Capítulo 10
Meg respiró tan profundamente que los cristales glendruid que estaban engarzados en el corpiño destellaron y brillaron a la luz de las velas.
- Si entendieses mis razones no me juzgarías tan duramente -dijo en voz baja.
- Me limito a observar los hechos y a juzgar de manera objetiva.
- Si tan mala opinión tienes de mí, ¿por qué accediste a casarte conmigo?
Meg supo la respuesta a su pregunta en el instante en que las palabras salieron de su boca.
- Por las tierras -se contestó a sí misma.
- Y los herederos.
- Oh, sí. Los herederos.
- Al contrario que lord John -remarcó Dominic bruscamente-, no tengo ninguna intención de criar a los bastardos de otro hombre, ni de desperdigar los míos por la campiña.
La joven se dio la vuelta con tal rapidez que hizo que la delicada tela de su vestido se elevara y arremolinara como si se tratara de niebla. Pero el normado extendió la mano que tenía libre y la agarró del brazo antes de que pudiera alejarse.
- Te haré una pregunta mucho más directa, esposa: ¿estás engendrando el bastardo de Duncan?
Meg abrió la boca para hablar, pero no pudo articular palabra. Sabía que si hubiese estado en el lugar de Dominic, ella también habría sospechado, pero, aún así, le molestó la pregunta.
- No -contestó temblorosa, manteniendo el rostro vuelto hacia un lado.
Cuando recordó el duro trato que la joven había recibido en manos de lord John, el barón movió sutilmente la mano que aferraba su brazo, transformando su gesto en una caricia que pretendía tranquilizarla.
- No sientas temor por mí, pequeña -susurró-. Nunca he abusado de una mujer.
Ella levantó entonces bruscamente la cabeza, y una sola mirada al verde fuego de sus ojos bastó al normando para saber que no era el miedo lo que la había hecho temblar.
Era la furia.
- Soy virgen -afirmó Meg con ira-. Nunca me ha tocado ningún hombre y, sin embargo, no has hecho más que insultarme.
Dominic arqueó una ceja, y tiró con despreocupada y significativa fuerza la cota de malla sobre el respaldo de la silla. Los eslabones de metal vibraron cuando la prenda golpeó la madera.
Después, en medio de un tenso silencio, el normando estudió a su reticente esposa, que permanecía a su lado sólo porque él la mantenía sujeta.
- Sólo he dicho la verdad -señaló Dominic, tajante-. ¿Estaba tu madre embarazada cuando se casó?
- Sí, pero…
- ¿Estuviste prometida a Duncan de Maxwell?
- Pero…
Implacable, el barón ignoró las vacilantes palabras de Meg.
- ¿Acaso me advertiste de lo que me esperaba en la iglesia?
Un estremecimiento recorrió el esbelto cuerpo de la joven.
- No -reconoció ella en voz baja.
- ¿Por qué? ¿Acaso fue el afecto que hay entre tú y ese bastardo lo que te impidió avisarme de que iba a ser asesinado?
La mano del brazo cautivo de Meg se movió en un gesto de impotencia que acabó tan pronto como empezó.
- Habrías ahorcado a Duncan -susurró-. Y yo no habría podido soportar ser la responsable de su muerte.
La boca del barón se endureció cuando escuchó la confirmación de lo que temía.
- Ahorcar a Duncan hubiera supuesto la guerra -continuó Meg- una guerra a la que los vasallos de Blackthorne no hubieran sobrevivido.
Dominic gruñó.
- Mi pueblo… -La voz de la joven se apagó en el instante en que un leve temblor atravesó su cuerpo. Estaba tan tensa que parecía a punto de romperse-. Mi pueblo necesita disfrutar de un tiempo de paz para poder ocuparse de sus hijos y sus cosechas. -Levantó la cabeza y se enfrentó a la dura mirada del normando-. Lo necesitan. ¿Puedes entender eso?
En silencio, Dominic estudió los asombrosos ojos verdes de la mujer que estaba frente a él, suplicando con arrogancia por las vidas de sus vasallos. No por la suya propia. Ni por la de Duncan.
Por la de sus vasallos.
- Sí -respondió finalmente-. Eso puedo entenderlo. Cualquiera que haya sufrido una guerra puede comprender el anhelo de la paz. Por esa razón regresé a Inglaterra. Para poder ocuparme de mis hijos y de mis tierras en paz.
El aire se escapó entre los labios de Meg en un largo suspiro.
- ¡Oh, Dios mío! -exclamó la joven-. Cuando te vi acariciar al halcón con tanta delicadeza, tuve la esperanza…
Su voz se debilitó uniéndose al suave susurro de las llamas en el hogar. Pero Dominic, con unos dedos endurecidos por la batalla, obligó a Meg a volver el rostro hacia él.
- ¿De qué tuviste la esperanza? -preguntó.
- De que tú no fueras el diablo sediento de sangre que los rumores aseguraban que eras. Que hubiera bondad en ti. Que…
Las palabras de la joven se vieron interrumpidas por la sensual presión que ejercía el pulgar de Dominic al deslizarse por su labio inferior.
- Continúa -la instó.
- No puedo pensar… cuando tú…
- ¿Cuándo te hago esto? -inquirió, al tiempo que repetía la lenta caricia.
Meg asintió levemente. Ese pequeño movimiento bastó para trasladar la caricia a su labio superior y la joven abrió los ojos de par en par ante la inesperada sensación que la recorrió. Sin pensarlo, intentó echarse hacia atrás, sólo para descubrir que el otro brazo de Dominic la rodeaba manteniéndola cautiva.
- No te resistas a mí, pequeña. Soy tu esposo. ¿O acaso no te gusta que te toque?
- Es… es sólo que no esperaba que me trataras con tanta amabilidad.
- ¿Por qué?
- Porque piensas mal de mí -respondió la joven.
- Sólo sé de ti lo que me han contado. Para cambiar de opinión, tendría que conocerte mejor, ¿no crees?
Meg parpadeó nerviosa. Dominic casi podía ver cómo ella daba vueltas a sus palabras en su mente, intentando descubrir si eran sinceras o no… sopesándolas casi tan cuidadosamente como él lo había hecho con cada una de sus propias acciones.
- Cuando puedas ver en mi interior -le aseguró la joven después de un momento-, descubrirás que puedes confiarme tu honor.
Él emitió un sonido neutro y volvió a acariciar los labios femeninos con su pulgar, haciendo que el corazón de Meg latiera con una fuerza atronadora.
- Eres tan frágil… -susurró Dominic con voz profunda.
- Tú no.
El barón alzó una de las comisuras de su boca, en un gesto de divertido asentimiento. En aquel momento, no había ni una parte de su cuerpo que no estuviese en tensión. Estar tan cerca de su bella esposa tenía un poderoso efecto sobre él.
- Tu mano -explicó Meg, sin comprender la diversión de Dominic-, está endurecida por la guerra, pero aún así, me acaricias con delicadeza. Me siento como debió sentirse el halcón peregrino el día que nos conocimos.
- Esa idea se me ha pasado por la cabeza -admitió el barón sonriendo lentamente.
La joven miró el fuego que ardía en los ojos grises de su esposo, y la imagen fue tan cautivadora, que no se atrevió a mirar más allá, pues no deseaba ver los calculadores pensamientos que se ocultaban tras ellos. Se sentía aturdida por la sensación de alivio que la invadía; de todas las cosas que había esperado de su noche de bodas, ninguna incluía ser tratada con tanta suavidad.
- ¿Todavía te pongo nerviosa?
- Sí -admitió.
- Necesitas acostumbrarte a mí -susurró él-. ¿Debería mantenerte en una estancia oscura como a mi halcón, con los ojos cuidadosamente tapados para que nada sea real para ti a excepción de mi voz, mi contacto, mi aliento…?
Cuando Meg se dispuso a responderle, Dominic acarició sus labios con el dorso de la mano con la levedad de un suspiro y después la posó sobre su cuello, dispersando los pensamientos de la joven antes de que pudiera hablar.
- No -dijo él, contestando a su propia pregunta-. No permitiría que ni siquiera la seda más fina ocultara la belleza de tus ojos.
El contacto de la fuerte mano masculina sobre su garganta arrancó de Meg un gemido de sorpresa.
- No te haré daño -la tranquilizó-. Eres demasiado delicada y frágil como para tratarte con rudeza. Cierra los ojos y limítate a sentir, pequeña. Deja que te toque hasta que ya no sientas miedo de mis manos.
Mientras hablaba, Dominic continuó con aquellas caricias, tranquilizadoras y perturbadoras al mismo tiempo, que hacían que cada terminación nerviosa de la joven vibrase ante el sutil contacto.
Lentamente, Meg fue cerrando los ojos, renunciando a la clara visión que una mujer glendruid tiene del alma de un hombre. Durante unos largos minutos, sólo se oyó el susurro de las llamas y el suave gemido que escapó de sus labios entreabiertos a causa del placer recién descubierto.
- Me hace sentir como si mi piel ardiera -musitó ella al fin.
- ¿El qué?
- Tu tacto.
La sonrisa de Dominic no era en absoluto tan tierna como las puntas de sus dedos, pero Meg no tenía los ojos abiertos para poder captar la diferencia.
- Tu piel es incluso más suave que la seda -comentó el normando en voz baja.
Una sonrisa bailó en los labios de Meg hasta que los dedos del barón se deslizaron por su garganta, para recorrer la hilera de cristales glendruid que descansaba sobre sus pechos.
- Con cuidado, mi pequeño halcón -le advirtió Dominic en voz baja-. O pronto te confiarás a mi brazo.
- Ni siquiera tu fuerza podría sujetarme si dejara caer todo mi peso sobre tu muñeca.
El normando se rió y la alzó con un solo brazo, lo que hizo que Meg abriera los ojos sorprendida.
- No pequeña, no abras los ojos. -Su voz era ronca, hipnótica-. Siente mis caricias como lo haría un halcón recién capturado.
Al tiempo que hablaba, Dominic se inclinó y acarició los párpados de Meg con la punta de su lengua, cerrándole así los ojos.
Aquello dejó a la joven sin aliento. Para cuando se recuperó, él ya se había sentado en la gran silla que había pertenecido al abuelo de John, y ella estaba sobre el regazo de su esposo, con las piernas sobre uno de los brazos de la silla. Sintiéndose nerviosa de pronto, se movió inquieta solo para ser refrenada por las manos de Dominic.
- Eres un halcón, ¿lo recuerdas? -susurró-. Así es como nos conoceremos el uno al otro.
Al escuchar sus palabras, la tensión desapareció lentamente del cuerpo de Meg. Sin dejar de acariciarla en ningún momento, Dominic echó hacia atrás su larga melena, dejando que cayera como una cascada de fuego sobre el brazo de la silla hasta el suelo.
Meg emitió un entrecortado sonido que pudo ser una risa nerviosa o un trémulo suspiro, o quizá las dos cosas a un tiempo. La silenciosa intimidad y las inesperadas caricias le robaban las fuerzas, dejándola aturdida. Sentía su cuerpo tenso y lánguido al mismo tiempo, ardiendo con un calor desconocido. En el espacio de unos pocos minutos, Dominic le había dado más placer del que había esperado recibir de un hombre en toda su vida.
Desconcertada, descubrió que deseaba más. Con la misma certeza con que había percibido el dolor bajo el implacable autocontrol de su esposo, en aquel momento, Meg supo que existía un fuego hambriento, agitado, turbulento… en el mismo centro de su propio ser. Nunca había imaginado que algo así habitara dormido en su interior. Era como mirarse en el espejo y ver a una extraña inquietante y fascinante al mismo tiempo.
Sin ser consciente de ello, la joven se acomodó aún más en el abrazo de Dominic. La reveladora relajación del cuerpo femenino hizo que el normando se sintiera atravesado por una extraña sensación, mezcla del frío triunfo y un ardiente deseo. Su poderoso cuerpo estaba duro, rebosante, agitándose con cada rápido latido de su corazón mientras sus dedos recorrían la línea que dibujaba el pómulo de Meg, la columna de su frágil cuello, el hueco de su garganta…
La joven sonrió como si a través de sus ojos cerrados pudiera ver la evidencia de la excitación de su esposo, luchando contra el suave lino de su ropa interior.
- ¿Estás mirando? -preguntó Dominic con voz ronca.
- No, pero me gustaría.
A él también le atrajo la idea.
Despacio, se advirtió a sí mismo. No puedo tomarla hasta estar seguro de que no está embarazada.
Pero sólo pensar en sentir las elegantes y delicadas manos de Meg sobre su piel, arrancó al normando un áspero gemido de deseo e impaciencia.
- ¿Te estás riendo? -desconfió Meg, irguiéndose.
- No. ¿Me reiría de un fiero halcón peregrino amansado por el tacto de su dueño?
El placer que surgía serpenteante a través de la voz de Dominic, cautivó a la joven, haciendo que sonriera y que volviera a descansar tranquila en su regazo. El calor del cuerpo masculino la envolvía atrayéndola con una fuerza extraña. Sin ser consciente de ello, Meg estaba sucumbiendo a la seducción del hombre que estaba haciéndola su prisionera en un calculado hechizo de placer.
- Nunca antes había sentido esto -confesó turbada.
Dominic bajó la mirada hacia las largas pestañas de color caoba oscuro, su cremosa piel y los labios rosados suavemente entreabiertos. Estaba respondiendo a él con una dulce sensualidad tan inesperada como el fiero deseo que despertaba en su cuerpo; un deseo que lo atravesó con una violencia que amenazó con abrir una brecha en su autocontrol.
Necesitaba hacerla suya. Hundirse en su suavidad. Apoderarse de su dulzura. Pero Dominic combatió sin piedad la salvaje pasión que Meg había despertado en él tan inesperadamente.
- Dime lo que sientes, pequeña -le pidió cuando pudo confiar en que su voz no revelaría su manifiesto deseo.
- Fuego en mi interior. Tú… tú me haces arder. -Su voz temblaba.
- ¿Es doloroso?
- ¡Oh, no! Es como sentir la luz del sol después de un largo invierno.
- Entonces, acércate más. Apoya tu cabeza sobre mí. Conoce mi aroma, el sabor de mi piel.
Tras unos segundos de vacilación, Meg cedió a la delicada presión de la fuerte mano contra su cabeza. En silencio, frotó la mejilla contra el pecho masculino, cubierto por la camisa de cuero. La textura de la prenda era áspera y delicada al mismo, y se adaptaba a él de la misma forma que lo hacía su propia piel. Cuando la joven se dio cuenta de lo claramente que podía percibir la forma y potencia de sus músculos, la recorrió un extraño temblor.
- Tienes frío -susurró Dominic-. Deja que te dé calor.
La pasión que hervía en su sangre hizo que la voz del normando sonara grave, casi ronca. Por un instante, temió que eso despertara dudas en su esposa. Él no deseaba eso. No cuando ella estaba rindiéndose sin oponer resistencia en la sensual batalla que se estaba librando, atrapada en una emboscada de hábiles caricias procedentes de un hombre del que sólo había esperado golpes.
El repentino roce de la boca de Dominic sobre la suya asustó a Meg. Sus ojos se abrieron, llenos de sombras, sólo para volver a ser cerrados con intensos y rápidos besos. En un silencio lleno de susurros, los labios del normando recorrieron el delicado rostro femenino al igual que lo habían hecho las puntas de sus dedos.
- Eres tan bella…
Meg se quedó sin respiración cuando el normando tomó su labio inferior entre los dientes y pasó la lengua por él. La caricia acabó casi antes de empezar, pues Dominic se apartó enseguida, dejando tras él poco más que un cautivador rastro de su sabor. Aturdida, la joven recorrió con la punta de la lengua el lugar donde sus dientes y su lengua la habían tocado.
Las garras de la pasión se hundieron con más fuerza en la necesidad de Dominic, endureciendo todo su cuerpo cuando intentó luchar contra un deseo que se estaba volviendo incontrolable por momentos. Había esperado muchas cosas de su esposa, pero no una ingenua pasión que consiguiera enardecerlo como ninguna mujer lo había hecho nunca.
- ¿Te ha dolido?
- No.
- Diste un respingo.
- Es que no dejas de sorprenderme -reconoció trémula-. Ya no sé qué esperar.
La sonrisa de Dominic fue una fiera muestra de victoria; un oponente que era fácil de sorprender, también era fácil de derrotar.
- ¿No te ha gustado? -quiso saber.
La joven asintió con la cabeza al tiempo que volvía a lamerse lentamente el labio inferior.
- Tu sabor me recuerda el del limón escarchado.
- Es sólo un dulce turco.
- El dulce que probé esta tarde no sabía tan bien -afirmó ella.
- La próxima vez, escoge el más amarillo.
- La próxima vez haré que lo pruebes antes.
- ¿Y luego lo saborearás en mí? -La voz del normando poseía notas de pasión contenida.
La idea sorprendió e intrigó tanto a la joven que abrió los ojos. En la tenue luz de la estancia, eran de un verde tan oscuro que casi parecían negros. Pero, a pesar de que lo intentó, apenas pudo ver nada de su esposo a excepción de sus fuertes hombros y su firme mandíbula.
- ¿Es eso… apropiado? -balbuceó ella.
El barón estuvo a punto de decir en voz alta que Duncan de Maxwell había sido bastante zafio en su seducción, pero se contuvo justo a tiempo. En ese momento, lo último que deseaba era que Meg se pusiera a la defensiva. No estaba seguro de poder controlarse y soportar otra sesión de diplomacia esa noche. Ni siquiera cuando era un simple escudero había sentido tal grado de excitación.
- No sólo apropiado -dijo Dominic, acomodando con cuidado a la joven para que su trasero descansara en su rígida erección-, sino que es enormemente placentero.
- ¿Por qué…?
- Mójate los labios.
Ella obedeció bajo la intensa mirada del normando.
- ¿Qué has sentido? -le preguntó.
- Pues… -Frunció el ceño-. En realidad, nada. Tenía los labios secos y, luego, se me humedecieron.
Él le dirigió una inquietante sonrisa mientras se inclinaba sobre ella.
- Dime lo que sientes ahora -susurró.
Con exquisito cuidado, Dominic dibujó su boca con la punta de la lengua. No pretendía hacer nada más, pero sucumbió ante el perplejo sonido que la joven dejó escapar, sus trémulos labios entreabiertos, la calidez del aliento femenino… Y, rindiéndose a sus sentidos, introdujo la lengua en su boca con más suavidad que la que él deseaba y con menos de la que era sensata en aquella etapa de la seducción.
Por un instante, sentir la lengua de Dominic en su boca asustó a Meg. Un segundo después, cedió a las ardientes e inesperadas sensaciones que la atravesaron y entrelazó su lengua con la suya. Sabía a sal y masculinidad.
Aprovechándose sin piedad del abandono de su esposa, el normando puso la mano en la nuca de Meg y la obligó a echar la cabeza hacia atrás para poder besarla más profundamente.
La joven, demasiado sorprendida para moverse, se quedó paralizada durante un momento, pero el primitivo ritmo del beso y el torrente de calor que se derramó en su sangre, la incitaron a perderse en el mundo lleno de pasión que Dominic estaba creando para ella.
Un sonido ahogado desgarró la garganta del barón. Quería sentir cómo las curvas de los senos de Meg reaccionaban a sus caricias, pero quitarle el ceñido corpiño supondría poner fin al beso y no estaba dispuesto a ello.
Impaciente, recorrió con su mano el palpitante cuerpo femenino hasta llegar al dobladillo del vestido. Despacio, introdujo la mano bajo la tela y sintió en su palma la calidez de las piernas de su esposa bajo las medias. Con la misma paciencia que había mostrado con el halcón, el normando la acarició alternando ternura con fiereza, subiendo cada vez más y más, sin dejar de estar atento a sus reacciones a pesar de que la sangre le hervía en las venas.
El beso se volvió más profundo cuando la boca de Dominic tomó plena posesión de la de su esposa, convirtiéndola en su cautiva. Meg, guiada únicamente por su instinto, se movió contra él mientras leves temblores se apoderaban de su cuerpo, en respuesta a la callada sensualidad de la fuerte mano masculina que la recorría.
Dominic sabía que debía parar aquello, que ya debería haberlo hecho, que estaba cayendo bajo el dulce y sensual hechizo de su esposa. Pero no podía negarse a sí mismo volver a acariciar la cálida pierna de Meg, los ocultos pliegues de la rodilla, la cara interna de sus sedosos muslos.
Cedió a la tentación y llegó a la cima de sus muslos, buscando con dedos inquietos la abertura en la fina ropa interior que guardaba los cálidos secretos de la feminidad de Meg, donde comenzó una lenta exploración de sus húmedos y acogedores pliegues. Con suavidad, introdujo uno de sus enormes dedos en su interior, pero al comprobar su estrechez, lo retiró y siguió con sus torturadoras caricias.
Asustada al sentir la repentina invasión de los dedos de Dominic, la joven se puso rígida y separó su boca de la de su esposo. Él apenas se dio cuenta de su pequeño forcejeo, centrado como estaba en la seductora humedad que podía sentir en la palma de su mano. El saberse vencedor en aquella batalla sensual, hizo que el cuerpo del normando se tensara aún más y que un gruñido de fiera necesidad se escapara de sus labios.
Es demasiado pronto. Todavía no debo hacerla mía.
Apelando a los últimos rastros de su autocontrol, Dominic apagó a duras penas el intenso fuego que había consumido sus venas. Cuando por fin lo consiguió, levantó la cabeza y miró fijamente a su esposa.
Meg le estaba observando con unos enormes ojos verdes que todavía aparecían velados por la pasión recién descubierta. Sus labios, brillantes y entreabiertos, expresaban tanto conmoción como placer, y sus generosos pechos subían y bajaban al ritmo de su entrecortada respiración.
Dominic deseaba verla completamente desnuda, sin que el vestido ocultase el anhelo que la hacía humedecerse por él, sentirla expuesta e indefensa a su mirada, abandonada a sus caricias. Sólo imaginárselo fue suficiente para casi hacerle estallar.
Lentamente, empezó a subir los pliegues de su vestido plateado, deseoso de ver cumplido su deseo.
- Dominic…
- Shhh… Tranquila, soy tu esposo -musitó-. Debes acostumbrarte a mis caricias. ¿Acaso te he hecho daño alguna vez?
- No, pero…
- ¿Crees que tengo intención de hacerte daño esta noche?
- No -admitió ella en voz baja.
- Entonces, entrégame lo que cualquier otro esposo tomaría sin más.
Despacio, las piernas de Meg se relajaron aunque le fue imposible dejar de temblar.
El vestido plateado siguió subiendo, desvelando el tembloroso cuerpo femenino y Dominic no pudo reprimir una sonrisa triunfal mientras admiraba el elegante arco del pie de la joven, la femenina curva de su pantorrilla, y el suave vello del color del fuego que asomaba entre la abertura de la ropa interior que él mismo se había encargado de agrandar.
Todo lo que ansiaba el normando parecía muy cercano. Meg estaba completamente a su merced, junto con la tierra y los herederos; todo aquello que le había mantenido cuerdo durante la brutalidad de la Guerra Santa estaba ya a su alcance.
- La maldición de John fue en vano -dijo satisfecho-. Después de todo tendré hijos tuyos.
Hijos.
Aunque la razón le decía a Meg que su deber era proporcionarle a su esposo herederos si podía, se sintió herida al saber que no sería más que un mero instrumento que Dominic utilizaría para alcanzar sus objetivos. Mientras que ella había sentido en su alma un fuego dulce e intenso, él había llevado a cabo una calculada seducción sólo como medio para conseguir sus fines.
- ¡No!
Meg no se dio cuenta de que se había movido hasta que vio sus propias manos tirando de su vestido de boda, intentado volver a bajar los vaporosos pliegues para cubrirse las piernas.
- Tranquila, pequeña. -Dominic sonrió creyendo que la joven sentía un repentino ataque de timidez-. Sólo quiero ver la prueba de tu deseo.
- ¡No te deseo y nunca lo haré! -le espetó Meg.
Al sentir la frialdad de su voz, el normando la miró a los ojos, y ambos se midieron mutuamente.
Con dureza, Dominic se recordó a sí mismo que no debía tomarla a pesar de su reto. Todavía no. Pero al menos ahora estaba seguro de algo: si había tenido relaciones con el bastardo escocés, había sido en contadas ocasiones. La estrechez de su interior así lo indicaba y él apenas podía esperar para adentrarse en ella y hacerla completamente suya.
Al ser consciente de estar llegando al límite y de que su capacidad de control amenazaba con resquebrajarse, se quedó sorprendido como jamás lo había estado y dejó caer el vestido plateado como si le quemara entre los dedos.
- Ahora ya lo sabes -rugió él ferozmente.
- ¿Que quieres mi cuerpo sólo para engendrar herederos? ¡Sí, mi frío señor normando, lo sé muy bien!
Dominic miró el rostro enfurecido de Meg y tuvo que contenerse para no tomar en ese mismo instante lo que ella claramente había deseado darle hacía unos minutos.
- No, mi apasionada hechicera -dijo en voz baja-. Lo que ahora sabes es que puedo hacer que me desees.
- ¿Qué quieres decir?
La fuerte mano masculina se deslizó suavemente bajo el vestido una vez más, venciendo la resistencia de Meg con insultante facilidad, y sus dedos acariciaron de nuevo el centro de su feminidad.
- Tu cuerpo clama por mí -afirmó Dominic entre dientes-. ¡Tu humedad te delata!