Capítulo 3
De pie junto a la entrada de una estancia situada en el cuarto piso del castillo, Simon observaba a su hermano mayor con cautela. Dominic había estado de un humor inestable desde que había regresado de las halconeras aquella mañana. Y la noticia de que su futura esposa no iba a compartir la mesa con él hasta el banquete matrimonial, no había ayudado a calmarlo.
- Las dependencias de las mujeres -comentó el barón irritado. Con la capa negra sobre los hombros y las manos convertidas en puños, examinó detenidamente la austera habitación de piedra. Una fuerte corriente de aire provenía del desagüe que iba a parar al foso, y no había tapices ni paneles de madera que templaran el gélido ambiente. Por otro lado, el tamaño de la tina era mucho más adecuado para una mujer que para un hombre.
Aunque al menos, el cálido vaho procedente del agua caliente caldeaba la fría habitación.
- Maldita sea. ¿Por qué habrán puesto la única bañera que hay en toda la fortaleza en los aposentos de las mujeres? -preguntó Dominic, malhumorado.
- Lord John nunca ha estado más allá de Cumbriland -señaló Simon con calma-. No ha tenido la oportunidad de aprender y disfrutar de otras costumbres que no sean las suyas. Probablemente piense que el bañarse puede poner en peligro su virilidad.
- ¿Es que ese hombre no ha hecho otra cosa que sembrar de bastardos la campiña mientras su mujer seguía viva?
Simon, sabiamente, no dijo nada.
- El muro del patio interior es más madera que piedra -siguió el barón-. Ha dejado que las armas se oxiden, los campos apenas están arados, los desagües son agujeros putrefactos, de los pastos quedan poco más que piedras, los estanques contienen más algas que agua y ni siquiera se ha previsto una madriguera con conejos para poner carne sobre la mesa durante el invierno.
- Los jardines están muy bien cuidados -apuntó Simon.
Dominic emitió un sonido de disgusto.
- Y las dependencias de los halcones parecen limpias -continuó su hermano.
Fue un error mencionar las halconeras, ya que la expresión del barón se endureció salvajemente.
- La dejadez de lord John no tiene sentido -gruñó-. ¡Tener tanto y utilizarlo tan mal!
Simon miró al escudero de Dominic, que parecía atemorizado. No era un espectáculo agradable ver a su hermano tan furioso.
- ¿Está todo preparado para el baño de tu señor? -le preguntó Simon.
El muchacho asintió con rapidez en respuesta.
- Entonces ve a buscar la cena. Y trae también varias jarras de cerveza, carne fría y queso. ¿Han preparado en la cocina un pudín decente ya?
- No lo sé, milord.
- Averígualo.
- Y encárgate también de encontrar a mi prometida -intervino Dominic.
El chico abandonó la habitación con una velocidad indecorosa, olvidándose de colocar las cortinas que separaban la tina del resto de la estancia.
- Ha luchado contra los turcos con menos miedo -comentó Simon mientras corría las cortinas para evitar las corrientes de la puerta-. Has asustado al muchacho.
El sonido que emitió el barón no fue muy tranquilizador.
- ¿Está enfermo el halcón peregrino que te ha regalado el rey? -inquirió su hermano.
- No.
- ¿Las halconeras estaban descuidadas?
- No.
- ¿Quieres que llame a una doncella para que te atienda en el baño?
- ¡Maldita sea, no! -exclamó Dominic-. No necesito a ninguna jovencita lloriqueando sobre mis cicatrices.
Cuando Simon volvió a hablar, su voz sonó tan dura como la de su hermano mayor.
- ¿Te apetece entonces practicar con la espada y el escudo? -sugirió en voz baja-. Estaré encantado de hacerte los honores.
Al escuchar aquellas palabras, Dominic se giró hacia su hermano y le dedicó una larga mirada evaluándole.
Durante un tenso momento Simon pensó que tendría la pelea que había sugerido, pero lo único que hizo el barón fue emitir un sonoro suspiro.
- Pareces enfadado, hermano.
- Sólo sigo tu ejemplo.
- Está bien. Me lo merezco. -Los labios de Dominic esbozaron una sonrisa-. ¿Te ocuparías tú de mi baño? No le confiaría mis espaldas a nadie más en este lugar.
- Estaba a punto de decir lo mismo. No me gusta que tu prometida se esconda y que nuestro anfitrión esté «demasiado enfermo» para recibirte de manera adecuada.
El barón se quitó el valioso broche nórdico que sujetaba su capa y lanzó las pieles sobre un pequeño baúl que su hermano había llevado a la habitación, haciendo que las llamas de las velas titilaran en los candelabros.
Simon se acercó entonces a una mesa para oler el jabón que alguien había depositado allí.
- Especias. Y un toque de rosas, creo. -Miró a Dominic de manera tranquila, intentando no mostrar su diversión.
- Acabaré oliendo como el harén de un sultán -ironizó su hermano.
Los negros ojos de Simon brillaron con burla, pero procuró no reír en voz alta.
Con rápidos movimientos, el barón dejó a un lado el resto de sus ropas, enterrando bajo ellas el pequeño baúl. Bajo la tenue luz, la larga cicatriz que atravesaba su musculoso brazo y su torso tenía un brillo nacarado. Después, se introdujo en la bañera amenazando con desbordarla, y emitió un sonido de placer cuando el agua caliente calmó el dolor que le producía una vieja herida.
- ¿Jabón? -preguntó Simon con suavidad.
Dominic extendió una mano, y un trozo de jabón con un olor familiar cayó sobre su palma. Frunciendo el ceño, comenzó a extender el jabón por su pelo intentando recordar dónde había olido aquel aroma anteriormente.
- Ahora -ordenó-, explícame lo que quisiste decir cuando afirmaste que el señor de Blackthorne era víctima de una maldición.
- Su mujer era una bruja.
- He oído decir lo mismo de muchas mujeres.
Su hermano se rió secamente.
- Sí, pero lady Anna pertenecía a los glendruid.
El barón se quedó inmóvil por un instante.
- Glendruid…
- Son un clan celta -le explicó Simon-. Una especie de matriarcado, por lo que he oído.
Dominic soltó un bufido antes de deslizarse en la tina hasta quedar completamente bajo el agua, aclarando la aromática espuma. Momentos después emergió con tal fuerza que salpicó la habitación, provocando que su hermano saltara a un lado entre maldiciones.
- Continúa -pidió Dominic.
Sacudiendo el agua de su túnica con una mano, Simon utilizó la otra para poner más jabón en la palma de su hermano con la fuerza suficiente para demostrarle su desagrado por el remojón.
- La verdad es que no sé mucho más. Sólo he oído comentar que un hombre que toma por esposa a una glendruid tendrá campos que prosperen, pastos exuberantes, vasallos trabajadores y obedientes, estanques rebosantes de peces, y…
- Una vida sexual inmejorable y la vida eterna -le interrumpió su hermano, mostrándose impaciente ante una superstición tan absurda como aquélla.
- Oh, ¿has hablado ya con Sven?
Dominic le dedicó a Simon una mirada de advertencia, pero éste se limitó a sonreír ampliamente y a mirarlo divertido.
- ¿Dónde está ese clan de celtas ignorantes? -preguntó el barón secamente-. ¿Al sur, quizás?
- Eso dicen algunos. -Simon se encogió de hombros-. Otros dicen que al norte. Algunos que al este.
- ¿O al oeste? ¿En el mar, tal vez?
- Son personas, no peces.
- Eso sí que es un alivio.
Riéndose, Simon le tendió a su hermano un gran paño para que se sacara. Cuando Dominic salió de la tina, el agua resbaló como riachuelos plateados por su enorme cuerpo, cayó al suelo y se deslizó hasta alcanzar el desagüe que conducía al foso.
- El cuento de los glendruid acabará cuando instauremos la paz en estas tierras y haya herederos que se ocupen de ellas -afirmó el barón.
Simon sonrió levemente. Conocía bien la intención de su hermano de fundar una dinastía. En realidad, él pensaba hacer lo mismo.
- Ten cuidado con lo que dices en público sobre los glendruid antes de haber establecido tu poder -le advirtió-. Es una superstición muy arraigada en la población local. Y además… hay algo sobre esa leyenda que Sven no ha averiguado y que parece importante.
- Tendré en cuenta tu advertencia.
- Tu mujer es afortunada -comentó Simon-. No tendrá motivos para quejarse de su tratamiento cuando llegue el momento de tener herederos. Las muchachas del harén estaban bien entrenadas.
Por un instante, Dominic pensó en meter a Meg en su alcoba, en extender su hermoso cabello rojizo sobre las almohadas antes de abrir sus muslos y hacerla suya salvajemente. Sólo imaginar la escena hizo que su sangre ardiera.
- Para que una mujer disfrute es necesario que esté predispuesta -señaló con irritación, intentando enfriar el calor de su sangre.
- Dudo que haya una sola mujer en este lugar que no esté deseando compartir tu lecho.
- Hay una -dijo el barón secamente.
- Tu prometida.
Lady Margaret no era la mujer que Dominic tenía en mente, pero guardó silencio y se limitó a secarse vigorosamente.
- Terminará sucumbiendo tarde o temprano -le aseguró Simon tras un momento-. Es una dama; puede que no le agrade su deber, pero lo llevará a cabo. Y también está Marie…
- Sabes que sólo la traje a ella y a su compañera para que mis caballeros no causen problemas a las hijas de mis vasallos.
- Lo sé. Sin embargo, soy el único que te cree.
Dominic gruñó y continuó secándose con energía. La sola idea de que uno de sus hombres pudiera atacar a Meg hacía que la ira se desatara en su estómago.
- Advertiré de nuevo a mis hombres sobre que no deben acosar ni aprovecharse de las muchachas que no se muestren dispuestas. -Su tono no admitía réplica-. En particular, a una de cabello del color del fuego, piel suave y blanca, y ojos verdes.
Simon arqueó las cejas con muda sorpresa.
- Pensé que no te gustaban las mujeres de piel clara.
- Deberías ver a ésta -replicó Dominic.
- Esa mujer ha debido causarte una gran impresión -comentó asombrado-. Y eso no es propio de ti.
El barón se encogió de hombros.
- Es una muchacha poco corriente. Está limpia, algo que no es muy normal por aquí, y tiene la dignidad de una reina a pesar de ser una campesina.
- Tú siempre has preferido a las maduras y dispuestas.
- Es cierto.
- ¿Está ella dispuesta?
La sonrisa que Dominic le dedicó a su hermano hizo que Simon riera.
- Lo estará -afirmó-. Durante un instante tembló entre mis brazos. Tendré que seducirla con cuidado, pero fue hecha para la pasión. No existirá el invierno para el hombre que la posea. Ella…
De pronto, dejó de hablar y se volvió al escuchar el sonido de unos pasos apresurados.
- Barón -le llamó el escudero desde el otro lado de los cortinajes.
- ¿Qué ocurre? -preguntó Dominic con impaciencia-. ¿La has encontrado?
- La doncella de lady Margaret desea hablar con vos. Es muy urgente, milord.
- Maldita sea -murmuró.
Se colocó el paño con el que había estado secándose alrededor de las caderas, cogió su capa y se la puso sobre los hombros para protegerse de las heladas corrientes de aire.
- ¿Por qué será que las únicas mujeres a las que puede encontrar mi escudero son las que no deseo ver en absoluto? -farfulló.
Simon abrió la boca e intentó hablar, pero Dominic no había acabado.
- Por Dios, qué mujer más fastidiosa… -dijo entre dientes.
- ¿Es eso un sí, o un no, a la solicitud de audiencia de Eadith? -quiso saber Simon.
- Está bien, que entre -respondió el barón volviendo a hablar en un tono normal.
La sirvienta debía de haber estado escuchando cerca, pues, al instante, hizo a un lado los cortinajes y entró. Al percatarse de la semidesnudez de Dominic, no bajó los ojos, sino que lo miró con curiosidad.
- Habla -la instó el barón con irritación-. ¿Dónde está tu señora?
- Lady Margaret se siente indispuesta y os suplica que no la obliguéis a presentarse ante vos -respondió la doncella con rapidez.
A pesar del evidente nerviosismo de la viuda, Simon observó que los pálidos ojos azules de la mujer no podían apartarse de la piel de Dominic que la capa dejaba al descubierto.
El barón examinó los pálidos rasgos, el cabello rubio y los finos labios de la doncella, y se preguntó por qué sus pensamientos se veían inundados de una mujer de pelo color caoba y ojos verdes que habían huido de él tan rápido como sus esbeltas piernas se lo habían permitido. El simple hecho de recordarlo conseguía enfurecerlo.
¿Por qué ha huido de una simple caricia?
- ¿Indispuesta has dicho? -dijo el barón finalmente-. Confío en que no sea nada serio.
- Su padre está enfermo. Eso es algo serio, ¿no creéis?
- Soy su futuro esposo. -Dominic le dedicó una sonrisa irónica-. Eso también es algo serio, ¿no crees?
La fría sonrisa hizo que Eadith se estremeciera intranquila bajo los gastados pliegues de su túnica de lana.
- Por supuesto, milord.
- Saluda a lady Margaret de mi parte y transmítele mi apremiante deseo por conocerla -añadió el barón. Después le dio la espalda a la doncella y se dirigió a Simon-: ¿Recuerdas lo que hablamos?
Simon vaciló, pero Dominic alzó una ceja en muda advertencia.
Simon asintió con sequedad. Apartó a un lado las ropas que cubrían el pequeño arcón, lo abrió y sacó una pieza de joyería que descansaba sobre una brillante pila: era el regalo del barón para su reacia prometida.
- Entrégale esto a tu señora -le ordenó Dominic a Eadith.
Obedeciendo a un gesto de su hermano, Simon avanzó y dejó caer un broche sobre la mano de la viuda, que soltó un grito ahogado al sentir el peso del oro y ver la magnífica gema verde que adornaba la joya.
- ¡Es del mismo color que los ojos de lady Margaret!
Al instante, Dominic pensó en la joven que había conocido en las halconeras y entrecerró los ojos al darse cuenta de lo sucedido. Meg era demasiado orgullosa y altiva para ser la hija de un campesino. Si no hubiera estado cegado por su belleza y la turgencia de sus senos no hubiera tardado tanto en descubrir su verdadera identidad.
- ¿Es ese color de ojos común entre los vasallos de Blackthorne? -preguntó Dominic sin parecer interesado.
- No, milord. Nadie, a excepción de ella y de Gwyn, posee ese color de ojos. Es el distintivo de la sangre de los glendruid.
El barón entrecerró los ojos aún más.
Simon observaba inquieto a su hermano. Había visto anteriormente esa fría mirada en los instantes previos a unirse a una batalla. Sin embargo, allí no había enemigos armados ni cuernos de guerra instando a los caballeros a la guerra.
- Es un hermoso broche, milord -comentó Eadith-, un magnífico regalo que cualquier dama estaría orgullosa de lucir.
Los dedos de la doncella acariciaron la joya con una envidia que apenas era capaz de ocultar.
Dominic miró entonces a su hermano y éste asintió levemente.
Sin pronunciar palabra, Simon se giró, se inclinó sobre el arcón una vez más y, durante un minuto o dos, rebuscó entre el contenido. El débil e inconfundible sonido de las monedas y las cadenas de oro rozándose unas con otras resonó como un melodioso susurro en medio del silencio.
Cuando encontró lo que buscaba, Simon lanzó un gruñido, se giró hacia su hermano y le mostró otro broche.
A un gesto afirmativo del barón, su hermano se acercó hasta Eadith, cogió una de sus manos y depositó la joya sobre su palma. No había ninguna piedra preciosa en aquel broche, pero su peso daba fe de su valor. Aturdida, la viuda levantó la mirada y se encontró con los fríos ojos plateados de Dominic.
- Es para ti -confirmó el barón.
Eadith no podía salir de su asombro.
- Es evidente que los habitantes del castillo no han sido afortunados y que han sufrido la pérdida de muchos seres queridos -comentó Dominic lo más amablemente que pudo a la mujer cuyos pálidos ojos y fina sonrisa le habían desagradado desde el primer momento-. La viuda de un bravo caballero debería poseer joyas como ésa.
La sirvienta cerró la mano alrededor del broche con tanta fuerza que uno de los bordes cortó visiblemente su piel.
- Gracias, barón -dijo con voz respetuosa mientras se inclinaba ante él sin perder detalle del contenido del arcón.
- No hay de qué. -Dominic observó la dirección de la ávida mirada de la mujer, al igual que Simon, que cerró el arcón con un gesto despreocupado y dirigió a su hermano una entrecerrada mirada de desaprobación.
- ¿Deseáis algo más, milord? -preguntó Eadith.
- No. Lo único que quiero es que lleves el broche a lady Margaret en mi nombre y que le presentes mis respetos.
La doncella salió apresuradamente, como si temiera que volvieran a llamarla y le obligaran a devolver el broche. Simon esperó a estar seguro de que nadie podría oírle, y entonces se volvió hacia su hermano.
- Ahora todas las gentes del lugar sabrán lo que contienen los arcones que vieron introducir en el castillo -comentó en tono neutro.
- Es bueno que los vasallos sepan que su nuevo señor no les ahogará con impuestos y que podrá mantener un ejército que los proteja -señaló el barón.
- ¿Y las futuras esposas? -sugirió Simon-. ¿También es bueno que ellas lo sepan?
- Especialmente, las futuras esposas -respondió Dominic con violenta satisfacción-. Todavía no he conocido a una mujer cuyos ojos no brillen ante la visión del oro.
- Siempre tan hábil.
El barón esbozó una leve sonrisa al pensar en la hermosa joven de ojos como esmeraldas que se había mostrado mucho más hábil que él en las halconeras.
- No siempre, Simon. Pero aprendo de mis errores.