Capítulo 25
Mientras Dominic y Simon supervisaban la partida de los reevers que habían elegido seguir a Rufus en lugar de permanecer con Duncan, la anciana Gwyn y Meg trabajaban en una de las amplias estancias de la torre del homenaje, atendiendo a los caballeros de ambos bandos que habían resultado heridos durante el largo día de juegos. La enorme habitación se había convertido en una improvisada sala de curas, ya que el gran salón estaba siendo preparado para el banquete.
- ¡Ay! -exclamó Duncan, alejándose de las manos de Meg-. ¡Eso duele!
El escocés había insistido en que se le atendiera el último, ya que sus heridas no revestían importancia.
- Estate quieto -replicó Meg-. No te quejabas tanto cuando la espada de Dominic descansaba en tu garganta.
- Pensé que iba a morir. ¿De qué habrían servido mis quejas?
La joven le dirigió una fría mirada. Por mucho afecto que le tuviera, le costaría mucho tiempo olvidar la imagen de Duncan abalanzándose sobre Dominic, dispuesto a poner fin al combate con un golpe mortal.
- Echa hacia atrás la cabeza -le pidió-. No puedo ver tu garganta.
- No sé si fiarme, Meggie. No me gusta la frialdad de tu mirada.
Meg estudió la mezcla de comprensión y diversión que reflejaban los ojos color avellana del que había creído su hermano, y sintió que parte de su tensión desaparecía.
- Si Dominic puede perdonar la vida a un enemigo -repuso con ironía-, yo puedo perdonársela a un amigo.
Ignorando las apenas disimuladas sonrisas de sus caballeros, Duncan hizo una mueca y echó la cabeza hacia atrás para permitirle a Meg un mejor acceso a su cuello.
- Es sólo un rasguño -masculló él.
- ¿Sólo eso? -se burló la joven-. Con todo lo que te mueves y te quejas, pensaba que tenías la garganta completamente abierta.
Los soldados que quedaban en la estancia se rieron al ver a una mujer reprendiendo a uno de los guerreros más temidos de toda Inglaterra.
- Id a cenar, caballeros -sugirió Meg, alzando la mirada y dirigiéndoles una sonrisa-. Sir Duncan se unirá a vosotros enseguida.
Mientras los hombres pasaban junto a la joven en dirección al gran salón, ésta se inclinó una vez más y empezó a palpar la garganta del escocés con cuidado. Duncan había dejado a un lado su ropa de batalla y tan sólo llevaba unos pantalones de cuero. El pelo de Meg, como era habitual, se había soltado y, cuando un grueso rizo amenazó con entorpecer su trabajo, el herido lo atrapó, lo acarició levemente y lo sujetó tras la oreja femenina. El despreocupado gesto decía mucho de la larga familiaridad existente entre el hijo bastardo de lord John y la señora del castillo de Blackthorne.
Con ojos entrecerrados, Dominic observó a Duncan y a Meg desde la entrada. Cada vez que tomaba aire, se decía a sí mismo que no había motivo para los celos que sentía como plomo fundido en las entrañas. Aun así, ver cómo su esposa recorría la gruesa columna que formaba el cuello del escocés en busca de heridas, daba fuerza a cada rumor que había escuchado sobre ellos incluso antes de llegar a Blackthorne.
La prometida de Duncan.
La amante de Duncan.
La bruja espera, sonriendo y aguardando el momento oportuno.
- Estuviste muy cerca de morir -dijo la joven en voz baja.
- Sí. -Duncan tiró de otro rizo suelto y le sonrió con cariño-. ¿Me habrías echado de menos, Meggie?
- ¿Hace falta que responda a esa pregunta?
Duncan rió y trató de colocar el rebelde rizo a la espalda de Meg, desplazando sin querer la diadema en el proceso. Con total naturalidad, volvió a colocársela en el cabello sin que la joven protestase por la familiaridad del gesto.
Existe afecto entre ellos.
Sólo simula estar satisfecha con su frío señor normando.
La bruja sonríe y aguarda el momento oportuno.
- ¡Ah! Maldita sea, no aprietes tan fuerte. ¿Acaso intentas acabar lo que tu esposo empezó?
- ¿Estás seguro de que no tienes problemas para tragar? -insistió Meg.
- Estoy seguro.
- Has tenido suerte, Duncan de Maxwell.
- Sí -asintió él, serio-. Pero nunca tendré una esposa como tú, Meggie.
- Deberías alegrarte -ironizó ella-. Pregúntale a Dominic. Soy tal problema para él que incluso me ha regalado joyas con cascabeles para saber dónde estoy en cada momento.
- ¿Es cruel contigo? -preguntó con voz grave.
- ¿Con su esposa glendruid? ¿Su única esperanza de tener herederos legítimos? ¿Acaso te ha parecido mi esposo un hombre estúpido? -Un matiz de amargura teñía la voz femenina.
- No. Posiblemente es el hombre más astuto que conozco.
- Así es. Y no. No es cruel conmigo. Mis cascabeles, después de todo, son prácticamente iguales a las de sus magníficos halcones peregrinos.
Duncan se rió a carcajadas.
Meg, sonriendo al tiempo que reprendía al escocés y le exigía que se estuviera quieto, aplicó un bálsamo sobre las diversas magulladuras que habían aparecido en el musculoso pecho masculino.
Aguarda el momento oportuno y espera al escocés que siempre ha amado.
- Si tuvieras cualquier problema para tragar, acude directamente a mí -le advirtió Meg, aplicando un poco más de ungüento sobre un moretón en el hombro de Duncan.
- Siempre lo hago, Meggie. No hay mejor cura para una herida que sentir tus manos sobre ella.
Dominic se quitó el yelmo y lo dejó sobre una mesa cercana con tanta fuerza, que la cerveza de la jarra que Simon había dejado para que los caballeros bebieran se derramó.
Sobresaltada, Meg alzó la vista y sus ojos verdes examinaron a su esposo en busca de heridas ocultas; pero lo único que vio fue la ira glacial que le recorría y que le hizo ser consciente de que estaba de pie entre los musculosos muslos de Duncan. El rubor tiñó de pronto sus mejillas y retrocedió apresuradamente.
El escocés se volvió entonces con rapidez y miró a Dominic. La expresión en el rostro de su señor dejó claro que no estaba en absoluto satisfecho de encontrar a su esposa sola con un hombre medio desnudo.
- Ahora ya sé por qué me has concedido esa gran extensión de tierras a tres días de viaje de aquí -dijo Duncan, dirigiéndole una sonrisa burlona.
- Asegúrate de partir pronto hacia ellas -replicó Dominic en tono gélido.
- Así lo haré. Me gusta conservar la cabeza justo donde está.
Duncan se levantó y abandonó el solar dando rápidas zancadas y colocándose, al mismo tiempo, el manto sobre los hombros. Los fríos ojos grises del barón permanecieron clavados en él en todo momento hasta que desapareció.
- Le ordené a Eadith que te preparara un baño -dijo la joven rompiendo el opresivo silencio que se había instalado de pronto en la estancia-. Ya debe de estar listo. ¿Quieres que te ayude?
- Sí. Quiero descubrir tu «tacto sanador» por mí mismo.
Las palabras fueron como un latigazo para Meg.
- No tienes ningún motivo para insinuar que aquí ha ocurrido algo indecoroso -protestó furiosa.
Dominic arqueó una ceja con expresión escéptica.
- No hay nada entre Duncan y yo. Nunca lo ha habido -insistió la joven-. ¡Dios mío, llegué virgen a tu lecho!
- Sí, pero un hombre sólo puede estar seguro una única vez de la fidelidad de una mujer, ¿verdad?
- ¡No puedo creer que dudes de mí! -exclamó dolida.
- Sí, puedo. Y lo hago. Ojalá hubiera matado a ese bastardo escocés.
Una calma extraña invadió de pronto a Meg.
- ¿Qué he hecho para merecer tu desconfianza? -exigió saber con voz distante.
El tono de la joven enfureció aún más a Dominic, que todavía no había dejado atrás la furia del combate que había estado muy cerca de perder.
- Estabas sola con un hombre medio desnudo al que estuviste prometida y con el que, según dicen, esperas escapar algún día -replicó Dominic-. Si hubiese sido Marie a quien hubiera sorprendido de pie entre las piernas de Duncan, no me hubiese importado. Pero no era Marie la que sonreía mientras lo curaba. ¡Era mi esposa!
- Me he limitado a curar sus heridas. -Su tono no admitía réplicas-. Soy sanadora, no prostituta.
Dominic gruñó.
- A veces, es difícil ver la diferencia.
- Duncan no tiene ese problema. Sabe lo que soy y no lo malinterpreta. ¡Ojalá mi propio esposo también lo supiera!
- Intento creer en ello, Meg. Lo intento. Pero no hago más que tropezarme con ese maldito escocés a cada momento. Dime… ¿a quién aclamabas mientras luchábamos?
- ¿Cómo puedes siquiera preguntarme eso? -susurró ella con pesar.
Dándole la espalda, la joven empezó a recoger las medicinas con unas manos que temblaban a causa de la ira y del gélido miedo que aumentaba cada vez que se daba cuenta de la poca confianza que su esposo le tenía.
- Iré a llamar a Simon para tu baño -dijo en voz baja.
- No.
La orden fue tan cortante y fría como una espada.
- Como desees -respondió Meg, pasando junto a él con gesto abatido-. Aunque un hombre que confía tan poco en mí, debería temer encontrarse con una daga en su espalda.
Pronunciando entre dientes un juramento blasfemo, Dominic la siguió. Sabía que tenía un carácter muy brusco y que su lengua podía ser tan mortífera como su arma, pero, en aquel momento, poco podía hacer al respecto. Su habitual irritabilidad tras la batalla se había convertido en una ardiente furia al ver a Meg y al escocés medio desnudo.
Cuando llegaron a la sala del baño, él tiró de los cortinajes para ocultarlos de la vista de todos.
- ¿Amas a ese bastardo escocés? -preguntó Dominic de pronto.
- Sí -afirmó-. Como a un primo, a un amigo, como al hermano que creí que era.
Con rápidos y ágiles movimientos, el normando empezó a desabrochar su ropa de batalla.
- ¿Alguna vez lo has deseado? -insistió.
- No.
- Pero él te ama.
Meg emitió un sonido que sonó demasiado triste y enojado para poder considerarlo una risa.
- No, milord. Duncan y yo nos criamos juntos y sólo siente por mí el cariño de un hermano. Es al castillo de Blackthorne al que ama y, al igual que tú, cree que yo soy la clave para obtenerlo. -Hizo una pausa- En cuanto a mí, se me ordenó casarme contigo y cumplí con mi deber.
Dominic no podía mostrarse en desacuerdo con la serena afirmación de la joven. Sin embargo, le hubiera gustado hacerlo. Deseaba que ella le dijera que había llegado hasta su lecho inducida por algo mucho más poderoso que el deber, y que su obligación hacia Blackthorne nada tenía que ver con la pasión que la impulsaba a suplicarle que la tomara.
En medio de un tenso silencio, la joven ayudó a su esposo a despojarse de la ropa de batalla. Cuando la última prenda cayó al suelo y quedó completamente desnudo ante ella, la rígida prueba de su enorme excitación hizo que Meg se quedara sin aliento. Y, de pronto, comprendió por qué se había enfurecido tanto al encontrarla con Duncan. La tensión de la batalla se había convertido en pasión y, después de estar al borde de la muerte, Dominic la había buscado para reafirmar de la forma más elemental que estaba vivo.
Meg podía entenderlo porque ella había sentido lo mismo. El miedo que había congelado sus entrañas durante todo el combate pensando que el hombre que amaba podía morir, se había transformado, en el espacio de un segundo, en un intenso deseo.
- ¿No hay dulces sonrisas ni tiernas caricias para tu esposo? -le preguntó el normando con dureza al tiempo que se introducía en el baño-. ¿No vas a acariciarme y a curar mis heridas de guerra?
- Apenas tienes magulladuras -respondió Meg-. Pero te acariciaré en cualquier lugar que desees.
Su salvaje mirada no le causaba ningún temor, pero la hizo temblar con la emoción de la anticipación.
El cambio en la voz de Meg, que pasó de sonar tensa, a convertirse en ronca y sensual, sorprendió y, a la vez, desarmó a Dominic. Sin dejar de mirarla un segundo, observó la sensual valoración en su sonrisa cuando su largo y grueso miembro desapareció bajo el agua, y no perdió detalle de cada movimiento que hizo la joven al deshacerse del manto y el vestido, quedándose tan sólo en ropa interior para arrodillarse junto a la tina.
El agua estaba caliente y despedía el mismo aroma que el herbario de Meg. Los dolores y magulladuras que Dominic había acumulado en la batalla se disolvieron, pero no el deseo que mantenía su cuerpo en una sensual tensión, ni la cruda erección que latía con fuerza con cada caricia de las manos femeninas cuando se inclinaba sobre él.
En voz baja, la joven entonó el canto glendruid de renovación mientras lavaba a Dominic, eliminando los errores y dolores del día, alentando a que la esperanza habitara y perdurara en el interior del poderoso cuerpo del guerrero. Cuando él ya no pudo soportar más aquel tierno tormento, tomó una de las manos de su esposa y la deslizó por su pecho hasta llegar a su palpitante miembro.
Al sentir el primer roce de los dedos de la joven en su rígida erección, Dominic gimió. Pero cuando su mano se cerró con avidez a su alrededor y lo acarició desde la base hasta la punta, pensó que perdería la batalla por su control y estallaría.
- Meg…
La palabra sonó como si hubiera sido arrancada de las profundidades de la garganta masculina.
- ¿Sí, milord? -murmuró ella.
- Simon dice que mi furia no conoce límites después de una batalla -confesó arrastrando las palabras.
- Tu hermano tiene razón.
Meg arrastró sus uñas delicadamente por la ávida carne de Dominic, arrancándole otro gemido.
- Pero ahora que sé cómo calmar tu furia -añadió ella-, seré más comprensiva.
- Así que crees que me tienes en tus manos.
Una suave y femenina risa dio la razón a Dominic.
- ¿Y no es así? -susurró, acariciándolo-. Adoro esta parte de ti. Es… mágica.
- ¿Mágica? -Dominic tomó aire bruscamente mientras el placer recorría cada terminación nerviosa de su cuerpo-. ¿Por qué?
- Porque es suave y dura al mismo tiempo -musitó-. Porque es poderosa y, sin embargo, es capaz de ser tierna, porque… porque es capaz de dar vida. Eso es magia, milord.
Con un gemido apagado, el normando echó hacia atrás la cabeza apoyándola en el borde de la tina, luchó por mantener el control durante unos segundos eternos y, por fin, se irguió.
- Nunca había sentido celos -reconoció-. Pero sólo pensar en ti tocando a Duncan de este modo hizo que deseara matarlo.
Sacó el brazo de la tina y sus dedos se deslizaron a lo largo del muslo femenino, arrancando un gemido de la joven.
- Para ser un caballero famoso por su lógica y sus tácticas -consiguió decir ella entrecortadamente-, tus celos no tienen mucho sentido.
Él entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en brillantes rendijas grises, al tiempo que su palma subía por la pierna de Meg de nuevo. Pero esa vez no se detuvo en su muslo, sino que sus firmes dedos buscaron la frágil tela que se interponía entre él y sus deseos. Tiró de ella una sola vez, con fuerza, y la barrera se rompió. Un segundo después, sus dedos estaban enredados en el suave vello que cubría su cálida feminidad. El entrecortado gemido que su esposa emitió le enardeció tanto como el fuego líquido que provocó su caricia en lo más profundo del interior de Meg.
- ¿Por qué no debería sentirme celoso de esto? -preguntó Dominic-. Cualquier hombre mataría por ti.
La joven apretó con delicadeza la palpitante erección masculina al tiempo que preguntaba con voz ronca:
- ¿Acaso crees que no puedo diferenciar entre el hombre que hace que me olvide de lo que soy cada vez que me hace suya, y un amigo de la infancia?
- Cuando me tocas así, no puedo pensar en nada.
Sonriendo, Meg deslizó su mano desde la punta roma hasta la base y más allá, sosteniendo y apretando con suavidad las dos esferas iguales en las que su simiente aguardaba impaciente por ser liberada.
- Lo que me haces sentir… Dios, entre tus brazos ni siquiera puedo recordar mi nombre -susurró ella-. Duncan es mi amigo, Dominic. Nada más. Nunca podría tocarlo como a ti, ni a él ni a ningún otro hombre. Para mí sólo existes tú.
- Me estás matando -gimió Dominic, apartándole la mano con cierta brusquedad.
Por un segundo, Meg le dirigió una mirada de asombro hasta que comprendió lo que su esposo quería decir.
- Si me sigues torturando así, perderé el control -le explicó él con voz ronca.
- ¿Sería eso tan terrible?
- No.
Los ojos llenos de deseo de Dominic fueron de la boca de Meg a sus turgentes pechos y finalmente al refugio dorado rojizo que tanto le tentaba. Con un rápido movimiento, se puso en pie y salió de la tina al tiempo que un deseo primitivo atravesaba su cuerpo. La ayudó a levantarse y la atrajo hacia sí agarrando con fuerza sus caderas, mojándola por completo en el proceso.
- Aquí pueden interrumpirnos -musitó él en su oído-. Hay cosas que deseo…
- ¿Qué cosas?
La única respuesta del normando fue un silencio tan significativo como su ardiente mirada.
Fuera, los únicos sonidos que se escuchaban eran los procedentes del gran salón en la planta inferior, donde los caballeros bebían y alardeaban de su destreza en la batalla.
- Nadie se acerca -susurró Meg.
- Si nos quedamos, no podré ser suave contigo -le advirtió con voz tensa.
- Presiento que se cierne un gran peligro sobre mí. -Sus labios dibujaron una sonrisa traviesa-. Puedo sentirlo como un hierro al rojo contra mi vientre.
El normando soltó una carcajada. Aunque sabía que debía obligarse a recorrer la corta distancia que los separaba de los aposentos de Meg, no estaba seguro de ser capaz de hacerlo, pues su excitación estaba llegando a cotas inimaginables.
- Hay cosas de las que oí hablar a los sarracenos que me intrigan -murmuró Dominic, haciendo que se arqueara contra él-, pero nunca me sentí tentado de probarlas hasta ahora.
- ¿Qué cosas? -quiso saber Meg.
- Caricias que muchos considerarían prohibidas, dulces torturas que nos harían gritar implorantes antes de rendirnos a un placer que nunca has imaginado.
Meg entrecerró los ojos, ruborizada.
- Quizá no debería decirlo -confesó entrecortadamente-. Pero… me gustaría saber más.
- Lo sé, dulce hechicera. -Dominic le dirigió una sonrisa llena de oscuras promesas mientras deslizaba una mano entre ellos-. Tu cuerpo habla por ti.
Las yemas de sus dedos recorrieron el suntuoso refugio entre los muslos de Meg y, cuando rozaron el centro de su placer oculto entre los húmedos pliegues, ella tembló con violencia entre los musculosos brazos masculinos.
- Eres muy sensible -susurró él.
Meg se estremeció de nuevo.
- Mis dedos son demasiado ásperos -dijo Dominic en voz baja, retirando la mano y posándola sobre el frágil torso femenino-. Creo que mi lengua sería más apropiada para atormentarte.
La asombrada mirada en el rostro de su esposa logró que el normando se riera con suavidad, a pesar de la salvaje pasión que recorría sus venas.
- Sí, pequeña. Empiezas a entender.
La imagen de sus pezones tensos contra la camisola y el apasionado rubor de sus mejillas, le hizo desear lanzar un fiero rugido triunfal. Rompió la fina tela de un fuerte tirón y tomó los generosos pechos entre sus manos, acariciando y presionando sensualmente sus pezones hasta que se endurecieron aún más y Meg dejó escapar un grito ahogado. El grito se transformó en un entrecortado gemido que la dejó sin respiración, cuando el largo dedo índice de Dominic trazó un ardiente sendero por su vientre y se introdujo en lo más profundo de su ser.
- Te deseo -musitó.
- Hazme tuya, Dominic. No… no puedo aguantar más.
- Te entregas a mí con tanta generosidad… -susurró él-. Nunca he conocido a nadie como tú.
- Eres tú el que provoca ese efecto en mí, no yo.
- Somos los dos. -Un fuerte estremecimiento recorrió con fuerza el poderoso cuerpo de Dominic-. Esta vez te haré gritar de placer, pequeña hechicera. Lo juro.
- ¿Y tú? ¿Me enseñarás a darte tanto placer?
Dominic gimió.
- No debería.
Pero finalmente lo hizo.