Capítulo 18
A Simon le costó entender la causa de la desesperación de la joven, pero cuando por fin lo hizo, tuvo que disimular una sonrisa triunfal y trató de tranquilizarla.
- No, Meg. Lo has salvado.
- ¿Estás loco? ¿Es que no oyes esos balbuceos?
- Sí. Y nunca pensé que me gustaría tanto escuchar la lengua de mis enemigos.
Ella lo miró temiendo que también él hubiera perdido el juicio.
- Está hablando en turco -dijo Simon soltando una carcajada de alivio.
Meg sonrió con cierta indecisión mientras observaba al guerrero rubio que tanto le recordaba a su esposo.
- ¿Turco? -preguntó cuando él dejó de reírse-. ¡Así que lo que dice significa algo!
- Sí.
- ¿Y qué dice?
Simon escuchó con atención, dudó un segundo, y luego lanzó a Meg una mirada ligeramente divertida.
- Ehh… habla de los antepasados de cierto sultán.
- ¿Los antepasados?
- En cierto sentido, sí. Burros, mandriles, cieno y… ehh… excrementos.
- No entiendo nada -estalló exasperada-. Tienes menos juicio que tu hermano.
Una sonrisa cruzó el rostro de Simon, aumentando su parecido con Dominic y haciendo que la joven recordara cuánto temía no volver a ver jamás la sonrisa de su esposo. Llevaría con gusto los cascabeles y comería de su mano durante todo un año si con eso recuperaba la cordura y la salud.
- El sultán no se caracterizaba precisamente por su bondad le explicó entonces el normando.
De pronto, un torrente de palabras procedente de la cama hizo que ambos centrasen su atención en el enfermo. Lo único que la joven pudo entender fue el nombre de Simon, pero la clara angustia de su esposo no necesitaba de palabras para hacerse entender.
- Descansa, Dominic. -Meg se dirigió a él en un tono claro y calmado, mientras se sentaba a su lado y le cogía la mano con ternura-. Estás a salvo.
- ¡Simon! Han capturado a Simon. -Aunque hablaba en voz baja, el lamento de Dominic tenía la urgencia de un grito.
Simon tomó la mano libre de su hermano y la apretó, intentando trasmitirle su fuerza.
- Estoy aquí -le tranquilizó-. Me rescataste de ese maldito agujero. Estoy a salvo, hermano, y tú también.
Dominic gimió de nuevo, pero poco a poco, la calma se apoderó de su cuerpo.
- ¿Qué pasó en Jerusalén?-preguntó Meg en voz baja.
- Me capturaron junto a otros once hombres y nos entregaron a un sultán con un nombre que ninguno de nosotros sabía pronunciar. Era peor que el mismo diablo, pero Dominic nos rescató.
- No debió resultarle fácil.
- No. -Hizo una pausa como si le costara hablar-. En absoluto.
La joven observó con atención a Simon, presintiendo que algo oscuro y terrible se escondía tras sus palabras.
- ¿Qué quieres decir?
- Al sultán no le interesábamos ni yo ni los otros once hombres. Solamente había un infiel cuyo valor quería poner a prueba.
- ¿Dominic? -susurró Meg.
Simon hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
- Así es. Dominic le Sabre.
- ¿Qué ocurrió?
- Mi hermano se entregó al sultán a cambio de nosotros.
- Dios mío -gimió asombrada.
- Dios no tenía mucho que ver con el sultán. No he conocido a nadie más cruel. -Guardó silencio un momento, y después continuó-: Hay hombres que disfrutan con las mujeres. A algunos les gustan los niños. A otros les gusta hacer sufrir. Aquel hombre vivía para destruir a aquellos a los que consideraba más fuertes que él y había diseñado una asombrosa variedad de herramientas con ese propósito.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Meg.
- La mano que sostienes lleva la marca del sultán -siguió Simon-. Si tu matrimonio fuese normal, habrías visto muchas más cicatrices en el resto de su cuerpo.
Meg bajó la vista y observó con detenimiento a su esposo. Su mano era mucho más grande que la de ella, más fuerte, encallecida por el uso de la espada; y, aun así, a pesar de todo, él la había acariciado con una suavidad exquisita.
Despacio, la joven trazó con las yemas de los dedos las cicatrices que marcaban el dorso de la mano de Dominic. Cuando llegó a los dedos, dejó de respirar. Había visto suficientes accidentes con hachas o piedras como para reconocer las señales de dedos rotos que no habían sido adecuadamente curados. Y en cuanto a las uñas, todas presentaban signos de tortura. La penumbra en la que la había mantenido cautiva y la sensualidad en la que la había envuelto cada vez que estaban juntos, habían evitado que se diese cuenta de ello hasta aquel momento.
- Es lo mismo en la otra mano -dijo Simon-. Y, créeme, arrancarle las uñas fue lo menos doloroso que le hizo.
Meg ahogó un grito de angustia y acarició la mano de su esposo con una ternura conmovedora, como si de esa forma pudiese eliminar las crueldades del pasado.
- ¿Cómo consiguió Dominic la libertad? -inquirió ella con un susurro ronco, después de unos minutos.
- Cuando se corrió la voz de lo que había ocurrido, se reunieron caballeros de todos los ejércitos a más de cien kilómetros a la redonda. Para cuando terminamos, no quedaba en pie ni una piedra de la ciudadela donde había estado prisionero.
- ¿Qué fue del sultán?
- Estaba muerto cuando lo encontramos.
Una vez más, fue el tono de voz de Simon, más que sus palabras, lo que llamó la atención de Meg.
- ¿Cómo? -La fría sonrisa del normando hizo que la joven esperara la respuesta conteniendo la respiración y sintiendo que la sangre se congelaba en sus venas.
- Es difícil de saber. Cuando entramos en el palacio y rescatamos a Dominic se produjo un gran revuelo. Mi hermano consiguió burlar la guardia del sultán, lo arrastró hasta las habitaciones de las mujeres y lo encerró allí. -Hizo una pausa significativa-. Todos sabíamos que a ese maldito sultán le gustaba disfrutar de su harén cuando no tenía nuevos infieles a los que torturar.
Simon observó la conmoción en el rostro de Meg y sonrió de nuevo.
- Mi hermano es el mejor estratega que conozco -le explicó-. Sabía que nada de lo que pudiese hacer al sultán hubiera sido ni la mitad de cruel o imaginativo que el castigo impuesto por unas concubinas que habían sido torturadas durante años.
El silencio se impuso entre ellos mientras Dominic se agitaba y gemía, maldiciendo en inglés y en turco contra un caballero llamado Robert.
- ¿De quién habla? -preguntó Meg, mirando a Simon.
- Robert era uno de nuestros caballeros. Un mal día conoció a Marie, la joven normanda que trajimos con nosotros. Al principio todo fue bien, pero a ella le gustaba divertirse con otros hombres. Robert creyó que Dominic era uno de ellos y nos condujo a una emboscada.
- ¿Hirieron a mi esposo?
- Sí. Cuando se recuperó retó a Robert, lo mató y ofreció a Marie su protección para evitar que sus caballeros lucharan por ella.
Los labios de Meg se convirtieron en una fina línea al descubrir cómo aquella mujer había llegado a ser la amante de su esposo.
- ¡Qué inteligente por parte de Dominic! -señaló, mordaz-. Sacrificarse así por el honor de sus caballeros…
- La otra alternativa era venderla a algún sultán; y eso no hubiera sido muy noble, ¿no crees?
- ¿Y por qué no? -le rebatió-. Por lo que he podido ver, no creo que ese destino le hubiera desagradado.
- Deberías estarle agradecida. -La mirada de soslayo que Meg le dirigió a Simon hizo que éste tuviera que esforzarse por no sonreír-. Sin Marie y, por supuesto, Eadith, los hombres de mi hermano estarían sembrando el caos entre las reacias doncellas de la fortaleza. Los normandos no somos muy populares por aquí.
- Danos tiempo -adujo Meg con sequedad-. Dominic cuenta con un buen número de caballeros fornidos, atractivos y tozudos. Estoy segura de que las doncellas cederán pronto.
- ¿Eso crees?
- ¿Por qué no? A oscuras es imposible distinguir a los normandos de los escoceses o de los sajones.
Simon rió abiertamente.
- Harás de Dominic un hombre feliz, Meg. Le vendrá bien. Algo pareció morir en él en Tierra Santa.
Con una leve sonrisa, la joven se dio la vuelta y vertió agua en el cuenco de metal. Cuando el borde metalizado rozó los labios de su esposo, éste se apartó sacudiendo la cabeza con impaciencia.
- Puede que mi hermano esté enfermo -comentó Simon con un ligero aire burlón-, pero no es estúpido. Estoy seguro de que preferiría recibir el líquido de tus labios.
El rubor tiñó las mejillas de Meg mientras tomaba un trago de agua, se inclinaba sobre su esposo y le ofrecía la bebida de sus labios. No hubo necesidad de persuadirle para atraer su atención. En cuanto su boca rozó la de él, se volvió hacia ella con avidez y, hasta que no hubo bebido dos cuencos enteros, no volvió a estar inquieto y a delirar.
Aquella vez habló en inglés, pero la joven hubiera deseado no entender lo que decía.
- … matanzas sin fin. James, muerto. El pequeño John, muerto. Ivar el Pagano, muerto. Stewart el Rojo…
Mientras Dominic parecía recitar una extraña e inquietante letanía llena de sangre y muerte, Meg le acariciaba el pelo con ternura como si intentara apaciguar a un niño con fiebre.
Pero no era la fiebre lo que consumía a Dominic, y tampoco era un niño. Era un hombre que había conocido la sangre derramada en la batalla, la confusión de las lanzas y los caballos de batalla entremezclándose con los hombres a pie, el lento desgaste de asedios y enfermedades hasta que los niños morían de inanición y las mujeres peleaban por un pedazo de comida.
El barón siguió recitando la lista de hambrientos, mutilados y muertos repetidamente hasta que Meg pensó que gritaría si escuchaba un solo nombre más.
- ¡Debe haber paz!
Por un momento, la joven pensó que había sido ella misma quien había gritado, pero otro grito interrumpió sus pensamientos.
- ¿Me oyes, hermano? ¡Debe haber paz!
- Sí -respondió Simon con claridad-. Tranquilo, traerás paz a tu tierra. Lo conseguirás.
Cuando Dominic gritó de nuevo, Simon respondió de la misma forma, tratando de llegar más allá del delirio del veneno para que su hermano pudiera descansar.
El dolor que su esposo siempre ocultaba cuando tenía control sobre sí mismo, desgarró el corazón de Meg, también atormentado por la maldición glendruid.
Sea cual sea el motivo que le impulsa, Dominic siempre me ha tratado con justicia y se ha mostrado tierno conmigo. Y a pesar de desear tanto un hijo, en vez de exigírmelo, trata de cautivarme.
Podría haber dado muerte a todos los sajones de la fortaleza por traicionarle, y aún así, se contuvo. Quiere la paz no la guerra. Dios mío, ojalá tuviera el poder de concederle a mi esposo su mayor deseo.
Pero Meg no podía y era muy consciente de ello. Los hijos de una glendruid sólo podían nacer del amor correspondido. Puede que ella lo deseara, que sintiera compasión por su sufrimiento, que respetase su inteligencia, disciplina y ambición, que lamentara lo que hubieran podido tener juntos si ella no supiese lo que él pretendía. Puede incluso que ya lo amara, pero nunca podría tener hijos si él no le correspondía. Simplemente estaba más allá de su capacidad… No existía amor en Dominic para ella.
Llena de angustia, atrajo la poderosa mano masculina hacia sus labios y la mantuvo allí mientras lágrimas que no podía contener se deslizaban desde sus mejillas a los dedos de él. Todas las esperanzas de su esposo eran vanas, al igual que las suyas. Ella era como todas las mujeres glendruid que la habían precedido.
Estaba maldita.
- Dominic cambió tras haber sido prisionero del sultán -dijo Simon de pronto en voz baja, rompiendo el hilo de los pensamientos de la joven-. Siempre había sido un guerrero sensato, pero se volvió tan brillante como absolutamente implacable. Planeaba cada batalla con sumo cuidado, no sólo para ganar, sino para hacer el menor daño posible en el proceso. Sin embargo, cuando destruía algo… -su voz se desvaneció por un momento y luego cobró fuerza-…lo hacía de tal manera que dudo que nunca volviera a recuperarse.
Meg acarició con los labios la palma de la mano de Dominic.
- Ahora habita en él una desconcertante frialdad -continuó el normando-. Muestra clemencia con los que actúan con inteligencia, sin importarle lo mucho que le hayan provocado, y no tiene piedad con los que actúan sin pensar, por mínima que sea la ofensa.
En silencio, la joven volvió a besar la palma de la mano de su esposo, preguntándose si mostraría clemencia con ella o si no tendría piedad al juzgarla por faltar a su palabra de permanecer en sus aposentos.
- Cuando mi hermano se alejó de los dominios del sultán que él mismo arrasó -siguió Simon, juró que se haría con tierras de su propiedad en el límite más remoto del mundo civilizado, lejos de las ambiciones de reyes, papas y sultanes. Administraría esa tierra con tal cuidado que no existirían ni el hambre ni la necesidad. Y sus descendientes heredarían su legado.
- ¿Para que así alguno de sus logros viviese para siempre? -preguntó Meg.
Simon negó con la cabeza.
- Dominic sólo quiere la paz. Unos hijos fuertes con creencias firmes ayudarán a mantenerla. No toleraría otra cosa.
Tierra, una esposa noble, descendencia…y paz. Sobre todo, paz.
Los deseos de su esposo resonaban en la mente de Meg una y otra vez mientras contemplaba las arrugas que el dolor marcaba en su rostro. En silencio, se rebeló con furia por las circunstancias que los envolvían y la ironía de la situación.
Has luchado tanto por la paz… por poseer tierras… ¿Por qué Dios te envió a mí, que no puedo darte lo que tanto necesitas?
- ¿Le darás los hijos que desea? -inquirió Simon, tenso.
Meg le ofreció por única respuesta el lento y sordo fluir de sus lágrimas.
Durante mucho tiempo, Meg sostuvo la mano de Dominic apretada contra su mejilla mientras escuchaba sus delirios de paz y de guerra. Los angustiosos gemidos que jamás hubieran escapado de su boca si hubiera estado despierto, se clavaban en el corazón de la joven como dagas. Y por fin, entendió que el caballero normando que había surgido de la niebla hacía lo que parecía un siglo, no era la fuerza maligna que ella creía; era un hombre fuerte, leal, noble, y atormentado por las extremas circunstancias que le había tocado vivir.
Lloró por él, y también por el destino que le había unido a una mujer que no podía concederle el sueño por el que había pagado un precio tan alto.
Finalmente, Dominic enmudeció, su respiración se volvió más profunda y su cuerpo se relajó.
- ¿Está mejor? -preguntó su hermano.
- Sí. Ya no está inconsciente, sino dormido.
Simon la miró, observando cómo desaparecían las marcas de tensión de su rostro, al igual que habían desaparecido del de Dominic cuando entró en un sueño reparador. Musitando una oración de agradecimiento, se acercó al lecho y apartó un grueso mechón de la frente del enfermo. El gesto decía mucho del afecto que se profesaban los dos hermanos; un vínculo mucho más profundo que el mero hecho de compartir padre.
- Es tan extraño -susurró Meg.
- ¿A qué te refieres?
- Duncan tocaba a lord John de esa manera -dijo sin pensar.
- Duncan -rugió Simon salvajemente, apartando la mano-. Le arrancaré el corazón por esto.
A Meg se la cortó la respiración.
- ¿Por qué?
- Por envenenar a mi hermano.
- ¡Duncan ni siquiera está en el castillo!
- Sus esbirros sí.
- Los reevers se marcharon con él.
- Malditos sean -bramó Simon, furioso-. Está claro que hay espías dentro de la fortaleza y que uno de ellos ha envenenado a Dominic. Cuando descubra quién es, lo ahorcaré.
- Nadie del castillo sería capaz de envenenar…
Su afligida voz se fue apagando al comprender que estaba equivocada. Cerró los ojos e, inconscientemente, se abrazó a sí misma como queriendo protegerse de un viento gélido. La idea de que alguien a quien conocía odiase tanto a Dominic como para matarlo de manera tan cobarde, la dejaba literalmente helada.
- Antes de ver cómo luchabas por salvarle la vida a mi hermano, estaba seguro de que tú eras la asesina -admitió el normando.
Al escuchar aquellas palabras, Meg abrió los ojos, verdes y fríos como la esmeralda que Dominic le había regalado, y los clavó en Simon.
- Soy sanadora -afirmó.
- Ahora lo sé. Incluso has arriesgado tu vida por él. -Le sonrió casi con amabilidad-. Si no hubiera sido por ti, Dominic estaría muerto.
- No entiendo cómo ha podido ocurrir esto -murmuró Meg, sacudiendo la cabeza-. ¿Qué crees que pasó?
- Es evidente que alguien echó la poción en el barril de cerveza, y después puso algo más en la jarra de Dominic para asegurarse de que muriera.
- ¿Quién? ¿Cuándo?
- Pudieron ponerlo en cualquier momento.
- No. Sólo desde el día anterior a la boda.
- ¿Por qué estás tan segura?
- Fue cuando descubrí que faltaba la poción -confesó Meg.
- ¿Se lo dijiste a Dominic?
- No.
- ¡Maldita sea! ¿Por qué no?
- No estaba segura de la clase de hombre que era -reconoció la joven sin rodeos-. De todas formas, también podría haberla robado cualquiera de los tuyos.
Simon rechazó aquella posibilidad con un gesto brusco.
- No. Todos los hombres son leales. Dominic vendió su alma para rescatarlos.
- ¿De verdad los conoces lo suficiente como para responder de su honestidad?
- Vamos, Meg -se impacientó Simon-. ¿Quién de los míos podría saber algo de tus hierbas y medicinas?
- Nadie -musitó-. Sólo Gwyn y yo utilizamos hierbas para sanar en Blackthorne.
- ¿Y dónde está la anciana? -inquirió él, entrecerrando los ojos.
- En una aldea a una jornada al sur de aquí, intercambiando medicinas con otra sanadora.
- Ella podría haber puesto la poción en el barril antes de irse.
- Si lo hubiera hecho, Dominic estaría muerto.
Simon le lanzó una mirada sombría.
- ¿Por qué estás tan segura?
- Gwyn conoce la dosis necesaria para hacerlo -se limitó a decir.
- ¿Te basas sólo en eso para defenderla? -le espetó Simon.
- Gwyn no podría matar. Nunca lo haría. Es una sanadora.
- ¿Conoce Eadith la dosis? -preguntó entonces el normando.
- No. ¿Por qué?
- Odia a los normandos.
- ¿De veras? -se burló Meg-. ¿Por eso se pasa tanto tiempo en la cama de Thomas y en la tuya?
- Fue ella la que sirvió la cerveza -insistió él.
- Marie también lo hizo -replicó la joven-. ¿Sospechas de ella?
- Por supuesto que no. Le debe la vida a Dominic.
- Y Eadith me la debe a mí. Puede que le guste esparcir rumores, pero ésa no es razón para pensar que haya cometido un acto tan atroz.
- Pero es ambiciosa -señaló Simon.
- Lo único que desea es un esposo y un hogar propio.
El normando emitió un sonido de exasperación y se pasó una mano impaciente por el pelo.
- Quizá haya sido uno de los caballeros de lord John -dijo finalmente.
Meg se dispuso a objetar, pero un gesto de impaciencia de Simon la detuvo.
- Alguien envenenó esa cerveza y casi logra matar a Dominic -afirmó con una voz que no admitía réplicas-. Nadie estará seguro hasta que descubramos al traidor.
La joven miró hacia la cama donde dormía su esposo. Por mucho que odiara las conclusiones de Simon, sabía que tenía razón. El destino de Blackthorne estaba unido irremisiblemente a la vida y la muerte de Dominic le Sabre.
Y ambos habían estado muy cerca de morir.