Yo, el cronista

Carta a un rey escita

LA doma del caballo es una de nuestras mayores habilidades. Ése es el tesoro del escita. A pesar de su oro, es el caballo quien da fuerza a nuestro pueblo. El misterio del caballo salvaje, al que el domador se acerca a una distancia que va variando según va sabiendo que el caballo le requiere y acepta; el misterio del instante único en que los dioses le muestran al caballo los ojos del jinete, las palabras antiguas que recibimos de nuestros sabios son nuestro idioma común con el pasado y con los caballos que tienen la fuerza del viento y de la tierra, que dominan la velocidad y nos dan el poder del movimiento en nuestra tierra. Somos nómadas porque el caballo es quien nos guía. Como domador de caballos, también como jinete en su tacto y su lenguaje, aprendí que no era sólo un guerrero.

Unos días después de mi última batalla, encontré incendiada la casa que hacía algún tiempo había construido sobre un carro de seis ruedas. Al volver me encontré con que había sido destruida y sólo pude recuperar un peine de oro de mi primera esposa, una delicada pieza rematada por dos caballos de perfil que cabalgan libremente. Enseguida descubrimos los cuerpos destrozados, pero no eran los de mis mujeres ni de mis hijos. Habían desaparecido.

Cuando uno aplasta aldeas, viola mujeres y niñas, destroza y desgarra los cuerpos de los hijos del enemigo, no se reconoce ningún sentimiento, es una acción sin emoción que nada tiene que ver con uno. Tal vez si lo hubiera no podría nuestra espada partir el cuerpo enemigo. El grito de guerra, el guerrero unido al caballo cabalga y mata en un solo movimiento efectivo, sin pensar, porque cualquier duda puede ser mortal. La muerte siempre es preferible para el otro y no hay posibilidad de mirar a quién se quiere matar como amigo. Es el enemigo.

La sangre abandona el cuerpo muerto con una belleza espantosa, un hermoso río rojo que se extiende por la tierra. En los cuerpos destrozados hay una triste armonía. Y nada, nada de esos cuerpos que uno destroza, que aniquilan los otros guerreros de nuestro ejército, recuerda a la propia mujer, ni a nuestros hijos. Son como seres lejanos, una simple fantasía de los dioses.

Qué fácil es destruir la vida, qué poderoso es el guerrero que de un golpe acaba con el hijo del enemigo. Cuando volvíamos a nuestras aldeas móviles (aprendimos del caballo a vivir en movimiento), nuestras mujeres limpiaban la sangre de nuestras ropas y nos purificábamos en el amor de sus cuerpos. Mi primera mujer sabía devolver el color rojo al lino y sacarle brillo a los adornos de oro del casco, mientras que las demás —llegué a tener cuatro mujeres— devolvían la paz a mi piel.

En esa ocasión, después de mi última batalla, qué más da cuál de ellas, todas me resultan hoy igual de inútiles, encontramos las casas quemadas, los bueyes asesinados, alguno de ellos se movía mientras arrastraba una rueda del carro y una pared de cáñamo. Qué dolor me produjo entonces cada cuerpo destrozado que me encontraba. Allí vi el de una mujer, ahorcada en una de sus trenzas negras. Busqué entre los muertos a los míos, pero no los encontré, sentí alivio, y quise por primera vez en mi vida que nuestro pueblo pudiera, como los griegos, narrar su historia. Eso tal vez devolvería la sangre al cuerpo de esas mujeres y niños, tal vez así mis hijos, estuviesen donde estuviesen, sabrían quiénes eran.

No encontré a mis mujeres ni a mis hijos.

El rey escita que muere y es enterrado con tesoros y amigos y amadas, ¿hay algo que no sea el libro que pueda sobrevivir más allá de la propia muerte? Vivo en el palacio persa y me arrepiento de cada herida causada.

Yo que bebía siempre y en cada ocasión y celebración de los cráneos bañados en oro de nuestros enemigos y amigos, porque siempre tenía un muerto o más a mi cargo y lo comunicaba con orgullo, me pregunto hoy quién es el verdadero enemigo del hombre y de nuestros pueblos.

 

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