Capítulo 23

Siguiendo la costumbre que había adquirido desde hacía tres días, cuando habían sido atacados durante la cacería, Dominic observó sus tierras a la caída del sol desde la torre más alta de Blackthorne.

Aquella estratégica posición le permitía ver la espesa niebla que cubría el pantano y los ríos, las faldas de una montaña donde se perfilaban las siluetas de robles ya verdes, el oscuro perfil de las rocosas colinas donde empezaba a esconderse el sol, unas cuantas ovejas perdidas que eran perseguidas por perros para obligarlas a volver al redil, e incluso llegó a distinguir los últimos grupos dispersos de aves que bajaban en espiral hasta el pantano para poder descansar.

Pero no percibió ninguna señal de Duncan de Maxwell ni de sus hombres, a pesar de saber que se escondían en algún lugar de sus vastos dominios, agazapados a la espera de poder atacar la fortaleza.

De pronto, su concentración se rompió al escuchar unos pasos provenientes de la torre más cercana. Conocía muy bien ese sonido y no tuvo que volver la mirada para ver de quién se trataba.

- Bonita tarde -comentó Simon.

La única respuesta que recibió de Dominic fue una maldición entre dientes.

- Puede que no sea tan bonita -se burló Simon.

El barón volvió a gruñir.

- De pésimo humor, ¿quizás? -sugirió irónicamente Simon.

Dominic se limitó a dedicarle una peligrosa mirada de soslayo.

- Tengo nuevas noticias sobre tus caballeros -dijo entonces su hermano con voz grave, consiguiendo por fin la atención del barón.

- ¿Dónde están?

- Si no hay más tormentas, a nueve días de aquí. Los caminos estaban tan llenos de barro que ha sido imposible empezar el viaje hasta hoy.

- ¡Maldita sea! -siseó Dominic entre dientes.

- Podrías ordenar a tu ejército que se adelantara, dejando que los sirvientes custodien los animales de carga.

- Sería una temeridad y lo sabes; tanto los sirvientes como mis bienes estarían indefensos ante los reevers.

- Ojalá hubiéramos encontrado ya a esos bastardos -deseó Simon apretando los puños.

- Duncan nunca se arriesgará a que eso ocurra. Sus hombres no están bien adiestrados y es consiente de que perdería en una batalla a campo abierto.

- Sven también piensa como tú.

Al escuchar aquello, Dominic se giró para mirar fijamente a su hermano.

- ¿Ya ha vuelto?

Simon asintió.

- Ordénale que se presente ante mí.

Justo en ese momento, un hombre apareció en el umbral de la torre. Sus suaves botas de piel no hicieron ningún ruido al caminar sobre la piedra; fundirse con cualquier cosa que lo rodease era una de las extrañas habilidades de Sven, además de parecer calmado en cualquier ocasión por difícil que fuera.

- ¿Has cenado? -le preguntó Dominic.

- Sí -contestó Sven en voz baja-. Barón, no tengo mucho tiempo. Necesito estar de vuelta muy pronto en Carlysle Manor para ocuparme de mis rebaños.

Imaginarse a un guerrero tan temible como Sven cuidando de unas ovejas, hizo que los labios de Dominic se elevaran en una sonrisa irónica.

- ¿Te has enterado de algo nuevo?

- Sí. Los reevers están creciendo en número.

- ¿Cuántos son ya?

- Ocho caballeros, doce escuderos y treinta siervos.

- ¿De cuántas monturas disponen?

- Tan sólo de dos corceles, pero en pocos días llegaran mejores caballos desde Escocia.

- ¿Y qué me dices de las armas? -lo interrumpió Dominic.

- Los caballeros están tan bien armados como nosotros; no son tan hábiles, pero los escoceses de Solway tienen sangre vikinga en las venas, y eso les convierte en enemigos a tener en cuenta.

Dominic sonrió ligeramente. Los soldados solían mofarse de que Sven estuviera tan orgulloso de sus antepasados nórdicos, aunque ninguno se atrevía a decir nada en su presencia.

- Los escuderos ya tienen edad para iniciarse en la batalla -siguió el caballero-. De hecho, algunos de ellos llevan varios años cometiendo asaltos.

Al oír un grito, Sven se giró con rapidez, haciendo que sus grises vestimentas de peregrino se elevasen por el brusco movimiento, y que sus claros ojos brillaran en busca de algún movimiento que viniera del patio inferior.

- Habrán vuelto a sorprender a Leaper robando pan -comentó Dominic con calma-. Suele hacerlo a estas horas todos los días.

- ¿Cuándo llegará el resto de vuestro ejército? -preguntó Sven sin rodeos.

- Dentro de nueve días; quizá más.

- Es demasiado tiempo. Los reevers pronto estarán preparados para atacar.

- Podemos aguantar -aseguró Simon-. El castillo podría resistir cualquier asedio.

- Primero atacarán al ejército que viene en nuestra ayuda y después vendrán por nosotros -reflexionó Dominic en voz alta.

- Sí -convino Sven-. Ese es el plan de Duncan; un hombre muy astuto, barón.

- Y ¿qué me dices de esos malditos reevers? ¿Aceptan que Duncan sea su jefe? -inquirió Dominic con curiosidad.

- Los que aún piensan que su causa es noble sí, pero el resto seguiría a cualquiera que les ofreciera un baño de sangre, incluido Rufus.

- ¿Ese hombre es tan peligroso como Duncan?

- En absoluto. Duncan es como vos, barón, un líder al que sus vasallos seguirían al mismo infierno; pero Rufus no es más que un cobarde.

Dominic miró hacia los campos con aire pensativo, dejando que la tranquilidad de la tarde calmara sus inquietudes.

Lo necesitaba.

Compartía el lecho con Meg desde que habían regresado del montículo sagrado y la joven se despertaba cada noche gritando de miedo. Cuando él le preguntaba qué le pasaba, la respuesta siempre era la misma.

El peligro se cierne sobre nosotros.

¿Qué tipo de peligro? ¿La peste? ¿Un asedio? ¿Veneno? ¿Emboscadas?

No lo sé. ¡No lo sé! Sólo sé que un terrible peligro nos acecha y que cada noche se acerca más y más… Abrázame, Dominic, abrázame. Temo por tu vida, milord, temo…

Él trataba de calmarla abrazándola con ternura y acariciándole el pelo con suavidad, envolviéndola en su calidez hasta que amanecía.

- Bien. -Dominic sacudió la cabeza, intentando concentrarse en el momento presente-. Al menos ahora sé de qué peligro se trata. Puedes irte, Sven, gracias. Tu información ha sido inestimable, como siempre.

Simon esperó a que se dejaran de oír los casi imperceptibles pasos de Sven para hablar.

- ¿A qué te referías con eso de que ya sabes de qué peligro se trata? -le preguntó a Dominic con curiosidad.

- Mi esposa tiene pesadillas todas las noches, y hasta ahora no he entendido su significado.

- Al menos ya se ha entregado a ti y el peligro de que huya con Duncan ha desaparecido -señaló Simon.

- Sí. -La voz de Dominic estaba marcada por un profundo sentimiento de posesión-. Ahora es mía y nadie podrá arrebatármela jamás.

Pero nunca me habla de amor. Me habla de placer, de peligro, del cuidado del castillo, del jardín, de la primavera… pero nunca de amor.

Ámame, pequeña, sana esta tierra con nuestros hijos.

- No me lo explico, hermano, pero todos los habitantes de la fortaleza supieron lo que había ocurrido entre vosotros en el momento en que volvisteis de la cacería -dijo Simon con satisfacción, dándole una palmada a su hermano en la espalda-. La forma en que Meg te miraba… Nunca la había visto tan bella.

Dominic no contestó.

Inmóvil, en silencio, dirigió la mirada hacia los lejanos y tranquilos campos hasta que la oscuridad permitió que la luna fuera visible.

Simon esperó a que su hermano volviera a dirigirse a él sin impacientarse. Había aguardado de aquel modo en muchas otras ocasiones después de que Sven hubiera presentado un informe, dándole a Dominic el tiempo que necesitaba para establecer la estrategia a seguir.

- Creo… -dijo el barón finalmente-…que ya es hora de dar al diablo lo que se merece.

- ¿Qué quieres decir?

- John de Cumbriland debe tener un funeral adecuado.

Simon estaba demasiado desconcertado para poder hablar.

- Habrá música, actores y torneos -continuó Dominic.

- Torneos -repitió Simon con voz teñida de incredulidad.

- Sí. Es hora de que Duncan y sus reevers sepan a quién se están enfrentando.

Entre ellos se produjo un profundo silencio, seguido de un breve estallido de carcajadas.

- Un enfrentamiento sin derramamiento de sangre -dijo Simon con admiración-. Muy astuto. Pero también muy peligroso. ¿Qué ocurrirá si los reevers deciden mandar al infierno las justas y los torneos, y luchan en serio?

- Entonces, habrá guerra y correrá la sangre.

Lo que Dominic no dijo fue que la sangre podría ser la suya. Retaría a Duncan y aquel combate decidiría el futuro de Blackthorne. Sin embargo, era muy consciente de que el escocés era un poderoso enemigo casi invencible con la espada.

Tras una última mirada desde la torre, Dominic se giró dando la espalda a la tierra por cuya posesión había luchado toda su vida, y al sueño de paz que siempre lo había eludido. Todo aquello permanecía al pasado y al futuro. En aquel instante sólo quería vivir el presente, volver a estar con su esposa, oler su único y especial aroma, acariciar su suave piel, hundirse hasta el fondo en el interior de su acogedor cuerpo…

Abandonó las almenas sin pronunciar palabra, dirigiéndose a grandes pasos hacia los aposentos de Meg. No se detuvo a llamar a la puerta; sabía que ella estaría dentro, esperándolo.

Al verlo aparecer en el umbral, Eadith emitió un grito ahogado.

- Déjanos -le ordenó Dominic.

La doncella dejó caer el enjoyado peine con el que había desenredado el cabello de su señora, y obedeció con inusual rapidez. El señor de Blackthorne parecía furioso y sólo tenía ojos para su esposa.

Tan pronto como Eadith salió y Dominic echó el pestillo de hierro, Meg se levantó de la silla donde había estado sentada con una mirada preocupada. Las joyas de sus tobillos se agitaron y emitieron un dulce murmullo, sin embargo, ella apenas fue consciente del agradable sonido pues la intangible oscuridad que rodeaba a su esposo hizo que se le encogiera el corazón.

- ¿Qué ocurre? -susurró.

Los plateados ojos de Dominic estudiaron minuciosamente la frágil figura femenina. El largo cabello caoba caía libremente por su espalda y tan sólo estaba sujeto por una delicada diadema de oro y esmeraldas. Un exquisito vestido de seda verde se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, resaltando la turgencia de sus pechos, la estrecha cintura y la curva de sus caderas. Y a modo de cinturón, llevaba varias cadenas de oro que emitían un dulce sonido cada vez que se movía.

Se acercó hasta ella despacio, y cuando extendió el brazo para atrapar un largo mechón de su pelo, su mano tembló por la feroz ansia de su corazón.

- Eres… increíblemente bella -dijo Dominic en voz baja, cerrando los ojos y dejando escapar las sedosas hebras entre sus dedos-. Pero «belleza» es una palabra que no alcanza a describir lo que significas para mí.

- Milord -insistió Meg, cogiéndole la mano-. ¿Qué ocurre?

Él abrió los ojos y la miró como si quisiera grabar en su mente el elegante arco de sus cejas, el brillo de sus ojos color esmeralda, la cremosa textura de su piel, la elegancia de sus altos pómulos…

Con una ternura desgarradora, rozó sus suaves labios con el áspero dorso de sus dedos.

- He intentado alejarme pero no puedo -admitió en voz baja-. Te necesito, Meg. ¿Estás… mejor?

- ¿Mejor?

- Cuando yacimos juntos en el montículo sagrado te hice daño. ¿Te has recuperado ya?

- Tú nunca me has hecho daño -aseguró Meg con vehemencia.

- Sangraste.

- Sólo sentí placer -susurró antes de besar los dedos llenos de cicatrices que acariciaban su boca, provocando que un sutil temblor atravesara el poderoso cuerpo masculino.

- ¿Significa eso que vendrás a mí de buen grado? -preguntó Dominic.

A Meg le resultó imposible ocultar el anhelo que la recorrió.

- Pensé que no me desearías tan pronto -confesó trémula.

- ¿Pronto? -repitió él asombrado, acariciando el agitado pulso que latía con fuerza en la delicada columna del cuello femenino-. Han pasado tres días.

- Eadith me dijo que un hombre necesita tiempo para volver a desear a una mujer.

Una extraña sonrisa distendió las severas líneas del rostro de Dominic.

- Si la mujer en cuestión es Eadith -comentó irónico-, toda una vida no sería suficiente para despertar mi… digamos… interés. Pero si eres tú…

- ¿Medio día? -aventuró Meg.

El normando sonrió.

- Si eres tú, pequeña, no haría falta ni media hora.

- ¿Tan pronto? Ni siquiera tú podr…

La joven se ruborizó y su voz se apagó de pronto al escuchar sus propias palabras.

Dominic rió, sintiendo que la fría oscuridad que había invadido su ánimo en la torre se desvanecía.

- Si no hubiera temido hacerte más daño del que ya te hice -le aseguró-, te hubiera hecho mía de nuevo, como mínimo, una vez más antes de abandonar los círculos de piedra.

Meg lo miró asombrada.

- ¿De verdad?

- Sí, de verdad. -Hizo una pausa y luego le preguntó con voz tensa-: ¿Es cierto lo que has dicho? ¿Te di placer?

El rubor se intensificó en los pómulos de Meg, antes de asentir brevemente y bajar la cabeza.

Dominic colocó la palma bajo su barbilla y la obligó a levantarla.

- No te escondas de mí, pequeña. Necesito saberlo.

Las oscuras pestañas color caoba se alzaron, revelando las verdes profundidades de los ojos femeninos.

- ¿Verdaderamente te di placer? -insistió él.

La resplandeciente plata de la mirada de Dominic subyugó a Meg, cuyos labios se abrieron para tomar aire entrecortadamente.

- Sí -admitió trémula.

La mano del normando se hundió en el cabello de la joven, atrayéndola hacia sí para besarla.

- ¿Y yo?-preguntó Meg contra sus labios.

- ¿Qué quieres decir?

- ¿Te di placer?

- Sí. -La besó brevemente-. Sí. -Volvió a besarla-. Sí, sí, sí.

- ¿Estás seguro? Marie dice que los hombres obtienen poco placer de una virgen.

- Olvídate de Marie -le dijo Dominic, mordisqueando el carnoso labio inferior de la joven con exquisito cuidado-. Sabe muy poco sobre vírgenes y menos sobre hombres.

Meg miró a su esposo vacilante, preguntándose si estaba bromeando.

- Lamento discrepar, milord, pero yo diría que Marie sabe mucho sobre hombres.

- Si dudas de mis palabras, dame tu mano -la retó.

La joven parpadeó.

- ¿Cuál de ellas?

- Cualquiera servirá.

Meg extendió su mano derecha. Dominic la cogió y, sin vacilar, la colocó sobre su rígida erección. La joven dejó un escapar un pequeño sonido ahogado de asombro y él sonrió, instándola a acercar aún más su mano y guiando su palma a lo largo de su grueso miembro.

- Los hombres pueden mentir sobre muchas cosas. Pero no sobre esto. -Incluso amortiguada por las capas de tela, la caricia de Meg fue suficiente para que la sangre de Dominic retumbara como un trueno por todo su ser-. El cuerpo de un hombre no puede mentir sobre el deseo.

La joven se ruborizó aún más, pero no apartó la mano.

- Nada en mi vida anterior me había preparado para el placer que me diste en el bosque -continuó él con voz áspera y ronca-. Sólo recordar lo que sentí al poseerte, al hacerte mía, al abrirme paso en tu interior, es suficiente para excitarme. Nadie te había tocado nunca y, sin embargo, me hechizaste, derramaste tu deseo en mis dedos.

Con un ahogado gemido, Dominic retiró la mano que lo atormentaba y la llevó a su boca para besarle los dedos.

- ¿Me permitirás que te desvista?

- Por supuesto -respondió Meg, dándose la vuelta para que pudiera alcanzar las cintas de su vestido-. Tienes derecho como espo…

- No -la interrumpió él bruscamente-. Eres una glendruid. No tengo ningún derecho, a excepción de los que tú me concedas.

La tristeza atenazó de pronto la garganta de la joven.

- ¿Por eso me tratas con tanta ternura? ¿Porque soy una glendruid?

Los firmes dedos masculinos se detuvieron sobre las cintas del vestido color esmeralda.

- Te cortejaría de la misma forma en cualquier caso -afirmó Dominic.

- ¿De verdad lo harías? -inquirió ella, imprimiendo un matiz de ironía a su voz-. Ah, sí, se me olvidaba. Los hombres no pueden tener herederos si no consiguen dar placer a sus esposas.

Al escuchar sus palabras, Dominic se limitó a encogerse de hombros.

- Yo no creo en esa superstición -aseveró tajante.

Las cintas se deslizaron por los ojales con un suave susurro.

- ¿Crees que una mujer que no ha sentido placer puede concebir? -preguntó Meg.

- Sé que puede.

Meg giró la cabeza y lo miró por encima del hombro.

- ¿Por qué estás tan seguro? ¿Forzaste alguna vez a alguna mujer y la dejaste embarazada?

- ¿Es ésa la opinión que tienes de mí? -La voz de Dominic reflejaba claramente la tensión que lo dominaba.

Con un suspiro, Meg volvió a darle la espalda.

- No -admitió contrita-. Siento haber dicho eso. Sé que no que no obtienes ningún placer del dolor ajeno.

Durante unos instantes reinó un pesado silencio que pareció llenar la estancia.

- Hace tiempo -dijo al fin el normando en voz baja y controlada-, uno de mis caballeros encontró a una joven sarracena sola. Era virgen. La dejó tan desgarrada y ensangrentada por su brutal ataque que casi no pudimos salvarle la vida. Sé con certeza que ella no obtuvo ningún placer de él, sin embargo, concibió un hijo.

- ¡Dios mío! Eso es muy injusto.

- También lo es nacer bastardo -apuntó Dominic-. Pero mi hermano y yo nacimos como tales.

- Al igual que Duncan de Maxwell.

Una cinta atravesó rápidamente su ojal.

- ¿Tienes inclinación por los bastardos, milady? Meg soltó un extraño sonido de exasperación.

- ¿Yo? No. ¡Diría que son ellos los que tienen inclinación por el castillo de Blackthorne!

Las manos de Dominic permanecieron inmóviles mientras luchaba por controlar la ira que lo dominaba cada vez que su esposa hablaba de los términos de su matrimonio.

- No puedo cambiar la forma en que nos casamos o por qué lo hicimos -afirmó Dominic cuando pudo volver a confiar en su voz-. Y tampoco lo haría si pudiera. ¿Y tú, mi reacia esposa?, ¿desearías haberte opuesto a una unión impuesta por el rey de Inglaterra?

- No -respondió Meg después de un momento-. Eso significaría la guerra.

- ¿Desearías un esposo al que no le importara el castillo de Blackthorne?

- No.

- ¿Desearías un esposo que no pudiera darte hijos?

- No. Por supuesto que no -susurró ella.

- ¿Desearías un esposo que no sintiera deseo por ti?

- Tú sabes que no -musitó Meg, mordiéndose el labio.

- Entonces, ¿por qué quieres discutir? ¿Piensas que no defenderé y protegeré las tierras?

Meg sacudió la cabeza.

- ¿Acaso crees que no defenderé y protegeré a mis hijos?

- No. Estoy segura de que lo harías -consiguió decir, temblorosa.

- ¿Crees que no te defenderé y protegeré hasta la muerte?

Dos lágrimas se escaparon de los ojos de Meg. Tenía la garganta tan agarrotada de dolor que no podía hablar, así que, lentamente, volvió a mover la cabeza en un gesto negativo indicándole que confiaba en él por completo.

Los largos y fuertes dedos del normando liberaron al fin la última de las cintas y el verde vestido de seda se abrió revelando la elegante espalda de Meg, cubierta por la fina tela de su corpiño.

- ¿Crees que no soy digno de ti en algún aspecto? -exigió saber.

- Dominic… Claro que lo eres. -La voz de Meg se quebró. Que él le hiciera esa pregunta le desgarraba el corazón. Lo amaba, su alma lo había reconocido en el momento en que lo vio en la iglesia. Era todo lo que ella había anhelado. Una sola de sus sonrisas, una caricia, bastaban para hacerla feliz. No había otro para ella.

Si consiguiera que él la amara a su vez…

De pronto, la joven tomó aire emitiendo un apremiante gemido cuando la boca de su esposo se posó en su nuca, al tiempo que sus dedos soltaban los frágiles cierres de su ropa interior.

Mientras trazaba un ardiente sendero por el cuello de Meg con sus labios, Dominic se deshizo del resto de la ropa femenina haciendo que formase un sedoso montón a los pies de la joven. Sin darle tregua, acarició su redondeado trasero con lentas y apremiantes caricias. Deseaba tanto hundirse de nuevo en la sensual calidez de su interior que sus manos temblaban de pasión contenida.

Pero no lo haría todavía.

Primero, la oiría gritar su nombre y su cuerpo se arquearía contra él pidiéndole que la hiciera suya.

Con exquisito cuidado, Dominic recorrió con sus dedos la hendidura de su trasero que conducía a sus más ocultos secretos, mientras se sentaba sobre los talones. El sonido de la voz de Meg quebrándose al pronunciar su nombre le hizo esbozar una fiera sonrisa de triunfo.

- ¿Sí? -murmuró él-. ¿Hay algo que desees?

El cálido aliento del normando en la parte baja de su espalda envió dulces ondas de placer a cada una de las terminaciones nerviosas de Meg, y la exquisitamente refrenada presión de sus dientes en sus nalgas hizo que se le acelerara el pulso. Pero la suave penetración de uno de sus dedos en su estrecho interior casi la obligó a caer de rodillas.

- No hay nada en ti que no sea suave -susurró él contra su piel.

Al sentir los firmes dedos explorando las profundidades de su ser, la joven lanzó un grito apenas contenido y abrió más las piernas en una súplica involuntaria. En el preciso instante en que Dominic comenzó a retirarse por temor a hacerle daño, sintió que la húmeda evidencia de la excitación de Meg inundaba su mano. Sin piedad, introdujo un segundo dedo y fue recompensado con una exquisita contracción que lo acarició en un intento de retenerlo.

- Tu cuerpo fue hecho para mí, pequeña -musitó.

Ella no pudo responder. Dominic estaba aumentando la presión de sus dientes en las nalgas sometiéndola a una exquisita tortura, para luego aliviar el dolor con su lengua y sus labios, al tiempo que su mano separaba los húmedos e hinchados pliegues femeninos hasta encontrar la palpitante y diminuta protuberancia que era el centro de su placer.

Los hábiles dedos de su esposo se demoraron en aquel punto, torturándola, cautivándola, aumentando la excitación de la joven con devastadoras caricias, mientras uno de sus musculosos brazos le rodeaba con fuerza las caderas para impedir que cayera.

El corazón de Meg se desbocó y una indescriptible sensación de éxtasis estalló en su interior, haciendo que se balancease sin control y que gritase desgarradoramente el nombre de su esposo, enardeciéndolo aún más.

- Basta, por favor -susurró la joven segundos después, apoyándose en su fuerte brazo-. No puedo seguir de pie.

Reticente, Dominic empezó a retirarse de su acogedor cuerpo, sólo para descubrir que no deseaba soltarla, sino volver a oír sus gemidos, oler de nuevo el aroma de su excitación.

- Una vez más, pequeña. Sólo una vez más.

Antes de que ella pudiera protestar, él volvió a morder su carne con sensual cuidado al tiempo que la penetraba con los dedos, abriéndola y preparándola para que pudiera recibirlo sin sentir ningún dolor.

Meg sintió la boca de Dominic como un fuego abrasador en la parte baja de su espalda. Volvía a estar dentro de ella, empujándola, llenándola, conduciéndola de nuevo a una ardiente y oscura espiral de sensaciones.

Con un grave gemido, la joven tembló con violencia y se desplomó sobre su brazo al tiempo que un calor líquido empapaba de nuevo los dedos de su esposo.

El normando emitió un ronco gruñido triunfal y se puso en pie lentamente, arrancando más gemidos de Meg al acariciar cada milímetro de ella en su retirada. Cuando se balanceó contra él, la rodeó con el brazo justo por debajo de su pecho para sostenerla.

La cremosa y desnuda línea que trazaba su espalda suplicaba a gritos que la recorrieran bajando hasta el caliente centro de placer femenino que sólo él había tocado.

- Me llevas hasta límites que hasta ahora no había conocido -reconoció tenso.

- ¿Yo? -consiguió decir Meg.

La ronca aspereza de su voz fue como una caricia para los enardecidos sentidos de Dominic, que se estremeció con fuerza luchando por conservar el poco autocontrol que le quedaba y que se reducía con cada salvaje Latido de su corazón.

- Quiero hacer mío cada centímetro de tu cuerpo, dejar mi marca en ti. -le dijo casi con dureza.

- Hazlo entonces. -Invadida por un anhelo que le quemaba las entrañas, Meg clavó las uñas en el brazo que la sostenía-. ¡Hazme tuya, Dominic! Me siento vacía.

Estaban lejos de la cama, pero a un paso de la mesa de costura.

Sin previo aviso, él la alzó con un brazo y utilizó el otro para despejar la mesa de hilos de colores y cestas con un impaciente movimiento. Un instante después, sentó a Meg sobre ella y se deshizo a una velocidad sorprendente de sus propias ropas. La combinación de sorpresa y deseo que reflejaba el rostro de la joven hizo que Dominic emitiera un sonido entre risa y gemido.

- ¿En la mesa? -logró preguntar ella con voz ronca.

- Está más cerca que la cama.

Meg no protestó; estaba fascinada por la rígida erección que evidenciaba el deseo de Dominic.

- ¿Puedo… tocarte? -susurró ella.

- Moriré si no lo haces.

La voz del normando se convirtió en un grave gemido ante el delicado y abrasador roce de las puntas de los dedos de Meg.

- Tan duro -susurró, rodeando la base de su grueso miembro-. Y sin embargo, tan suave… -Lentamente, sus dedos lo recorrieron acariciándolo hasta llegar a la punta roma-. Sobre todo aquí.

- Dios, dame fuerzas -masculló Dominic apretando sus dientes.

Un relámpago de placer lo atravesó, sacudiéndolo y, por el espacio de un segundo, estuvo al borde de perder el control por completo. El sudor perlaba su cuerpo al tiempo que dominaba su feroz deseo con una larga y entrecortada inspiración.

Con su fuerza de voluntad pendiendo de un hilo, Dominic atrapó la mano de Meg y mordió su palma.

- ¿No te ha gustado que te tocara? -preguntó, mirándolo confundida.

- Demasiado. He estado a punto de estallar en tu mano.

La sorpresa en los ojos de la joven fue rápidamente sustituida por la curiosidad y, sintiéndose atrevida, bajó la mirada con una expresión de sensual especulación. Un momento después tomaba aire con un suave y rasgado gemido, al sentir que Dominic cerraba las manos alrededor de sus rodillas y las separaba lentamente.

- Ábrete más para mí, pequeña.

Meg intentó responder, pero no pudo. La controlada fuerza de las manos que separaban sus piernas la había dejado sin voz, y el peligroso brillo plateado que recorrió los ojos de Dominic al contemplar su desnudez la hizo temblar.

Debería haberse sentido asustada, indefensa, pero, en lugar de eso, se sintió extrañamente poderosa, intensamente deseada. Sabía que en aquel instante nada era más importante para su esposo que ella.

La voz de Meg se quebró gimiendo el nombre de Dominic cuando él tentó la entrada a su cuerpo con la abrasadora longitud de su erección. La punta del grueso miembro parecía marcarla como un hierro candente mientras sus dedos rozaban y presionaban el suave centro de placer oculto entre sus pliegues. Al redoblar el normando sus caricias, la joven echó hacia atrás la cabeza con un grito ahogado y se abandonó a las sensaciones que la consumían.

- Sí -exclamó él, observándola con ojos enfebrecidos de deseo-. Así es como yo te quería, caliente y húmeda. Gritando por mí.

- No puedo… no puedo soportarlo más.

Dominic se rió en voz baja y se estremeció cuando sintió cómo su líquida respuesta se derramaba sobre el extremo de su excitada carne, facilitándole la entrada al interior de la joven.

- Yo tampoco -reconoció con voz áspera-. Rodéame la cintura con las piernas y acércame a ti. Sí, así.

Las poderosas manos masculinas se deslizaron por debajo de las caderas de Meg.

- Prepárate, pequeña. Esto no va a ser fácil.

La joven tan sólo pudo emitir un grito entrecortado al sentir cómo Dominic se adentraba inexorablemente en ella hasta llegar a lo más hondo de su ser. Durante unos segundos, Meg creyó que la desgarraría. Él intentó retroceder, pero no pudo obligarse a sí mismo a abandonar los prietos y cálidos tejidos que lo aprisionaban.

- ¿Es demasiado? -preguntó a través de sus apretados dientes.

- Yo…

Temiendo hacerle daño, empezó a retirarse, pero la oculta caricia al rozar piel contra piel arrancó un estremecimiento de Meg y la lluvia secreta que le siguió facilitó la sólida presencia masculina en su interior. Con cuidado, Dominic volvió a penetrarla y, aquella vez, los jadeantes sonidos que la joven emitió eran fruto del placer más que de dolor.

Cuando él retrocedió una vez más, Meg tensó las piernas alrededor de sus caderas, tratando de impedírselo. El posesivo gesto hizo que el normando perdiera el control. Con un rugido, empezó a penetrarla una y otra vez hundiéndose en ella con toda su feroz longitud, y urgiéndola a un ritmo más duro y salvaje.

La joven emitió un sollozo de entrega, rindiéndose a su implacable invasión. Temblando, gritando entrecortadamente, se arqueó contra él rotas todas sus defensas, y hundió las uñas en los musculosos hombros pronunciando el nombre de su esposo con una creciente nota de urgencia.

Él alzó las caderas femeninas con sus grandes manos, haciendo que sintiera el primitivo poder de su cuerpo y embistiéndola con tanta fuerza que le hubiera hecho daño de no estar preparada. Meg respondió contrayéndose a su alrededor en una serie de oleadas de un intenso y demoledor placer que desgarraron su cuerpo y la dejaron exhausta, mientras Dominic se tensaba salvajemente entre sus brazos y eyaculaba con fuerza en su interior.

Cuando finalmente cesaron los últimos ecos del éxtasis que sacudían todo su ser y pudo volver a respirar con normalidad, Meg abrió los ojos.

Dominic la miraba como si ella fuera su joya más preciada.

- ¿Estás bien? -preguntó en voz baja.

- Sí -jadeó Meg.

- ¿No te he hecho daño?

- No. Me has hecho sentir que el mundo estallaba a mi alrededor -confesó entrecortadamente-. Pero no me has hecho daño.

- ¿Estás segura? Pretendía tomarte con mucha más delicadeza -se excusó-. Pero cuando estoy contigo no tengo ningún control sobre mi cuerpo.

- No me has hecho daño. Al contrario. Nunca había sentido tanto placer.

Mientras hablaba, la joven se inclinó hacia delante para besarlo, y el movimiento hizo que él también se moviera en su interior. Aturdida, abrió los ojos y se quedó sin respiración sintiendo cómo pequeñas y exquisitas sacudidas la recorrían de nuevo.

Dominic percibió la respuesta de Meg con la misma claridad que ella lo hizo, pues los delicados e inflamados tejidos que lo acogían, lo acariciaron impidiendo su retirada. Entrecerró los ojos ante la repentina aceleración de su pulso y, sin separar sus cuerpos en ningún momento, la levantó y la llevó hasta la cama.

- No. No me dejes -suplicó Meg, abrazándose a él cuando la tumbó.

Dominic exhaló violentamente.

- ¿Te gusta tenerme dentro de ti?

- Sí.

Le encantaba sentir a Dominic tendido sobre ella, descansando su peso sobre los codos. Incluso podía sentir hasta el más pequeño de sus movimientos, pues él estaba rebosante y duro una vez más.

- ¿No te he hecho disfrutar? -musitó preocupada.

- Tanto, que apenas podía tenerme en pie.

Meg se meció tímidamente contra él.

- Pero… tú todavía estás… duro.

- No, todavía no. Más bien, vuelvo a estarlo.

Los ojos de la joven se agrandaron asombrados.

- No ha pasado media hora.

Él se rió y volvió a moverse en embestidas cortas dentro de ella, saboreando cada milímetro de su calidez y de su fragante lluvia de placer. Después retrocedió lentamente y, cuando volvió a avanzar, le permitió sentir su peso y su poder.

- Dominic -susurró ella, queriendo gritar que lo amaba.

La sólida presión en su interior se intensificó, llenándola por completo y seduciéndola hasta que ya no pudo pensar, sólo sentir, perdida en el mundo de sensaciones que había creado para ella. Intentó explicarle el placer que sentía al estar tan unida a él, moviéndose al implacable ritmo que le marcaba, compartiendo aliento y cuerpo, pero todo lo que surgió de los labios femeninos fue un ahogado gemido.

Dominic rió al sentir el placer y la fuerza que lo recorrían; un poder aumentado y liberado por la mujer que en ese momento vibraba dulcemente bajo su cuerpo. Inclinándose, tomó con su boca los pequeños gritos que surgían de sus labios, avanzando y retrocediendo, deslizándose hacia delante y hacia atrás, penetrándola una y otra vez hasta que los gritos se volvieron agudos y apremiantes, reflejando su miedo.

- ¿Dominic? -jadeó Meg, sintiendo que su cuerpo estallaba consumiendo su alma.

- Abandónate a mí. Vuela, yo te sostendré.

- Pero, tú…

- Estaré contigo. Vuela, pequeño halcón. Vuela hacia lo más alto, hasta el sol.