tu ejército todavía no ha llegado. Por eso se atreve a tanto.
- ¿Qué noticias trajo Sven del sur? -preguntó el barón con el ceño fruncido.
- Tus soldados llegarán en unos diez días. Las tormentas les han impedido llegar antes.
- ¡Maldición! ¡De haberlo sabido hubiera esperado para casarme!
Una fuente llena de cerdo asado apareció ante ellos antes de que pudieran seguir hablando. El animal tenía poca carne a causa del duro invierno, pero el cocinero se había esforzado por contentar a los normandos y el asado era tan suculento como la edad del animal y sus condiciones permitían.
- Espero que la caza tenga éxito -comentó Dominic-. Si los sirvientes de la cocina son capaces de hacer esto con el escaso material que tienen, imaginad lo que podrían hacer con un venado.
- Ojalá consigamos buenas piezas -deseó Simon.
De pronto, los galgos comenzaron a gruñir y aullar formando un tumulto debajo de la mesa.
- ¡Basta, Taron! -ordenó Dominic bruscamente.
Al instante, los perros se calmaron emitiendo unos pocos aullidos y gruñidos suaves.
Todavía con el ceño fruncido, el barón sacó una daga del cinturón y cortó rodajas de carne para Meg, provocando que el jugoso relleno de higos, cebollas y aceite de romero se derramara en la fuente.
Cuando un sirviente apareció con un cuenco de verduras, Dominic dirigió una ligera mirada de diversión a su esposa. Ésta, sonriendo, puso las verduras en su plato junto a la carne, cortó un pequeño trozo de pan y empezó a comer, ignorando los suaves aullidos que salían de debajo de la mesa.
Pero lo que no pudo ignorar fue la repentina presión de la pierna de su esposo contra la suya cuando cogió el salero. Incluso a través de las pesadas capas de ropa, puso sentir el calor que desprendía el poderoso cuerpo masculino.
Sintiéndose aturdida de pronto, le tembló la mano y un pedazo de carne cayó al suelo. De inmediato, los perros de caza se abalanzaron contra las piernas de la joven, que, asustada, se separó tan rápido de la mesa que la pesada silla en la que estaba sentada se tambaleó y estuvo a punto de caerse.
Dominic se movió con una rapidez impropia de un hombre de su tamaño: una mano enderezó la silla de Meg y la otra desapareció bajo la mesa sólo para reaparecer sosteniendo a Leaper por el pescuezo. Segundos después, los sirvientes se hicieron cargo de la perra y la amonestaron con gravedad por haber asustado a la señora de Blackthorne. Pero en cuanto la soltaron, se escabulló para sentarse bajo los pies de otra persona.
- ¿Te ha mordido? -preguntó Dominic, mirando preocupado a su esposa.
- No, solamente me ha asustado -respondió la joven a media voz-. Estaba pensando en otra cosa y no me esperaba esa reacción de Leaper.
- Está entrando en celo -dijo él, dirigiéndole una penetrante mirada-. Sabe que ha llegado su momento y por eso está inquieta.
La conciencia culpable de Meg al oír aquello hizo que un fuerte rubor cubriera sus mejillas y que lo mirara titubeante. La sonrisa en el rostro masculino le indicó a la joven que su esposo sabía que le había estado ocultando algo.
- ¿Has sangrado ya? -susurró Dominic en su oído.
El color de las mejillas femeninas se incrementó, delatándola.
- ¿Cuánto tiempo hace? -insistió él.
En medio de un opresivo silencio, Meg giró la cabeza, y probó el cerdo asado sin que el barón se perdiera ni uno solo de sus movimientos.
- Si estuviéramos solos, pequeño halcón -siseó con los dientes apretados-. Estarías comiendo de mi mano. Y yo…
Meg alzó la vista, vio el fuego que ardía en los ojos de su esposo, y supo que si estuvieran solos, él estaría haciendo bastante más con sus manos que darle de comer.
De pronto, Dominic se puso de pie rompiendo la tensión que se había instalado entre ellos y anunció:
- Es hora de ir a cazar.
Los señores de la fortaleza de Blackthorne, acompañados de cuatro caballeros, cinco escuderos y una jauría de perros de caza, se dirigieron a caballo a los bosques. Sólo la presencia de Meg revelaba que su objetivo era cazar.
Dominic y sus hombres llevaban espadas al cinto, vestían con cota de malla y montaban sobre corceles adiestrados para la guerra, seguidos por escuderos que portaban lanzas.
No era lo habitual en una cacería, pero era preferible a verse desarmados ante un grupo de rebeldes sajones.
Frente a ellos, las accidentadas colinas rocosas se extendían abruptamente bajo un inusual cielo claro. No eran tan grandes como las montañas que Dominic había visto en sus viajes, pero presentaban un aspecto grandioso cubiertas por el brillante manto verde de la primavera. La cabecera del río Blackthorne se hallaba escondida en el escarpado terreno y daba lugar a un bello lago de bordes desiguales. Con el río como guía, Simon esperaba encontrar un atajo al lugar donde había encontrado las huellas de un gran ciervo cuando siguió la pista de Meg.
A lo largo de las laderas, los árboles encontraban un punto de apoyo y levantaban sus innumerables ramas al cielo. Un rubor verde difuminaba las ramas, y las flores silvestres florecían con vivos colores amarillos y azules, púrpuras y dorados, absorbiendo codiciosamente la luz antes de que las hojas del olmo y el abedul, el sauce y el aliso se abrieran cubriendo el cielo e impidiendo que el sol atravesara la barrera que habían creado. Entonces, el musgo aumentaría y crecería con fuerza, y los helechos se multiplicarían.
A pesar de ir rodeada de hombres armados y de montar un caballo con demasiados años, Meg estaba disfrutando de la cabalgada. Los agradables murmullos que emitían sus joyas parecían acompañar los cánticos de los pájaros.
De pronto, el penetrante sonido de un águila buscando una presa hizo que Meg se protegiera los ojos del sol con la mano y alzara la vista para mirar con anhelo el libre vuelo del pájaro.
- ¿Simon? -dijo el barón, rompiendo el silencio-. ¿Es éste el lugar en el que viste las huellas de ciervo?
Su hermano contempló el accidentado terreno que se extendía frente a ellos, donde estrechos afluentes del río Blackthorne se trenzaban a lo largo de las rocosas colinas. El suelo, demasiado húmedo para los árboles, se convertía en un pantano salpicado por charcas tranquilas y arroyos que serpenteaban entre las arbustos con colores que iban del plata al azul pasando por el negro, dependiendo de la hora del día.
- Creo que sí. El montículo sagrado está detrás, al oeste, y yo me aproximé por allí -contestó Simon señalando el camino de carros que llevaba hasta Carlysle, la propiedad más alejada del señorío de Blackthorne.
Al otro lado del pantano, rodeado de laderas cubiertas de nieve que no se derretiría hasta bien entrado el verano, se extendía un amplio valle.
- Meg, ¿hay un camino por el que podamos llegar hasta el valle evitando el pantano? -preguntó Dominic.
En verano, el valle se transformaría en un bello bosque lleno de árboles y claros soleados cubiertos de césped. Pero, por el momento, parecía un lugar fantasmal poblado por troncos y oscuras ramas, en el que sólo la maleza, buscando la luz solar, se había vuelto verde. Un riachuelo lo atravesaba discurriendo alegremente entre los claros, donde los nuevos brotes de hierba empujaban a través de la parda maraña de vegetación del último verano.
- No. Tendremos que atravesar el pantano. -Meg negó con la cabeza después de observar que el sendero de la colina resultaba intransitable-. Al principio será lento, pero luego el camino es bastante fácil.
Dominic recorrió con la vista el paisaje, memorizando la situación de las colinas, el valle y el pantano, y después hizo un gesto al encargado de los perros, que asintió y reunió a los perros con una breve nota de su cuerno de caza. Los galgos estaban impacientes, pues habían hecho poco ejercicio desde que salieron de Normandía.
- Adelántate -le ordenó el barón a su hermano.
Simon se puso a la cabeza de la partida de caza y los hombres lo siguieron sorprendidos, mientras Dominic se quedaba atrás junto a su esposa. Cuando la joven le dirigió una mirada inquisitiva, él le explicó:
- No me gustaría que fueras pisoteada en el fragor de la caza. No debería haberte dejado venir montada en ese caballo. No es apropiado para cazar.
- Pero ¿y tú? -se extrañó Meg-. Si te quedas a mi lado no podrás cazar.
- Habrá otras cacerías.
- Mi montura será la misma.
- No. Cuando llegue el resto de mi ejército, te regalaré una yegua con sangre árabe cuya piel sea tan roja como tu cabello.
- ¿De verdad? -preguntó ilusionada.
- Sí -afirmó-. La cruzaremos con mi semental.
- Maternidad, otra vez -se lamentó la joven.
Él no respondió a su comentario, limitándose a guardar un prudente silencio y a centrar su atención en el camino.
Meg tenía razón sobre la dificultad del primer tramo del sendero y pronto se quedaron rezagados del resto del grupo. Su caballo no era comparable a los magníficos sementales de los normandos a los que Dominic había hecho entrenar tan arduamente como a sus caballeros, pues una mala montura en el campo de batalla era sinónimo de muerte.
Cuando el caballo de la joven consiguió salir por fin del pantano, el barón se puso a su lado. El resto de la partida de caza había seguido avanzando a través del riachuelo que discurría entre la hierba y los árboles dispersos, y se había adentrado en el bosque. Incluso sin hojas, los árboles y la maleza eran lo suficientemente espesos como para tragarse al grupo de caballeros y escuderos que los precedían sin dejar rastro.
Meg y Dominic habían cubierto ya más de un kilómetro cuando un cuerno de caza resonó en el aire. Se detuvieron a escuchar y oyeron el estridente sonido del cuerno dos veces más.
- Están siguiendo el riachuelo lateral -dijo Meg.
- Han avistado al ciervo -comentó Dominic.
El sonido se fue debilitando, indicándoles que se había iniciado la persecución del ciervo. Dominic tenía razón, el caballo de la joven no hubiera podido resistir el ritmo de la cacería.
De pronto, y sin motivo aparente, Meg sintió que un escalofrío de inquietud le recorría la espalda.
- ¿Qué te ocurre? -preguntó el barón cuando vio que la joven miraba a su alrededor con expresión de angustia.
- Tengo un mal presentimiento -susurró-. Me siento… observada, como si nosotros fuéramos la presa.
- ¿Te ha ocurrido alguna otra vez? -inquirió él con curiosidad.
- No. Nunca. Yo… -La voz de Meg se quebró al escuchar de nuevo el sonido de un cuerno que provenía del este, muy diferente del de los hombre de Blackthorne Keep.
- ¿Reconoces ese cuerno?
- No. No puede ser… -musitó asustada.
- ¿A quién pertenece? -exigió saber Dominic con urgencia.
- A Duncan -contestó ella rápidamente-. Es el cuerno de batalla de los reevers.
El cuerno sonó de nuevo, mucho más cerca. Los rebeldes no estaban persiguiendo a los hombres que habían tomado la delantera, sino a Dominic y a Meg.
- ¡Maldita sea! -siseó él-. ¿Hay algún lugar en el que me pueda enfrentar a ellos a campo abierto?
- No. Aunque sí hay un lugar donde no nos seguirán, pero mi caballo no puede…
Antes de poder acabar de hablar, Dominic la agarró de la cintura con su poderoso brazo, la colocó a horcajadas sobre su montura e hizo que le indicara el camino a seguir, mientras a su espalda se oía un salvaje grito que anunciaba que los rebeldes acababan de descubrir a su presa.