Anotaciones privadas
HAY frente a lo conocido y familiar ocasiones especiales que propician una brecha que nos distancia amargamente del abrazo dado con ternura al hijo, de la caricia de la mujer. Y todo aquello que hasta entonces parecía conocido, cercano, capaz de suscitar una emoción y ternura se muestra bajo el hierro de un dolor frío que nos dispone a la lejanía y dureza. Cuando vestía las herramientas de la guerra, después de un tiempo en el que la verdad del campo de batalla desaparecía en el fuego de mi aldea, cuando la muerte no era más que la vida que desaparece, sin la crueldad que supone arrebatar a alguien la vida y los camaradas un vago recuerdo lejano, uno creía que nada ni nadie impondría otra realidad. Qué fácil es darse cuenta del error. Basta con sostener una lanza. Y toda certidumbre familiar se volvía lejana, como si no fuera uno quien lo viviera y le perteneciera a los recuerdos de otro.
Me acuerdo de cada despedida. En cada una de ellas era otro quien se marchaba. El viento de fuera, el bullicio de mis compañeros, los caballos, las lanzas. Pero si cada despedida era distinta no sucedía lo mismo con el regreso, porque el olor conocido, poderoso, olor del pasado y del futuro, podía cambiarlo todo. Sólo una vez, el retorno no fue posible. Esa única vez me transformó para siempre, porque volvía el soldado para encontrar de nuevo su lugar en la rutina de su familia, sin embargo, al encontrar la catástrofe de la aldea destrozada, nunca volví, y si bien ya dejé de ser el soldado tampoco pude ser de nuevo el hombre.
En el cuerpo de mis amigos había un relato de cada batalla, cicatrices y señales, incluso hubo quien escribió en su piel.
De todos mis viajes el único paisaje que aprendí fue el de mi mano.
Leo:
¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan solo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencias de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad.