Crónica
AÚN queda en el palacio el desorden de la fiesta que contaba con doscientos cocineros, trescientas damas de honor, mil llores de znistan.
Mientras este cronista escribe sobre la llegada de Esther, para muchos una de las afortunadas que vienen al palacio, esta noche irá a la cámara real una joven, casi una niña, de Canaán. La cananea es delgada, morena, bella, y sus ojos verdosos sobresalen en un rostro inquieto e inteligente. «Casi una niña, casi una niña», decía su madre, que permanece en las puertas de palacio preguntando día tras día por su suerte.
¿Hay en la ocultación, en la vida en palacio, una retirada? Soy joven aún, sin embargo, vivo dedicado a la vida de los otros, a las guerras de otros. Yo luché una vez y allí perdí la vida para siempre. Cuando se deja de creer, cuando la experiencia supera a la razón, a las emociones, entonces es el momento de detenerse. Encontrar el palacio y seguir al otro lado. Así las páginas del libro de crónicas testifican mi no presencia.
El Peloponeso no deja de sangrar sobre nuestros reyes. Sangra inútilmente, como los miles de soldados caídos en la batalla. Cuando se lucha y se muere, la sangre sólo tiene sentido en la muerte del enemigo, en cada una de sus heridas; ésa es la batalla heroica. La guerra hace al hombre. Y a causa de la guerra crecen y mueren las civilizaciones. Los espartanos, que encontraron el equilibrio gobernados por dos hombres, conocen el dominio del arte de la guerra. Nuestros legisladores deben aprender también de su organización, la Gerusía, constituida por hombres mayores de sesenta años, veintiocho ciudadanos que discutían lo que era más conveniente para la ciudad y luego trasladaban sus decisiones a la Apella. Los niños espartanos aprenden el arte de la guerra a los siete años; también a los persas se les educa para la guerra y creen que hace crecer al hombre. He aprendido a conocer y a respetar al enemigo.
Hay parte de mi texto que se pierde, a veces pareciera que las páginas desapareciesen. Pero me impulsa saber que debo entregar mi tiempo a esta labor de retener los hechos para mi soberano y señor, notificar y relatar es mi sentido, porque a través de los hechos, de la historia de otros pueblos, éstos pueden encontrar su grandeza.
Recuerdo el campo de batalla, recuerdo a mi soberano el rey en el centro, rodeado de miles de soldados de infantería precedido de los jinetes, recuerdo mi lugar entre los carpinteros y los ingenieros encargados de construir el camino, un camino realizado para una marcha sin retorno, un sendero realizado con grandeza para ser recorrido una sola vez. Recuerdo a los arqueros, sí, este pueblo es de grandes arqueros y hombres que aborrecen de la mentira. La flecha y la verdad destrozan al enemigo. Recuerdo las flechas cayendo como miles de gotas de una lluvia frondosa sobre los enemigos. Allí, en ese campo, fue cuando empecé a pertenecer a este pueblo, cuando comenzó el libro.