Yo, el cronista

Ríos escitas

CADA río de la provincia frondosa de mis antepasados cruza mis manos y pensamientos. El Istro es el más caudaloso; su cantidad de agua es la misma en invierno y en verano, un agua fría y clara con la fuerza del brazo de un guerrero; tiene cinco desembocaduras y recorre la tierra hacia Occidente. Así quiero que sea mi relato, para que llegue al mar o al cielo del tiempo. Porque ¿de dónde surge el agua de cada río? Como la vida del hombre, el río nunca parece el mismo, imposible de retener, más allá del cuerpo que un día de verano se sumerge para dar de beber al animal que nos acompaña y refrescar la piel cansada por el camino. Como aguas del Araro, el Náparis, el Ordeso, el Maris, que desciende del país de los agatirsos, serán mis palabras que narrarán hechos, palabras de los persas y de su rey.

Callo y observo. Sin prueba alguna de la envidia de los dioses, es el hombre quien mata. Callo porque del hombre sólo aprendo el odio sin sentido, de la daga oculta entre los pliegues de las túnicas. Observo. Aprendí de mi padre el arte de observar, la capacidad de mirar lo singular de cada uno para interpretarlo desde su propia razón. Escribo para dejar constancia de los acontecimientos y que la mirada de mi rey se vuelva infinita. Yo, que provengo de un pueblo sin escritura, rompo el silencio y busco palabras que perduren en el futuro. Quizás sea el único de los míos, de los guerreros que luchan sangrientamente, en combatir en otro campo de batalla. Yo, que ya no tomaré el vino servido en las calaveras de mis enemigos, beberé de otras fuentes, de informaciones y testimonios de espías y mensajeros, de relatos que lleguen a mis oídos para que mi pueblo alcance su destino. Mis palabras serán como el cáñamo de mis antepasados, entretejidas en un libro que permita al futuro deslizarse entre sus frases exhalando el vapor del pasado.

El libro es el escudo del hombre, mientras el guerrero se cubre con un escudo fabricado con mimbre y sujeto por tiras de cuero, es el libro quien protege sus nombres, su historia del olvido.

No olvide el pueblo persa que Darío, el primer Darío de los aqueménidas, a pesar de sus victorias, no pudo ocupar la región de los escitas, por eso las preguntas que deben hacerse los pueblos son acerca de sus derrotas.

Hay que aprender de la derrota. Que mi rey no se ciegue, como Darío, que impulsado por el deseo de venganza, sublevó a los egipcios o no aprendió la lección de Maratón, donde murieron miles de persas ante tan sólo dos centenares de griegos. ¿Cuál fue la clave de su victoria? Miles de persas muertos sin apenas llegar a rozar el grueso de su ejército.

¿Cómo consiguió el griego Filípides llegar a Atenas? Afortunadamente murió después de su relato.

Pero exiliado de mi pueblo me pregunto sobre su destino. ¿Existiremos dentro de cien años, de mil años? Un pueblo debe escribir a quienes le sigan, un pueblo debe pensar en los que estarán en el futuro. Si un pueblo no dialoga con ellos está condenado a extinguirse. Y yo ya no pertenezco a los escitas porque, a pesar de mi admiración por su oro, por la calidad de su arte, hay un lado oscuro, un salvaje en sus entrañas que desgarra al enemigo, que viste sus cueros cabelludos. Y si hay que pensar en el futuro, la única posibilidad de sobrevivir en el presente, no desde la fuerza, como dice mi amigo Nathan, exiliado de Jerusalén, sino desde la libertad y grandeza, es escuchando a los demás, respetando. Incluso para aniquilar al enemigo hay que ser hombre. Para Nathan, nuestro pueblo es descendiente de Gomer, del que hablaba en sus historias. Nosotros no comprendemos a los hombres, sin embargo hablamos el lenguaje de los caballos.

Durante un tiempo yo también fui jinete. El jinete debe confiar en su caballo, y el caballo sabe que el jinete nunca irá más allá de sus fuerzas, que no obligará al caballo a morir en la carrera; ese equilibrio entre la vida y la muerte, la confianza entre el animal y el hombre, una comunicación más allá del cuidado son la clave de las victorias escitas. Pero sus derrotas están en el futuro. Vencer no puede ser la única finalidad de la victoria. He vivido entre caballos, fui experto en el lazo, en el arco que inventaron nuestros guerreros, que es la gran alegría de nuestros reyes. Mi rostro, curtido por el aire que me golpeaba durante las cabalgadas, no esconde las dudas y preguntas. Aún sueño con mi caballo, en sus ojos todavía adivino su hambre, su frío, mi mano sobre su lomo, mi mano en su hocico. Nunca me comuniqué con un ser tanto como con mi caballo, y, sin embargo, le vi morir sin hacer nada y sin dolor.

He visto el campo de batalla, la muerte de hombres a los que maté fríamente. Matar al enemigo produce alegría y poder. ¿Cuándo se llevan los dioses la vida de los que van a morir? ¿Pueden los oráculos cambiar el destino del hombre? Hoy, desde esta habitación verde del palacio, descubro que no hay dos mundos, sino que yo mismo soy dos: un salvaje frío que bebe la sangre de su enemigo y un escriba preocupado del saber en busca del conocimiento. ¿Y quién de los dos soy yo y mi verdad? Lo cierto es que el uno se sorprende del otro y hoy ésta es mi verdad.

Pero este libro quiere ser el camino para explicarle a mi rey a quiénes debe temer, de quién debe protegerse. Como el griego Filípides, seré el mensajero, aunque muera al final de las palabras.