Capítulo 11

- ¿Se le olvidó mencionar a Sven algo más? -gruñó el barón sin levantarse de la cama-. Además de lo evidente, por supuesto.

Simon lo miró de soslayo y apenas pudo reprimir una dura réplica, pues el ruido producido por las fuertes y furiosas pisadas de su hermano resonando en el pasillo le habían sacado de un placentero sueño. Fuese lo que fuese lo que le había puesto de aquel humor, probablemente tuviese que ver con el hecho de que, en lo que tendría que haber sido su noche de bodas, Dominic ocupaba las precipitadamente restauradas estancias de lord John… solo. Mientras que lady Margaret todavía se encontraba en sus virginales aposentos, en el lugar mas alejado de Blackthorne Keep.

Aunque de esto último no estaba muy seguro y tampoco se atrevía a hablar de ello.

Al parecer la noche de bodas había sido de todo menos exitosa. No sólo había terminado pronto, sino que había dejado a Dominic en un feroz estado de ánimo. Simon había escuchado a su hermano caminar de un lado para otro en la estancia contigua durante mucho tiempo, antes de oír el ruido de algo metálico golpeando la pared con violencia.

Siéndole imposible dormir a él también, había decidido ir a informar a su señor de lo que había podido averiguar en la fortaleza.

- Las gentes de Blackthorne aprecian a Duncan y a algunos de sus hombres, pero no a los reevers -le explicó-. Al parecer no son más que unos salvajes sanguinarios.

- Eso no es nuevo -replicó Dominic.

- El escocés y sus seguidores llegarán a Carlysle Manor mañana.

Dominic no se mostró muy satisfecho con esa otra noticia.

- Maldita sea -se impacientó-. ¿Por qué no me dices algo que no sepa?

- Lo único que puedo decirte en este momento es que te vendría bien hacer una visita a Marie -apuntó Simon con cuidado.

- ¿Es tan obvio lo que me pasa? -preguntó el barón con una sonrisa pesarosa y un brillo irónico en la mirada.

Simon soltó una carcajada y señaló hacia la manta que no cubría del todo a su hermano.

- Lo cierto es que nunca te había visto así -contestó-. Debes haberle dado un susto de muerte a tu esposa. Ve con tu amante de una vez y mañana estarás de mejor humor.

- No tengo ningún deseo de estar con otra mujer que también se haya acostado con Duncan -le interrumpió Dominic con brusquedad.

- ¿Otra? -La sonrisa de Simon se desvaneció-. Luego, ¿es cierto? ¿Lady Margaret fue la amante de Duncan?

- No hay modo de saberlo con certeza. -admitió el barón con un violento gesto de la mano-. Aunque ella jura que no.

El gruñido su hermano indicó su escepticismo.

- Sí -asintió Dominic mordaz-. Yo tampoco creo que mi esposa admita nunca haber tenido algún amante.

- ¿Así que dejas que duerma sola?

- Sólo hasta estar seguro de que no está embarazada.

Simon hizo una mueca antes de hablar.

- Me gustaría pedirte un favor.

Una de las cejas del barón se levantó en silenciosa pregunta.

- Envíame de nuevo a Tierra Santa -le pidió Simon.

- ¿Cómo?

- Será menos difícil que estar a tu lado mientras esperas.

Dominic frunció el ceño.

- O mejor -continuó Simon-, salgamos en busca de los reevers. Seguro que te ofrecerán la pelea que buscas.

- Prefiero quedarme al lado de mi esposa.

- Marie podría ser una buena sustituta.

El movimiento de uno de los anchos hombros de Dominic desechó la sugerencia.

- Entonces una de las campesinas -aventuró Simon.

Basta.

Nadie, ni siquiera el hombre que era a la vez amigo y hermano, le llevaba la contraria a Dominic cuando usaba ese tono. Así que Simon cerró la boca y esperó.

- ¿Está Sven con los reevers? -inquirió el barón después de un largo silencio.

- Todavía no. Llevará tiempo infiltrarse entre ellos. Son un clan cerrado.

- Mantenle aquí, entonces. Podrá informarnos de cualquier signo de malestar entre los pocos caballeros que todavía le son fieles a lord John.

- Dudo que nos causen problemas; tienen demasiados años para molestar a nadie.

- No obstante, ocúpate de que cada caballero tenga un terreno lo suficientemente grande como para mantenerse a si mismo y a su familia, de acuerdo a su rango y sus años de servicio.

- Así se hará.

- Procura también que cada uno tenga un buey y un arado, madera para construir, cuatro ovejas, una vaca, semillas, aves, y algunos conejos tan pronto como se reproduzcan los que trajimos de Normandía. Es una locura que falte carne en estas tierras.

Simon escuchaba mientras Dominic continuaba con la lista de necesidades para establecer un pequeño feudo. Como siempre, las instrucciones de su hermano sobre los detalles le fascinaban. Ya fuese en la guerra o la paz, el barón estudiaba los problemas que se presentaban desde todos los ángulos, forjaba un cuidadoso plan para vencerlos y siempre lo llevaba a cabo con éxito.

- No olvides las ollas para cocinar. Son más valiosas que el oro -concluyó finalmente Dominic.

- Cualquier cosa que mantenga contenta a una esposa es más valiosa que el oro.

El barón le lanzó a su hermano una mirada fría, que fue respondida con otra en la que se mezclaba la diversión con la comprensión.

- ¿Algo más? -preguntó Simon.

- Sí. Dile a Sven que no pierda de vista a mi esposa. Quiero estar seguro de que no ve a nadie que no sean sus sirvientas.

- ¿Crees que intentará acercarse a Duncan después de haberse casado contigo?

- Ella es la clave de todo lo que siempre he deseado -le recordó Dominic, tajante-. Hasta que esté seguro de que está criando a mi heredero, no dejaré de vigilarla.

La pesadilla tomaba forma lenta, despiadadamente, arrancando a Meg con brutalidad del sueño que tanto le había costado conciliar.

La joven gimió y se giró sobre su otro costado intentando escapar de algo que sólo ella podía ver. Pero no había escapatoria. Estaba atrapada. Y la pesadilla, fría, negra, la engullía.

Muerte.

Un grito silencioso se congeló en su garganta, rasgándola con garras de hielo.

Desolación.

Sin poder articular palabra, se debatió entre las sábanas, preguntándose qué hacer.

No halló respuesta.

Sombras impenetrables que parecían no tener fin hacían desaparecer todo lo que la rodeaba.

Y por fin, cuando empezaba a desesperar, creyó ver la solución a todo aquello. En medio de la niebla crecía una planta en secreto, alimentada por gotas de lluvia y luz del sol; una planta tan antigua como el tiempo.

Ve.

Con los ojos todavía cerrados y el corazón palpitando con fuerza, Meg se sentó rígidamente en la cama. Su cabeza palpitaba por la violencia de la pesadilla, pero una absoluta certeza resonaba a través de su mente y de su cuerpo.

Peligro.

Con un grito amortiguado, abrió los ojos, corrió hacia la ventana y abrió los postigos.

Nada la saludó salvo el aterrador silencio que precede al alba. Pronto, un gallo anunciaría la salida del sol y los siervos comenzarían su jornada. Encenderían los fuegos de la cocina, se hablaría sobre las tareas que les esperaban…

Pero eso sucedería después. En ese momento, el silencio lo llenaba todo a la espera del amanecer.

Conteniendo el aliento, Meg miró fijamente a través de la estrecha ventana, forzando la vista para escudriñar la neblina fantasmal que ocultaba la alberca del molino y el prado. Nada se movía. Ningún sonido de armaduras le llegó a través del silencio, ni ruido de cascos, ni órdenes amortiguadas a hombres fantasmales moviéndose sigilosamente a través de la niebla.

Sin embargo, existía el peligro. La certeza de que algo terrible iba a ocurrir atravesaba su corazón como un puñal. Había llegado a pensar que su matrimonio terminaría con el peligro de la guerra. Había creído que con su sacrificio quedaría asegurada la paz para las gentes de Blackthorne Keep.

Pero ahora tan sólo estaba segura de que algo aterrador amenazaba aquella pretendida paz.

Muerte.

Meg se estremeció.

Desolación.

No había tenido un sueño semejante desde la noche en que su madre se adentró en el bosque y no regresó jamás.

¿Me estás llamando, madre? ¿Conoceré finalmente los secretos del antiguo montículo?

Tan pronto como la imagen del secreto lugar vino a la mente de Meg, supo que debía ir hasta allí. Allí, donde la tierra permanecía inalterada por el hombre, donde crecían plantas prohibidas que protegerían la precaria paz de Blackthorne Keep.

Ignoraba cómo podía saber aquello; lo que sí sabía era que el peligro era tan real como la muerte.

Con un ruido ahogado, se quitó apresuradamente el camisón y se puso unas medias de lana junto con las viejas ropas que utilizaba para trabajar en el jardín. Sus dedos entumecidos por el frío y el miedo trenzaron torpemente su pelo y lo sujetaron con una cinta de cuero.

Cubriéndose la cabeza con la capucha del ajado manto y las botas en la mano, Meg se deslizó silenciosamente a través de pasillos y escaleras, parándose tan sólo lo suficiente para calzarse las botas y coger algo de pan y queso de la despensa, antes de dirigirse al patio.

Un desconocido de cabellos rubios guardaba la puerta de la barbacana, permitiendo a los sirvientes ir y venir entre el patio y la muralla para empezar con sus tareas matutinas. El soldado apenas echó una ojeada a Meg cuando ella se apresuró a pasar a su lado.

El humo de las cocinas se perdía elevándose por la muralla y mezclándose con el brumoso amanecer. Los adoquines de los desgastados caminos estaban resbaladizos y fríos, pero la joven se desplazaba por ellos como si llevara alas. La garita de la pequeña torre de entrada que daba al jardín se salvaba del frío gracias a una ardiente antorcha situada cerca del taburete del guardián.

- Buenos días, milady -la saludó Harry, poniéndose ceremoniosamente en pie-. Hoy habéis madrugado mucho.

- He descuidado mi herbario y mi jardín -comentó Meg con un tono de angustia en la voz.

- Sí -convino el guardián con falsa seriedad-. Ayer escuché cómo las plantas se lamentaban de la ausencia de su dama. Mandé a vuestro gato para decirles que estaba ocupada con sus deberes de esposa, pero no me hizo mucho caso.

El brillo de diversión en los ojos de Harry era obvio incluso en la penumbra de la garita. Meg le sonrió a pesar de la urgencia que llevaba y colocó una mano sobre la de él cuando el guardián le abrió la puerta.

- Gracias por hacerme sonreír -susurró.

- No, milady. Sois vos la que nos hace sonreír a todos. No hay un solo siervo en Blackthorne que no tenga una historia que contar acerca de vuestra amabilidad. -Hizo una pausa pareciendo incómodo de repente, y después siguió hablando-. Está…

La voz de Harry murió al tiempo que sus curtidas mejillas enrojecían. Carraspeó bruscamente y por fin preguntó lo que le inquietaba.

- ¿Está todo bien, milady?

Cuando Meg se dio cuenta de que el guardián le estaba preguntando sobre la relación con su esposo, se ruborizó hasta la raíz de sus cabellos.

- Nosotros nos preguntamos… -Harry aclaró su garganta y lo intentó de nuevo-. Vuestra madre no era feliz con lord John. El señor era un hombre severo incluso cuando no estaba borracho. Y cuando lo estaba…

- Sí -musitó Meg, sin dejarle continuar.

El guardián movió los pies mostrando su incomodidad.

- Apenas conocíamos a vuestra madre, pero a vos os hemos visto crecer -dijo deprisa-. No permitiremos que ese bastar… eh… que vuestro esposo os haga daño. Si es así, decídnoslo y os protegeremos. Podría sucederle un accidente mortal cuando salga a cazar.

Lágrimas incontenibles llenaron los ojos de Meg convirtiéndolos en bellas gemas verdes. Agradecida, rozó la mejilla de Harry con un rápido beso, haciendo que el sirviente se ruborizara aún más ante la muestra de cariño.

- Créeme, estoy bien -le tranquilizó la joven-. El barón no ha sido cruel conmigo.

Antes de que Harry pudiera hablar, Meg, presurosa, ya había cruzado el puente levadizo como un huidizo espectro. Al recordar lo ocurrido la noche anterior, escalofríos que nada tenían que ver con la fría mañana recorrieron su cuerpo hasta dejarla sin aliento. Era cierto que Dominic no la había forzado. Al contrario. Había logrado que su cuerpo conociera por primera vez la pasión; pero lo único que quería de ella era un heredero.

¿Estás riéndote de nosotros en el Infierno, John? Dominic tan sólo quiere un hijo, un heredero… Y no lo tendrá. No podré dárselo. No hay amor en él para mí.

El sendero avanzaba entre cercas bajas de piedra que demarcaban campos y pastos. El fértil, intenso marrón de la tierra, brillaba con la humedad. Rayas paralelas de verde claro señalaban el frágil crecimiento de una futura cosecha. Los mirlos recorrían los surcos, buscando semillas o insectos y, las ovejas, como pálidas manchas de niebla, merodeaban en el prado intentando descubrir nuevos brotes entre la paja del pasto del último año.

Las campanas de la iglesia repicaron rompiendo el silencio, anunciando a los vasallos que era hora de salir a los campos. A Meg le encantaba aquel sonido, pero aquella mañana sólo alimentó la urgencia que crecía con cada paso que la llevaba lejos del castillo.

Peligro.