Capítulo 4
Libro de Esther
Conspiración
DESDE una de las entradas que daban al patio vio los cuerpos sin vida de los eunucos balanceándose pesadamente. Esther se detuvo, casi paralizada, aunque apenas se distinguía más que unos bultos colgados y no se podía descubrir en ellos ningún rasgo humano. Entonces llegaron dos esclavos, que los descolgaron, y de repente, lo que apenas era una masa informe, se convirtió en cuerpo y pudo ver una de las manos abierta y blanca. La impresión fue tan fuerte que se desmayó. Cuando se despertó en su habitación quiso llorar pero no pudo. Fijó la vista en un dibujo egipcio que le había regalado el rey. Eran tres perfiles de mujeres negras, una seguida de la otra, colocadas en una línea, estaban realizados con colores rojos y naranjas. Las mujeres, a pesar de parecerse las unas a las otras, tenían cada una un rasgo diferente. Intentó ponerse en pie pero no pudo, como si en el interior de su mente las siluetas de esas mujeres batallaran y hablaran a la vez, y su cabeza se hubiera partido en mil pedazos y de cada uno de ellos saliera una mujer distinta. Esa tarde había comprendido las dificultades de gobernar, el horror de ser responsable de una muerte. Si ella no hubiera informado al rey, esos hombres estarían vivos, pero tal vez ella ahora lloraría al hombre que amaba. Cómo saber que no se hubieran arrepentido justo antes.
Esa tarde, en cuanto recuperó el equilibrio, fue por el pasillo de las columnas doradas a buscar al rey, a pesar de que no había sido llamada. La guardia le comunicó que su soberano asistía a una reunión con sus ministros. Ella necesitaba verle, necesitaba su abrazo, sabía que no debía entrar en su estancia, no sin ser llamada, pero pensó que quizá el azar la ayudaría y decidió quedarse cerca de la sala de reuniones del gobierno. Dos guardias muy similares entre sí, como uno de los grabados egipcios, vigilaban la puerta, mientras que una decena de esclavos con bandejas repletas entraban y salían.
Supuso que en la reunión se encontraban los ministros del rey, además de algunos nobles del reino que le adulaban. Se había organizado un sistema por el que cada provincia era gobernada de acuerdo con las leyes del rey por uno de los nobles. No era fácil mantener un territorio tan extenso, sin embargo se había conseguido cierta unidad.
Además de estos líderes, cerca del rey, rodeándole, adulándole, había hombres de familias que durante generaciones habían tenido un papel preponderante en la sociedad. El soberano había favorecido y distinguido especialmente a alguno de estos nobles, especialmente al ministro Haman, al que había colocado a la cabeza de todos los príncipes.
Desde un lugar detrás de las columnas que presidían la puerta de la sala de gobierno, vio a Haman entrar en la estancia. Siempre llegaba algo tarde, pero nunca después de que la conversación se hubiera iniciado. Se colocaba a la derecha del rey, y si alguien por error había ocupado ya su lugar, con una mirada fría le obligaba a levantarse.
Desde que el rey había pronunciado su nombre convirtiéndola en su soberana, la reina Esther escuchaba constantemente palabras amables, frases que parecían expresar un gran amor, palabras muy calurosas; en ese momento pensó que ya no creía, como cuando era niña, que el afecto y la amabilidad tenían alguna relación. Pero aunque su razón se lo decía, debía hacer un verdadero esfuerzo por convencerse. Esas personas amables no la amaban, se decía, le costaba mantener la distancia, no perder la objetividad, porque su primo le advertía de cómo podía nublarse su razón, y ella quería mantenerse firme y que su conocimiento estuviese alejado de la mentira y el engaño, de las dobleces del palacio.
Ahora todas las mujeres eran comprensivas y cálidas, habían perdido la soberbia, la superioridad que muchas le demostraban. Amaba al rey, y tenía miedo. Por primera vez sabía qué era amar. Entregarse al otro desde la complicidad, la creencia. Su fe en él era como su fe en Dios. Nunca hasta entonces se supo tan cerca de otra persona, creía en otra voz, como si estuviese unida a alguien desde siempre, con un mismo destino. A pesar del temor, él fortalecía su ánimo. Estaba ahí y sus palabras eran verdaderas. Pero en ocasiones, como en ese momento, mientras observaba el movimiento de esclavos, el bullicio de las voces de los ministros, apoyada en una columna apartada de la puerta, recordaba a Vashtí y volvía a invadirla la tristeza; porque era una certeza que aquella mujer había amado al rey y éste la había correspondido. Pensar en otros amores que han acabado producía un terrible dolor. Si acaba el amor, ¿era amor? ¿Había amado el rey a Vashtí? Y si fue así, ¿cómo pudo haber permitido que fuera expulsada de su lado? Sabía que fue Haman, ese hombre menudo, con la mirada penetrante, quien instigó contra ella. ¿Podría ella superar el odio, si le surgiese, de Haman? Por otro lado, recordaba a la mujer que uno de los primeros días en el palacio se acercó a ella y le contó su historia, tal vez era Vashtí, pero quizá no. Así que ¿por qué no congraciarse con Haman? Pero eso sería participar de la mentira porque lo que deseaba de verdad era apartarse de su lado. Ese hombre la inquietaba, rompía la armonía que a ella le gustaba construir. Los ministros del rey se mantenían a una distancia prudencial; eran amables, muy amables, menos Haman, que cuando se dirigía a ella no la miraba a los ojos. Solía sentarse cerca del rey. Se mostraba atento a sus palabras, siempre añadía una idea y traía una noticia preocupante sobre el reino. Cuando le permitían acompañarles en los banquetes observaba atentamente a ese hombre que desde el primer día le había causado una extraña impresión. Buscó la palabra exacta, pero realmente la única que podía explicar su sentimiento era el miedo. Un miedo irracional y primario.
Escuchó que la reunión se prolongaría, así que Esther, decidida, pidió a las criadas que la acompañaban que le dejaran una de sus capas y se dirigió a la puerta del palacio, para encontrarse con su primo.
—Tengo un presentimiento —le dijo Mordejai a Esther nada más acercarse ella a la puerta.
Desde que se había convertido en reina tenía muchas dificultades para ver a su primo, pero logró acercarse a él, quería hablarle y tranquilizarle, expresar su felicidad. La dicha era un estado nuevo para ella, pero la dicha siempre trae aparejada un sentimiento incómodo, un temor a perderla, una inquietud.
—Estoy muy atenta a ti, querido primo, todos estos meses saberte cerca, en la puerta, me permitió seguir. Estás atento. Sabes y callas. Y tu palabra es sabia. ¿Qué sucede?
—¡Haman!
—Sí, lo sé, es quien acusó indirectamente a Vashtí. Es un hombre cuya pasión es el odio. Odio vano. Me preocupa, pienso constantemente en qué hacer delante de él, en su presencia pierdo mi naturalidad y la palabra se vuelve difícil.
—Ten cuidado porque es el favorito del rey. En el amor cuando se entra en contradicción surge el conflicto. No sabemos qué pasaría, ni quién saldría perdiendo. ¿Sabes que el rey dispuso que todos los súbditos se arrodillaran delante de Haman? En realidad, él se las ingenió para hacer que al rey se le ocurriera, le explicó que el rey no conoce la calle, ni las aldeas, y que su ministro era el mismo rey… Con un argumento semejante lo convenció.
—Sí. Lo sé. De alguna manera supo sugerir lo que deseaba. Es su arte. Sabe cómo conseguir lo que quiere de los demás sin que parezca que pide nada, pero yo he descubierto su manipulación y su mentira. Tal vez sea necesario para la guerra, para mantener el poder, pero es terrible para la vida.
Cientos de aves sobrevolaron en ese instante el cielo que, a pesar de que era invierno, no estaba gris, de ese gris blanquecino que solía cubrir los días fríos. Bajo esa luz azulada, al rostro de Mordejai, envejecido, le cruzaba la mejilla una arruga en la que Esther no se había fijado hasta entonces, se preguntó si es que no la había visto, o tal vez es que en poco tiempo había cambiado el gesto de su primo hasta producirle esa arruga que le envejecía como un cielo cubierto.
—Cuando un pueblo sufre una derrota y es guiado por el rey heredero de quien no pudo vencer, como el persa, corre un grave riesgo de sublevación si no encuentra pronto un enemigo. ¿Y qué mejor enemigo que un pueblo sin ejército, un grupo lo suficientemente diferente para considerarlo extraño, como los exiliados de Jerusalén? Mi niña, yo no puedo, no debo, arrodillarme ante él. Me preguntaban los demás: «¿Por qué desafías la orden del rey?». Y me lo preguntaban día tras día hasta que fueron a decírselo a Haman. Haman, que ni siquiera me había prestado atención, consideró mi acción como una actitud de rebeldía, me preguntó por qué fueron a acusarme. Era algo íntimo que no pretendía ser más que eso, hasta que aquellos que cumplían las órdenes fueron a decírselo a él. Esther, me sorprende tanto tu rostro, tu cabello negro, brillante, el brillo de tus ojos, eres feliz y no deseo enturbiar esa alegría, no creas que…
—Calla, no ves que eres… eres… Mordejai, sabes bien qué quiero decir, sigue.
—A los sirvientes tal vez les molestaba que no fuera como ellos, era su rebelión contra ellos mismos, que sí se arrodillaban ante el ministro. Tal vez lo hicieron para ver si cambiaba de actitud, parece que se soporta mal el gesto individual. No hay peor ofensa que manifestar libertad frente a quien se somete. Yo les había dicho que soy judío y a partir de ese momento, todo aquello que hago no es más que la acción de un judío, no de Mordejai. ¿No es sorprendente?
—¿Quién te acusó?
—Eso no importa ahora.
—¿Cómo lo ha tomado Haman? Es un hombre cruel.
—Al principio no hizo nada. Haman empezó a observarme. Al entrar y al salir supe que me miraba. Yo, que hasta entonces había sido invisible, de repente fui objeto de una atención desmesurada por el ministro principal del rey y tuve miedo. Pude arrodillarme entonces. Pero si lo hacía, mi gesto perdería el sentido que yo le daba. No podía atemorizarme. Los demás verían mi debilidad. Pero no era eso lo que me preocupaba. No quería arrodillarme ante un hombre. Adquirí una gran fuerza cuando recordé que nosotros concebimos al hombre como igual, reyes y ministros son hombres. No nos arrodillamos, eso me repetía una y otra vez conteniendo mi temor. Bajaba la cabeza, evitaba sus ojos, pero decidí mantenerme erguido.
—Eso debió de irritarle, enfurecerlo también.
—Así es. Pero me preocupa lo que he visto en sus ojos. ¿Recuerdas a Amalec?, es el mal lo que me atemoriza en su mirada. Se acercó a mí. Fue un instante de gran tensión. Se paró delante de mí. Yo tenía el rostro bajo, miraba sus pies firmes, las sandalias doradas, la tierra. Hizo un movimiento duro con su mano derecha, la levantó despacio. Creí que caería sobre mi rostro con toda su fuerza, sin embargo se detuvo justo al lado, poco antes de abofetearme, la detuvo y no lo hizo. Con la otra mano elevó mi rostro. Mis ojos se encontraron con sus ojos. Pero él no me veía. Nos miramos unos instantes pero supe que no veía a un hombre. «Eres judío», me dijo, no supe si me preguntaba, si me informaba, pero luego añadió: «Eres extranjero, sólo un extraño no sabe reconocer la grandeza. Eres un extranjero, un judío. Tu pueblo es un pueblo que se rebela, sois difíciles y peligrosos». Se dio la vuelta y se marchó.
—¿Crees que perdonará?
—No. Quiere destruirnos, pero no le dejaremos. No, mi reina, ¿qué soy sino sólo un hombre más? Nosotros vivimos desde hace años entre los persas, compartimos incluso creencias, y ahora me llama judío, no reconoce al persa que soy, hablo su lengua, visto como él, pero si no me arrodillo, no es el hombre quien no se arrodilla, es mi pueblo. Dicen nuestros sabios que igual que está prohibido dejar la tierra prometida, está prohibido dejar Babilonia hacia otros países. ¿Seré culpable del odio que se ha despertado contra nuestro pueblo? ¿Pero soy yo culpable o lo es la vanidad de ese hombre?
Esther se quedó mirándole en silencio, se escucharon voces a lo lejos, parecía que los ministros salían, ella se apartó de su primo y cubriéndose de nuevo el rostro se alejó de la puerta.
Los días después del encuentro con su primo, Esther paseó por los jardines interiores midiendo los pasos. Esperó la llamada del rey que no llegaba, noche tras noche sin apenas conciliar el sueño, y para encontrar serenidad repetía de memoria los nombres de las otras mujeres, hizo recuento de las flores de los distintos jardines, de los pájaros que cruzaban el minúsculo trozo de su cielo. Un nervio persistente, variable, que se extendía por su cuerpo la invadía de presentimientos. El cielo parecía estrecho, pequeño, enmarcado en un lugar concreto, las nubes lo cruzaban huyendo. Pero una tarde, un eunuco se acercó a ella discretamente, miró a su alrededor y le pidió que le acompañara. Esther, temerosa, sintió que el momento había llegado. No sabía de qué, pero no podía evitar pensar que algo terrible sucedería. Para sujetar y dar estabilidad a su cuerpo que de repente parecía endeble, como las largas cañas quebradizas de las agos, que de lejos tienen el aspecto de troncos resistentes, un efecto aparente causado por su alineación consecutiva, pero que se doblan y quiebran con un simple roce, se apoyó en el brazo oscuro de un eunuco, un joven que acababa de llegar de Egipto, y le siguió basta un luminoso pero solitario jardín en la parte trasera del ala de las mujeres.
—Tengo un recado para ti.
—Mordejai.
—Sí, si así se llama un anciano que pasa horas en la puerta del palacio.
—¿Anciano? No lo es, pero dime.
—Viste un sayal, y se lamenta en todo momento, creo que algo grave le sucede. Ruega que te encuentres con él.
Esther le ordenó que se retirara. Llamó a Hegue y le explicó que debía enviar a Hanac, uno de los jefes eunucos que mantenía siempre un juicio adecuado, a ver a su primo. Tal vez exageraba, tal vez su felicidad le dolía y la echaba de menos, y ante ella surgió la posibilidad de abandonar. ¿Podría marcharse y dejar al rey? Ahora tenía dificultades para aproximarse a él, hacía unas semanas que le veía crispado e irritable, había querido acercarse, pero pasaba mucho tiempo en reuniones con sus consejeros y ella se sentía dolida. Cuando Hanac volvió, le contó a Hegue lo que había descubierto relatando a Esther todo lo que Mordejai le había detallado. Intentó repetir sus palabras. Mordejai estaba abatido, entristecido. Dijo que Haman, el ministro del rey, había prometido dinero al rey para aniquilar a los judíos. Había pagado por matar a los judíos. Y el rey había aceptado, los había vendido y dejado a su suerte. Le entregó una copia del edicto que se había promulgado en Susa, diciéndole la cantidad exacta que había pagado por ellos junto con una carta.
Esther cogió el pergamino y leyó la nota apartándose del eunuco. Se puso de pie y caminó por el jardín mientras leía.
Esther, mientras vigilaba la puerta como siempre, cuando te marchaste después de nuestro último encuentro, escuché los comentarios de los ministros del rey que salían de su reunión. Logré entender qué había sucedido, parece que Haman dijo al rey: «Hay un pueblo disperso entre los pueblos de todas las provincias de tu reino cuyas leyes son distintas de las del resto de los pueblos. Tampoco cumplen las leyes del rey. Por tanto no le conviene al rey soportarlos». Inquieto, sintiéndome responsable de lo sucedido, supe, preguntando a unos y otros, con cuidado de no levantar sospechas, que se ha redactado un edicto que debe ser llevado a todas las provincias, donde se anuncia que seremos aniquilados en poco tiempo. Temo, claro, por mi vida, pero también por los demás y mi alma se siente atormentada. La ciudad de Susa está asombrada mientras el rey bebe tranquilo con Haman. Ahora he rasgado mis vestiduras en señal de duelo, visto un sayal, me he cubierto de cenizas y te suplico a ti, reina de Persia, que salves a tu pueblo.
El eunuco le dijo que sabía por Mordejai que por todo el reino los judíos se lamentaban. Y muchos habían seguido el ejemplo de Mordejai vistiéndose con un sayal y cubriéndose de cenizas.
—Esther, tu primo te pide que intercedas por tu pueblo, eres la única salvación. «¿Podría ella ser feliz mientras su pueblo es abatido? ¿Podría cerrar los ojos y no responder?», me dijo con los ojos enrojecidos, la voz entrecortada, mientras un viento frío se levantaba sobre la tierra.
—No sé qué debo hacer. ¿Acaso puedo yo cambiar ese edicto?
Pero a la vez, Esther, respirando profundamente, pensó que ahora no debía sustraerse, ni mirar hacia otro lado, como si nada sucediera. ¿Cómo acercarse al rey ahora? ¿Cómo acariciar su rostro, acariciar su cuello, sabiendo lo que acababa de suceder?
El problema era que ella no podía acceder a la estancia del rey si no era llamada; si lo hacía ponía en peligro su vida.
—Lamento que seas tú quien traiga esta noticia, amigo, porque eres mi amigo. Te confieso que no es que tema arriesgarme, pero debo ser cautelosa, ¿de qué serviría mi muerte?, mi sacrificio sería inútil. Poco puedo hacer por mi pueblo. Lo sabes. Lo lamento, pero ¿qué puedo hacer yo si ni siquiera puedo hablar libremente con él?
Esther bajó el rostro y, tapándoselo con las manos, comenzó a sollozar. Amaba al rey. Era feliz por primera vez en su vida y de repente todo se hundía. Desaparecía el amor. Levantó de nuevo el rostro, los ojos enrojecidos y observó el rostro delgado y femenino del eunuco. Ojos sin brillo. Él había relatado sin emoción las palabras de Mordejai, sin añadir nada personal. Se limitó a repetir, según dijo, las palabras exactas como si tratara de enumerar una compra de mercancía diversa. El odio de Haman no tenía oposición. A nadie le importaba qué hicieran con ellos. Eso era lo terrible, incluso el rey a quien amaba había aceptado esa crueldad por adquirir un poco de plata, en el día trece del mes primero, por complacer un odio sin causa. No había oposición. Y la debilidad y falta de responsabilidad de los otros endurecía ese odio. ¿Por qué nadie del pueblo respondía? No eran acaso uno de ellos, no podría pasarle a cualquiera. Un pueblo que aniquila así a su gente pone en peligro su supervivencia, su existencia, su futuro. Pero su primo le pedía ayuda y ella debía responder. El edicto obligaba a matar a todos los judíos, jóvenes y viejos, niños y mujeres, en un mismo día, el día trece del mes duodécimo, que es el mes de Adar.
El eunuco, con el mismo tono neutro que había relatado las palabras de Mordejai, acercó su mano derecha al cabello de la reina, pero la retiró enseguida; aunque casi había llegado a rozarla, no se atrevió a acariciarla.
—Mi reina, he sabido que los correos han salido por todo el reino, que los sentenciados, angustiados, no saben cómo defenderse porque está prohibido. Son acusados y se va a cumplir la sentencia.
—Acusados de un delito.
—¿De cuál, mi reina?
—De ser judíos.
—Nadie puede ser culpable de su origen, ni de su familia. No lo entiendo, mi reina, pero soy un esclavo.
—Nadie debe entenderlo. No hay razón. Pero no sé qué debo hacer. Nunca me he sentido más sola que en este momento. Acompáñame a mis habitaciones. No tengo fuerzas. Mañana pensaremos. Mañana. Tal vez la noche me inspire y encuentre alguna forma de destruir el poder de Haman.
—Habla con el rey.
—El rey ya no sé quién es, ¿quién es el rey?, el hombre a quien amaba.
El escriba anotó en su libro el día de Adar en el que debía cumplirse el edicto. Al escribir se interrogó acerca de su responsabilidad. ¿Debía añadir alguna crítica? Tal vez un día alguien leería el texto además del rey, entonces se preguntarían sobre su actitud. ¿Pero acaso podía él, un simple escriba, cuestionar la voluntad del rey? Debía escribir, únicamente escribir, y cuando en el futuro se supiera lo que había acontecido, él habría sido el que había dejado constancia de la historia por escrito. Gracias a sus palabras, quienes pudieran juzgar lo harían. No sabía si a favor o en contra. Pero si conseguía transmitir la información con las palabras adecuadas, de la mejor manera posible, su misión se cumpliría. Buscó en el libro algo referente al pueblo de Mordejai. Recordaba algunos pasajes, algunas fechas y situaciones. Conocía a ese pueblo. Conocía a su Dios.