Capítulo 9

- ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Simon a su hermano.

Dominic miraba impasible los tapices que colgaban de la pared en el gran salón. El fuego crepitaba en la chimenea, calentando las paredes de piedra que aún conservaban el frío del invierno. Todavía se escuchaban sonidos imprecisos, pero ninguna risa. Hacía horas que los invitados habían abandonado la estancia.

Los sirvientes retiraban las mesas y los bancos, dejando sólo la tarima permanente del señor de la fortaleza, y reunían con rapidez los restos de comida para repartirlos entre los vasallos más pobres, mientras los galgos de Dominic devoraban las sobras.

Al menos, nadie había puesto objeciones cuando el barón decretó con frialdad que no habría signos externos de duelo hasta el funeral, que se celebraría diez días después, con el fin de que la alegría del matrimonio prevaleciera sobre el dolor por la muerte de un hombre que hacía tiempo que sufría atrozmente.

- ¿Dominic? -insistió Simon.

- Le daré sepultura cristiana a ese bastardo, ¿qué otra cosa puedo hacer? -respondió de forma cortante.

- No me refería a eso.

Lentamente, el puño de Dominic, recubierto por el guantelete de malla, descendió y golpeó la mesa con tal fuerza que hizo temblar la sólida madera.

- Lamento no haber matado a Duncan cuando tuve ocasión -reconoció entre dientes.

- ¿Por qué? -inquirió Simon, desconcertado-. Se marchó en paz, llevándose a sus seguidores consigo.

Dominic gruñó.

- Me veré obligado por tradición y cortesía a invitarle al funeral.

- Pero, para entonces, el resto de tu ejército ya habrá llegado -señaló su hermano-. La fortaleza estará protegida frente a todo, a excepción del propio rey.

Con un impaciente movimiento, Dominic giró la cabeza y miró a Simon.

- Ya oíste a lord John -dijo con voz gélida-. Existe un cierto afecto entre mi mujer y ese maldito escocés. ¡Incluso es posible que ella esté embarazada de ese bastardo ahora mismo!

- Sí -admitió Simon a regañadientes-. Ésa es la razón por la que quiero saber lo que vas a hacer.

- No la poseeré hasta estar seguro de que no espera un hijo. Entretanto, la cortejaré, descubriré sus verdades y sus mentiras, accederé a sus secretos, sopesaré sus debilidades, y entonces, sólo entonces, procederé a asediarla.

- Venciéndola.

- Sí. -Una firme determinación brillaba en los ojos del normando-. Y créeme que disfrutaré con su rendición. ¡Dios, afecto entre ellos!

- Casi siento pena por ella -comentó Simon con una sonrisa despiadada.

Dominic arqueó una ceja a modo de pregunta.

- Ni siquiera imagina lo que le espera -le explicó su hermano.

Tras encogerse de hombros, el barón se dio la vuelta para mirar fijamente el gran salón, donde todos los caballeros de la fortaleza habían oído cómo su nuevo señor había sido maldecido por lord John antes de morir. No era fácil asimilar la maldición de un moribundo.

- ¿Dominic?

El interpelado miró a Simon de reojo.

- ¿Qué ocurrirá si ella está embarazada de Duncan? -preguntó su hermano sin rodeos.

El barón volvió a encogerse de hombros.

- Llevaremos al niño a Normandía para que se críe allí. Y después…

Simon esperó, observando a su hermano con imperturbables ojos negros.

- Y después le enseñaré a mi esposa que, bruja o no, tendrá que serme fiel. De lo contrario, acabará suplicando a Dios que la libere del verdadero infierno en que convertiré su vida.

- ¿Y qué pasa con la maldición glendruid?

- ¿Qué quieres decir?

- El pueblo cree en ella, independientemente de que tú lo hagas o no. Si te burlas de la maldición abiertamente… -La voz de Simon se desvaneció.

- Si Meg no me da un hijo, esparciré sal por las cosechas y mataré los rebaños con mis propias manos -afirmó Dominic violentamente.

De nuevo, el puño del normando golpeó la mesa con tal fuerza que hizo que la gruesa madera se estremeciera. Llegar a estar tan cerca de sus sueños y ver entonces cómo todo se convertía en cenizas le quemaba las entrañas.

- Maldita sea, he sido utilizado.

En el incómodo silencio que siguió a las palabras de Dominic, los sonidos cotidianos de la fortaleza parecieron incrementarse; el murmullo del agua que se sacaba del pozo ubicado justo debajo, los sirvientes que iban y venían hablando de cuál era el mejor lugar para guardar un banco o la vajilla, o de que habían descuidado el fuego de la chimenea. Todos aquellos sonidos se veían envueltos por el ruido que producía la lluvia al caer, un ruido tan familiar que nadie reparó en él cuando desapareció.

De repente, Dominic se puso en pie y salió a grandes zancadas de la sala. Giró a la derecha para acceder a las escaleras, que subió de dos en dos, y se dirigió a los aposentos de Meg mientras repetía en su mente ciertos versos cuidadosamente escogidos de la Biblia, recordándose a sí mismo que otros hombres antes que él se habían visto inmersos en pequeñas batallas y grandes guerras, y habían salido de ellas vencedores.

Repetir aquellos pasajes bíblicos se había convertido en un ritual que en raras ocasiones fracasaba en su tarea de controlar la rabia que hervía en su interior. Había tenido que aprender a controlarse en la prisión del sultán a costa de un elevado precio. La disciplina era todo lo que le quedaba para no volverse loco, y se había visto obligado a aceptar las frías instrucciones de su cerebro en vez de dejarse llevar por la tórrida violencia de la sangre vikinga que corría por sus venas; la misma que sin duda corría por las de Duncan de Maxwell.

Pero esa noche, nada parecía someter la impaciencia de Dominic. Bajo una apariencia externa de calma, la rabia que había en él ardía con una llama tan primitiva como la que había visto en los ojos de Meg.

La imagen de su esposa avanzando hacia él envuelta en neblina plateada y fuego, envió un destello de calor a las entrañas de Dominic, cuyo cuerpo se tensó con tal rapidez que le dejó asombrado. No había sabido hasta entonces lo débil que era su autocontrol con Meg, ni lo mucho que la deseaba.

Aquella mujer había conseguido sorprenderlo; había permanecido de pie a su lado imperturbable, y había aceptado ser su esposa esperando desde el principio sentir el cortante acero en su carne, traicionara a quien traicionara en la iglesia.

Pocos hombres hubieran hecho lo que Meg hizo sin un solo atisbo de duda. Dominic no había conocido nunca a una mujer con tal coraje.

Piensa, se aconsejó a sí mismo con severidad. ¿Qué será más eficaz frente a sus defensas, un ataque por sorpresa o un asedio implacable?

No, eso no funcionaría, se dijo brutalmente. Actuando de esa manera sólo conseguiría una breve victoria que a la larga se convertiría en la derrota de toda una vida.

La mejor forma de tomar una fortaleza es mediante una traición desde dentro.

Aquel pensamiento resonó dentro de la mente de Dominic como un estruendo, consiguiendo que los últimos ecos de la maldición de lord John se desvanecieran.

Traición desde dentro.

¡Si!

Había sentido cómo se sobresaltaba la respiración de la joven cuando la besó y también había visto que el rubor se apoderaba de sus mejillas. Era una mujer apasionada y conseguiría que aquella pasión la traicionara.

Mientras subía los últimos escalones que conducían a las dependencias de las mujeres, Dominic volvió a sentir que tenía el control sobre sí mismo. Iba a librar una batalla y lo sabía. La seducción de su esposa sería la victoria más importante y difícil de su vida. Pero primero tenía que atravesar su puerta.

A diferencia de la mayoría de los aposentos de la fortaleza, la habitación de Meg poseía una cortina que podía correrse si la puerta se dejaba abierta, separando así la estancia del pasillo. Pero ahora la puerta estaba cerrada y, por la apariencia de sus sólidas bisagras de bronce, sería difícil de abrir sin el consentimiento de la joven hasta para alguien provisto de un hacha de guerra.

El sonido del puño de Dominic, recubierto del guantelete de malla, resonó en el pasillo vacío al golpear la gruesa madera.

- ¿Quién llama?-preguntó Eadith.

- Dominic le Sabre.

Dentro de la habitación, la joven glendruid se estremeció ligeramente al notar un tono de rabia contenida en la voz de su esposo.

- Abre la puerta y déjanos solos -pidió Meg a Eadith cuando vio que ésta dudaba-. Es su derecho pasar la noche aquí.

La doncella se lo pensó dos veces antes de alejarse. Abrió la puerta, inclinó la cabeza con aire respetuoso ante el normando y pasó a su lado con cautela. A pesar de la velocidad con la que desapareció por el pasillo, Dominic se dio cuenta de que su rostro estaba lleno de inquietud.

- ¿Asusto a tu criada? -preguntó a su esposa en tono neutro al entrar en la habitación.

- Sí.

- Pero no a ti.

Los labios de Meg dibujaron una sonrisa insegura. Dominic parecía un guerrero salido del infierno, llevando todavía la espada y vestido con la cota de malla que brillaba con cada movimiento de su poderoso cuerpo como si estuviera viva. La joven se miró las manos que descansaban con falsa calma en su regazo. Los acontecimientos del día casi habían adormecido su capacidad para sentir algo. Casi, pero no del todo. No dejaba de recordar el exquisito control del normando sobre el halcón y el deseo que había nublado sus ojos grises al susurrarle que aquella noche nada se interpondría entre sus cuerpos.

Atrapada en medio de la maldición de lord John y la esperanza de los glendruid, la posibilidad de que Dominic llegara a sentir algo por ella la dejaba sin aliento, y anhelaba con todo su ser que la tomara sin las tácticas y el frío autocontrol de un estratega planeando una batalla.

- Tus invitados han sido atendidos -le comunicó Meg.

Habló en un tono formal, informando a su nuevo señor del estado de su hacienda, tal y como se lo había comunicado a lord John en el pasado.

- ¿Mis invitados? -ironizó Dominic con suavidad-. No fui yo quien invitó a los reevers a mi boda.

- Mañana puedes comprobar el estado de las cuentas con el senescal -continuó Meg-. A menos que prefieras que lo haga yo por ti como lo hacía con mi padr… Quiero decir, con lord John.

Dominic gruñó.

- Veo que no sientes demasiado su muerte.

- No hay mucho por lo que sentir dolor. Lord John sufrió durante muchos años; ahora ya no sufrirá más.

- Al parecer, la gente de Blackthorne siente lo mismo que tú por la pérdida de su señor. Duncan es el único que está realmente afectado.

- Sí. Mi padr… lord John siempre demostró que quería a Duncan -dijo con pesar-. Ahora ya sé por qué.

Sin darse cuenta, cogió una de las suaves piedras de río que tenía en una pequeña bandeja en su mesilla. La forma, la textura y el ligero peso de la piedra la tranquilizaron. A Meg le era imposible mantenerse completamente tranquila bajo la fría mirada de su esposo, que parecía querer descubrir todos sus secretos.

En silencio, la joven esperó a que Dominic hablase. Entretanto, deslizaba la piedra entre sus dedos, dejando que la invadieran recuerdos agradables de las horas que había pasado escuchando al río de Blackthorne correr limpio y claro a través del bosque y la cañada, en busca del misterioso mar.

- Milord, ¿cómo es el mar? -preguntó Meg de pronto.

La inesperada pregunta y el anhelo en los ojos de su esposa sorprendieron a Dominic.

- Peligroso -recordó-. Y también bello y salvaje.

Meg dejó escapar un largo suspiro y por primera vez desde que el normando había entrado en la habitación, sus miradas se encontraron. Fue entonces cuando Dominic se dio cuenta de que, a pesar de que intentaba parecer valiente, la joven le temía.

- ¿Temes que no te proteja la maldición glendruid? -quiso saber el normando, sin poder ocultar del todo el tono de crispación en su voz.

- ¿Protegerme?

- De que yo tome tu cuerpo a la fuerza -aclaró Dominic sin rodeos.

La mano de Meg apretó la piedra, pero ya no encontró la tranquilidad que buscaba y forzó a sus dedos a relajarse poco a poco.

- Conozco mis obligaciones como esposa -susurró-. No tendrás que golpearme hasta que no pueda moverme.

- ¿Es eso lo que esperabas?

- Sí -reconoció Meg.

- ¿Fue eso lo que le hizo lord John a tu madre?

- Una vez.

- ¿Sólo una?

- Sí, sólo una.

- ¿Y qué pasó después? -preguntó Dominic con suavidad-. ¿Partió un rayo en dos el castillo?

- Mi madre huyó hacia el bosque y poco después hubo una tormenta. El granizo no dejó nada a su paso: destruyó la cosecha de aquel año y el pasto quedó inservible, por lo que las ovejas comieron hierbas venenosas y murieron.

Dominic gruñó.

- El sacerdote no encontró rastro del diablo en la tierra -siguió Meg-. No importa las veces que pagara mi padre para que se realizaran exorcismos.

- Entonces, la tormenta fue una mera coincidencia.

- Algunos así lo creen.

- Pero los siervos creen que su destino está ligado al de su señora, la bruja glendruid.

- Sí -se limitó a responder Meg.

- ¿Tú también lo crees? -quiso saber Dominic sintiendo curiosidad.

Ella se encogió de hombros, sintiéndose ahogada por el pasado, el presente, el futuro… Y sobre todo por el hombre que la observaba amenazante, como una tormenta a punto de estallar salvajemente.

- No importa lo que yo crea -dijo con voz monótona, apartando la mirada.

Dominic admiró entonces el brillante cabello de la joven, cayendo sobre la tela plateada como una cascada. Casi sin darse cuenta, alargó la mano para tocar un sedoso mechón, lo que provocó que Meg se estremeciera antes de poder controlarse.

- ¿También te pegaba a ti? -inquirió el normando.

Ella no dijo nada. No hizo falta. La tensión en su cuerpo mientras esperaba recibir un golpe lo decía todo.

- Maldito sea -rugió Dominic-. Si no estuviera muerto, lo mandaría al infierno con mis propias manos.

El silenció se extendió por la habitación mientras Dominic estudiaba a la joven que parecía tan frágil, y que, aún así, había vencido a lord John.

A la espera de su destino, Meg se sentó con la espalda recta y la cabeza erguida, observando a su esposo mientras él la observaba a ella.

Sin quererlo, el normando se encontró admirando el espíritu combativo de su esposa, a pesar de saber que aquello le iba a causar muchos problemas en su matrimonio, pues lo único que anhelaba era la paz.

Haré que venga a mí y disfrutaré venciendo su resistencia. Oiré los suaves gritos de placer de sus labios mientras cubro su cuerpo con mi aliento, mis manos… Y con esos gritos, vendrán hijos.

Despacio, Dominic se quitó los guanteletes de malla y los tiró encima de la mesa. Cayeron con un golpe seco entre un cuenco de guijarros de río y una caja que contenía delicadas madejas de hilo de colores para bordar. Echó un vistazo a la habitación y se percató de que no había una silla lo suficientemente grande para él salvo aquélla en la que estaba sentada Meg.

- Tendremos que poner remedio -murmuró Dominic.

- ¿Qué quieres decir?

El barón observó la inquietud que reflejaban los ojos verdes de su esposa.

- Aquí no hay sitio donde se pueda sentar un hombre.

Meg se levantó con rapidez e hizo un ademán con la mano ofreciéndole la silla que acababa de abandonar.

- Tengo los suficientes modales como para no quitarle el sitio a una dama -señaló él.

- Prefiero quedarme de pie si vas a seguir mirándome con esa actitud amenazante.

Dominic hizo un gesto irónico al darse cuenta de que Meg estaba en lo cierto. Desde que había entrado a la habitación, su actitud parecía la de alguien a punto de estallar.

- El día ha sido… -La voz del normando se apagó.

- ¿Agotador? -aventuró la joven.

- Sí. Eso y más. Es como tener que librar de nuevo una batalla que pensabas ya ganada.

Cuando Meg advirtió el cansancio que habitaba en lo más profundo del alma de Dominic, oculto bajo su férrea disciplina, le dio un vuelco el corazón sintiendo la misma compasión por él que por los habitantes de Blackthorne Keep; ahora era uno de ellos y también estaba bajo su responsabilidad.

- La cota de malla debe de pesar mucho, milord. ¿Te ayudo a quitártela?

El barón la miró sorprendido y asintió con la cabeza.

Meg no estaba familiarizada con los cierres. Mientras ella tiraba y aflojaba, el normando observaba la elegante inclinación de su cabeza y disfrutaba de la dulce fragancia que desprendía su pelo, recordándole el jabón que había utilizado desde su llegada a la fortaleza.

- Tu cabello parece haber capturado los olores de la primavera -murmuró Dominic.

El cambio en el tono de voz de su esposo, de cansancio a oscuridad aterciopelada, hizo que Meg levantara la cabeza tan rápidamente que su pelo se movió y brilló como una llama agitada por el viento.

- Es mi jabón.

- ¿Huelo así yo también? -El humor que destilaba la voz de Dominic resultó tan inesperado como su pregunta.

- Hueles a batalla -musitó la joven sonriendo al tiempo que bajaba la vista-. A cota de malla, a cuero, a entereza. Y sobre todo… a integridad.

- Entonces utilizaré más de tu jabón la próxima vez.

- ¿Más, milord? -Alzó la mirada y sus ojos verdes le miraron con evidente curiosidad.

Dominic asintió haciendo un ruido sordo.

- Cuando me bañe.

- ¡Así que fuiste tú quien dejó el baño en ese estado! ¡Pensé que había sido Duncan!

El cuerpo del normando se tensó con tal fuerza bajo las manos de Meg, que ella supo que había sido una temeridad nombrar al que había considerado siempre como su hermano.

- ¿Te bañas a menudo con ese maldito escocés? -le preguntó bruscamente.

La seducción aterciopelada de la voz de Dominic se había desvanecido, como si nunca hubiese existido.

- Ya está -musitó Meg, dando un tirón de una hebilla rebelde hasta que cedió.

Se puso de puntillas para seguir ayudándolo, pero el normando hizo un rápido movimiento con los hombros deshaciéndose de la prenda, y el inesperado peso hizo que la joven se tambaleara. Al instante, Dominic levantó la cota de malla con una sola mano.

Meg miró aturdida la pesada prenda y luego al hombre que la sujetaba sin dificultad alguna. Sabía que Dominic era fuerte, pero hasta ese instante no había sido consciente del alcance de esa fortaleza. Los poderosos músculos de su cuerpo quedaban perfectamente delineados por la camisa de cuero que llevaba puesta, y sintió un inesperado impulso de probar su fuerza con sus dedos, sus uñas… sus dientes. Se sorprendió sólo de pensarlo mientras una ola de intenso calor se condensaba en su vientre.

- ¿Y bien? -La voz del normando resonó en la habitación.

- ¿Y bien, qué? -respondió Meg, forzándose a centrarse en sus palabras.

- ¿Te bañas con ese bastardo?

Aturdida, la joven frunció el ceño.

- ¿Por qué haría yo algo así? Los dos tenemos sirvientes.

- ¿Por qué? -Aquella vez fue Dominic quien frunció el ceño-. Por el simple placer de hacerlo, por supuesto.

Meg se sonrojó.

- No soy ni la doncella ni la amante de Duncan -declaró con furia.

- No es eso lo que he oído.

- ¡Entonces escuchas tras las puertas equivocadas!

Dominic gruñó.

- Son las mismas puertas donde se oyen los rumores sobre las brujas glendruid.

- El invierno ha sido largo y no había mucho más que hacer que hablar sobre los demás y esperar a que pasaran las tormentas.

- ¿Has sido alguna vez la amante de Duncan de Maxwell? -preguntó Dominic sin rodeos.

- Tienes muy mal concepto de tu esposa.

- Tu madre se casó embarazada y tú fuiste la prometida de ese escocés hace tiempo. Incluso conocías los planes que llevaría a cabo en la iglesia y no lo delataste. Dime, ¿qué concepto debería tener de ti, milady?