Capítulo 5

Meg abandonó los aposentos de su padre tan rápido que su manto de lana se alzó y se arremolinó tras ella. Tenía mucho que hacer antes de huir del castillo. Primero, debía preparar una gran cantidad de remedios medicinales para los vasallos que dependían de su ayuda, y luego, tendría que coger a hurtadillas la suficiente comida y mantas para pasar una quincena.

¿Y después qué?, se preguntó a sí misma.

No había respuesta a excepción de la obvia: cualquier cosa era mejor que ser el arma esgrimida para destruir su amado Blackthorne.

Las llamas de las velas se agitaron cuando Meg pasó junto a ellas a toda velocidad, descendiendo la estrecha escalera de caracol a una velocidad temeraria. Tan pronto como llegó al gran salón, Eadith la vio y se acercó para interceptarla a pesar de la evidente urgencia de su señora.

- Milady…

- Ahora no -la interrumpió Meg.

- Pero lord Dominic desea…

- Más tarde. Ahora tengo que preparar algunas medicinas.

Sorprendida por la insólita actitud de Meg, Eadith se quedó, por una vez, sin habla, mientras observaba cómo se desvanecía rápidamente la silueta de su señora.

Como si temiera que la doncella fuera a perseguirla, Meg aceleró el paso. Una vez en el nivel inferior al gran salón, no encontró más que sirvientes en la planta baja, y redujo el ritmo a una velocidad más razonable. Aun así, su manto todavía ondeaba y se agitaba tras ella.

Pequeñas y oscuras estancias, más similares a compartimientos de establo que a verdaderas habitaciones, se abrían a ambos lados del pasillo que la joven recorría apresuradamente. Olores de hortalizas apiladas, de toneles de cerveza, y de pescado salado y ahumado impregnaban la penumbra. También había anguilas en barriles y aves colgando de finas cuerdas. Pero por debajo del penetrante olor que desprendía la comida, podía percibirse el rico y variado aroma del herbario que había sido creado por lady Anna para secar plantas y preparar medicinas.

Los recuerdos que Meg tenía de su madre eran vividos. En muchos de ellos se encontraba con Anna en el herbario o en el jardín, escuchado su melodiosa voz describiendo cada planta y sus propiedades para sanar o calmar los pequeños dolores y enfermedades de los vasallos.

El herbario, los jardines y el baño habían sido construidos siguiendo las instrucciones exactas de Anna, pues eran lugares importantes para los rituales y la sanación en las tradiciones glendruid.

Junto a la entrada del herbario había dos mesas para prensar, picar y pulverizar hojas, tallos, flores, raíces y cortezas; todo ello se usaba para preparar las medicinas de Meg. Pequeños arcones, ollas, cuencos, morteros, cuchillos y cucharas estaban cuidadosamente dispuestos al fondo de las mesas.

A lo largo de toda la estancia, sostenidos por piedra en lugar de madera, había un estante tras otro lleno de plantas secándose o guardadas fuera del alcance de la luz, o cuencos vacíos que esperaban ser llenados con el agua fresca del manantial que brotaba en el centro del patio del castillo, pues el agua era otro de los elementos esenciales en los rituales glendruid.

Meg respiró profundamente, dejando que las familiares mezclas de aromas la calmaran y le hicieran olvidar el cargado ambiente de la estancia del lord John. Tras respirar varias veces más, sus manos dejaron de temblar y el hielo en su estómago empezó a fundirse. A la joven le encantaba la serenidad que desprendía aquel lugar, con su silenciosa promesa de aliviar dolores y sanar enfermos.

Pero nada en esta estancia puede evitar la guerra o el hambre, ni los derramamientos de sangre que vendrán.

Aquel triste pensamiento hizo que el hielo se condensara una vez más en el estómago de Meg.

- No puedo dejar que los vasallos de Blackthorne sufran ese sangriento destino -susurró mirando el herbario con unos ojos que sólo veían la muerte-. ¿Y para qué? ¡Para nada! Duncan no podrá salir victorioso. ¡Dios mío, haz que vea la verdad!

Pero al tiempo que la plegaria salía de sus labios, Meg supo que no podría cambiar lo que padre e hijo habían planeado.

De pronto, unas tranquilizadoras palabras llegaron hasta la joven llenándola de calma, como si Anna todavía estuviera con vida. Limítate a hacer lo que esté en tus manos, hija. Deja el resto para Dios.

Después de un momento, la joven se irguió, enjugó sus lágrimas e intentó concentrarse en las tareas que siempre la habían calmado en el pasado. Con lo que más disfrutaba era confeccionando fragantes ramilletes de hierbas que complacían los sentidos y al mismo tiempo evitaban que las alimañas se ocultaran dentro de los colchones. La esposa de Harry guardaba cama a causa de las complicaciones de un embarazo difícil, y estaba especialmente necesitada de algo que aliviara sus molestias.

Todo lo que Meg necesitaba lo tenía ante ella, pues había estado preparando bolsitas para el colchón en el que dormiría en su noche de bodas y que todavía estaba siendo elaborado con paja fresca; el colchón sobre el que perdería la virginidad.

Sin previo aviso, le vino a la mente la imagen de las fuertes manos de Dominic acariciando al halcón con extrema suavidad. Meg se había preguntado entonces cómo sería ser acariciada con tanto cuidado. Había recibido muy poca ternura en su vida del hombre que era su padre sólo de nombre.

Y, aunque Meg sabía que el trato al halcón había sido el resultado de un frío cálculo táctico por parte de Dominic para conseguir la victoria de la forma más rápida, su caricia había despertado en el interior de la joven un extraño anhelo por ser tratada con esa delicadeza y ternura.

Si nos casáramos, ¿me trataría así, Dominic?

Meg recordó cómo el barón había deslizado seductoramente la punta de la lengua por su labio inferior en una caricia tan dulce e inesperada, que el solo hecho de pensar en ella le provocaba escalofríos. Nunca había sentido nada igual a la caricia de Dominic. Y ni siquiera había imaginado que algo así fuera posible.

Pero, al instante, le vinieron a la memoria las palabras con las que Dominic se había ofrecido a comprarla, ignorando su verdadera identidad.

El matrimonio no tiene nada que ver con esto.

Para el barón, su unión con Meg era una mera cuestión política. Nada tenía que ver con la esperanza de los glendruid, y mucho menos con el afecto entre un hombre y una mujer.

Abstraída en sus pensamientos, dejó que un cuenco cayera al suelo, y unas hojas secas se escaparon de sus manos repentinamente temblorosas.

- Si sigues así, te pondré a arrancar malas hierbas en los jardines como si volvieras a tener seis años. -La familiar voz de Gwyn sobresaltó a Meg y se le escaparon más hierbas-. ¿Estás enferma? -preguntó la anciana, con voz súbitamente seria en lugar de burlona.

- No. Es sólo que… -La voz de la joven se apagó.

- ¿Es sólo que…?

- Hoy estoy más torpe que de costumbre.

- Tú no has sido torpe nunca.

Sonriendo, Meg se volvió y abrazó a la anciana con una urgencia que dijo más de lo que podrían expresar las palabras. El rostro ajado de Gwyn, su pelo blanco y sus sabios ojos verdes le resultaban tan familiares a la joven como sus propias manos.

- ¿Qué te ocurre, pequeña? -preguntó Gwyn finalmente.

- Mi padre…

La voz de Meg se desvaneció al recordar la rotunda afirmación del anciano negando que fuera su padre.

Ante la mención de lord John, seguida por el silencio, los pálidos ojos verdes de Gwyn se dirigieron hacia el lugar donde se guardaba un frasco de reserva de su medicina. Pero el estante estaba vacío.

- ¿Está peor? -preguntó la anciana.

- No especialmente.

- Al ver que el último frasco de su medicina ya no está, creí que había empeorado.

- ¿Su medicina? -Meg miró por encima de su hombro y se sobresaltó-. ¡No está!

- ¿No lo has cogido tú?

- No.

Nerviosa, la joven se acercó a la mesa y buscó entre los tarros, pero sólo encontró hojas y flores secas.

- Es extraño -dijo con voz tensa.

Frunciendo el ceño, salió al pasillo exterior, descolgó una antorcha y regresó al herbario. Gwyn la observó con ojos entrecerrados mientras Meg buscaba exhaustivamente en cada rincón y cada estante, mirando el contenido de los tarros y cuencos que abarrotaban la estancia.

Cuando la joven finalmente se rindió, volvió a sentir el miedo que la había invadido en los aposentos de lord John.

- ¿Ha desaparecido? -se preocupó Gwyn.

- Sí. Y el antídoto con él. Quizá Duncan los cogió para aliviar la tos de mi padr… de lord John cuando yo estaba en las dependencias de los halcones.

La anciana dijo algo en una antigua lengua. Si era una maldición o una plegaria, la joven no lo supo, pues no pudo escuchar las palabras con suficiente claridad.

- Esto no me gusta -musitó mirando a Meg-. No comentes este asunto con nadie. Ya tenemos suficientes problemas.

La joven asintió mostrando su acuerdo.

- ¿Puedes hacer más? -quiso saber Gwyn.

- De la medicina, sí. Dispongo de una gran cantidad de semillas. Pero ya sabes que el antídoto será mucho más complicado de reemplazar.

Con un gruñido, Gwyn se frotó sus doloridos nudillos.

- La humedad no es buena para ti -señaló Meg con suavidad-. ¿Te has tomado la pócima que te preparé?

La anciana parecía no escucharla.

- ¿Gwyn?

- Esta noche mi sueño ha sido intranquilo, pero no a causa de los sabañones -susurró.

Un frío ola de angustia se apoderó del estómago de Meg. Sin decir nada, esperó a oír lo que la anciana había visto en un mundo que sólo se visitaba en sueños.

«Lo que fue escrito en el pasado, sucederá en el futuro. Nadie, ningún señor ni vasallo, puede escapar. Soplan vientos de cambios, trayendo consigo el grito del cuerno de guerra y el aullido del lobo.»

Cuando Gwyn dejó de recitar, parpadeó, observó la desolada expresión del rostro de Meg, y suspiró.

- Olvida lo que he dicho y cuéntame qué sucede con lord John -le pidió la anciana en voz baja.

- Niega ser mi padre.

Extrañamente, Gwyn sonrió. Había poco de calidez o humor en la curva que trazaron sus labios. Incluso a su avanzada edad, la glendruid conservaba todos sus dientes, que seguían siendo blancos y que resplandecieron como lo harían los colmillos de un lobo, en señal de advertencia.

- ¿Te amenazó con apartarte y poner a Duncan en tu lugar? -preguntó Gwyn.

- Sólo si no me caso con su hijo.

- ¿Y qué planea para Dominic le Sabre?

- Será asesinado cuando estemos ante el altar -musitó Meg.

Gwyn exhaló emitiendo un grave silbido.

- La Iglesia no lo permitirá.

- Se recompensará su silencio con una abadía.

- Un precio pequeño para una traición así.

- No. Piénsalo -repuso Meg con amargura-. La Iglesia ha estado buscando una forma de debilitar el poder de la corona. Y si se casa conmigo, Duncan estará más en deuda con la Iglesia que con el rey. No se le excomulgaría. Y si yo sé que será así, también John lo sabe.

- John es un hombre astuto -murmuró Gwyn-. Ojalá fuera también compasivo.

- En lo único que piensa es en que su verdadero hijo herede sus tierras.

Gwyn sacudió la cabeza.

- ¿Aceptaste casarte con Duncan?

- Me negué.

- Bien.

- Pero cuando lo hice, John ordenó a Duncan iniciar la matanza de forma inmediata…

La anciana ladeó la cabeza como si tratara de escuchar más allá de los gruesos muros.

- No oigo ruidos de batalla.

Meg respiró profundamente y extendió las manos.

- Les contuve diciendo que haría lo que debía hacer.

Se produjo un silencio tan profundo que podían oírse incluso los pequeños sonidos de las llamas consumiendo la cera de las velas. Después, Gwyn suspiró.

- ¿Es cierto? -preguntó Meg finalmente.

- ¿Que no eres hija de lord John?

Gwyn asintió con toda tranquilidad.

- Él no es tu padre, pequeña. Su hermanastro era un buen hombre y tu madre acudió a él dos quincenas antes de su boda.

- ¿Por qué? -se lamentó Meg, conmocionada.

- No quería a John, pero sabía que el heredero del lobo de los glendruid debía nacer de algún modo.

- ¿El heredero del lobo de los glendruid? -se extrañó Meg-. ¿De qué estás hablando?

- De un hombre capaz de traer la paz a nuestras tierras.

- ¡Ahhh, el legendario varón glendruid! Sin embargo, nací yo. Una decepción para todos.

La anciana Gwyn sonrió y acarició la mejilla de Meg con una mano tan suave y seca como la llama de una vela.

- Fuiste una gran ayuda para tu madre, pequeña. Le gustaba el hermanastro de John, pero no estaba enamorada de él. Y tampoco sentía pasión o amor hacia su esposo. Pero a ti sí te quería. Por ti, aguantó su matrimonio hasta que los vasallos aprendieron a quererte también.

- Y después se fue al bosque para no regresar jamás.

- Si -afirmó Gwyn-. Fue una bendición para ella, Meg. El infierno no tenía nada nuevo que enseñarle después de vivir con su esposo. -Dándose la vuelta, la anciana miró al herbario sin apenas verlo, dejando que el silencio las invadiera durante unos instantes antes de continuar-: Si tan sólo su sacrificio no hubiera sido en vano… Pero temo que cuando nazca un hombre que pueda llevar el legendario lobo de los glendruid, sólo podrá heredar el viento.

- Háblame de ese lobo -le pidió la joven-. He oído a algunos vasallos murmurar sobre eso alguna vez, pero se callan cuando se dan cuenta de que les estoy escuchando.

- Es sólo un broche; un broche tan antiguo como el tiempo.

- ¿Cómo es?

- Tiene el tamaño de una mano y representa la cabeza de un lobo. Fue forjado en plata y sus ojos son gemas transparentes tan duras que ni siquiera el acero puede rayarlas -le explicó Gwyn.

- Nunca me habías hablado de él.

- No era necesario. No se podía hacer nada.

- ¿Y ahora? -preguntó Meg.

- Las cosas cambian. Una mujer astuta espera lo mejor y se prepara para lo peor.

- ¿Qué es lo peor?

- Guerra… Hambre… Enfermedad… Muerte…

Meg apenas pudo contener un escalofrío al oír sus mayores temores de la boca de la anciana.

- ¿Y lo mejor? -susurró.

- Que el hombre que lleve el lobo de los glendruid traiga la paz consigo.

Al pensar en una tierra no dividida por luchas, la joven sintió esperanza; la misma que la invadió cuando vio a Dominic tratar al halcón peregrino con tanta delicadeza.

- Cuéntame todo lo que sepas sobre el broche -la instó Meg.

- Es muy poco.

- Aun así, es mejor que nada.

Gwyn sonrió ligeramente, pero su sonrisa se fue desvaneciendo a medida que hablaba.

- Sólo los dirigentes de nuestro pueblo podían lucir el legendario broche de los glendruid. Mientras se llevase puesto, la paz y la prosperidad reinarían.

- ¿Y qué pasó?

- La envidia de un hermano… Una mujer seducida… Un amor traicionado…

Los labios de Meg esbozaron una sonrisa pesarosa.

- La historia me resulta familiar.

- Los glendruid somos simples humanos. Hace muchos años, el líder fue asesinado y el broche desapareció.

Tras decir aquello, la anciana guardó un largo silencio.

- ¿Qué pasó entonces? -insistió Meg.

- A partir del cuarto día, se desató una violencia sin límites. Reinó el caos y la población se redujo hasta casi desaparecer.

- ¿Por qué no buscaron los nuestros el talismán si significaba tanto para ellos?

La anciana se encogió de hombros.

- Lo buscaron. Pero sólo encontraron su propia codicia y nunca se volvió a ver el broche. -Hizo una pausa-. Se dice que está escondido en uno de los antiguos montículos que se encuentran en el bosque, custodiado por el fantasma de una adúltera.

Meg tenía la extraña sensación de que Gwyn le ocultaba algo, pero cuando observó la determinación en los ojos de la anciana, supo que no le iba a contar nada más.

- Me gustaría tener esa joya en mi mano ahora mismo -dijo la joven, expresando sus pensamientos en voz alta.

- No desees eso.

- ¿Por qué?

- Entregárselo a Dominic le Sabre o a Duncan de Maxwell sin saber si son los elegidos para llevarlo, traería el mismo resultado: la sangre correría por los campos de Blackthorne.

La joven emitió un pequeño sonido que reflejaba su angustia.

- Tienes razón, Gwyn. Cuando las tierras están en guerra, los nobles pueden ganar o perder, pero los vasallos siempre pierden.

- Siempre -sentenció la anciana.

- ¿Por qué no pueden los hombres ver que las tierras necesitan paz para prosperar? -reflexionó Meg-. El plan de mi padr… de lord John traerá la ruina a Blackthorne Keep y a sus gentes. Y los supervivientes de la guerra sólo vivirán lo suficiente para morir de hambre el próximo invierno.

- Eso si el rey Henry no les mata primero. Si lord John lleva a cabo su plan, el monarca y sus barones no dejarán una sola piedra en pie en todo Blackthorne.

Meg cerró los ojos. Sólo tenía un día para encontrar el modo de salvar a sus vasallos.

- ¿Qué vas a hacer, hija?

La joven miró fijamente a Gwyn, preguntándose si habría leído sus pensamientos de alguna forma.

- ¿Advertirás al barón normando? -quiso saber la anciana.

- Sería mejor y más rápido envenenar a Duncan, pero sabes que no podría hacerlo a pesar de que estoy segura de que, si fracasa, le espera la horca o algo peor. Le quiero como a un hermano y no podría soportarlo. -Frunció el ceño, pensativa-. De cualquier forma, la muerte de Duncan no cambiaría nada. Los reevers, esos malditos rebeldes, matarían a los normandos en represalia y Blackthorne estaría perdido.

Gwyn asintió.

- Margaret, eres tan astuta y dulce como tu madre. ¿Qué planeas? ¿Correr al bosque y desaparecer en él?

- ¿Cómo lo has sabido?

- Eso es lo que hizo tu madre. Pero no podrás conseguirlo. Duncan es tan astuto como tú.

- ¿Qué quieres decir?

- Ha colocado a uno de sus hombres en la torre de entrada. Eres una prisionera, y este castillo es tu cárcel.