Capítulo 8
Libro de Esther
Ante el rey
ESTHER soñó que se enfrentaba al mar. Pero mientras caminaba hacia el horizonte, el mar se iba partiendo. En el horizonte las nubes formaban las letras de su nombre. Se dirigía hacia allí sintiendo miedo de que las letras se desvanecieran. Entonces sus pies tropezaron con una piedra que tenía grabado su nombre secreto.
Las piernas sostenían apenas su cuerpo ligero a punto de desmayarse. El recuerdo de los hombres sin vida balanceándose formaba en su pensamiento una barrera que le impedía disfrutar de la victoria, porque ya no había victoria, sí continuidad. Su piel volvió lentamente al color de siempre, el azul de su velo espejeaba sobre su rostro. Entró en el área del rey, y se encontró de frente con una mujer que le resultó tan familiar como su propia imagen cuando se reflejaba en un lago. La mujer bajó el rostro, la luz que emanaba era algo oscura pero su belleza intensa. Se marchó deprisa. Esther en ese instante no pudo detenerse a pensar en ella. El rey, al verla llegar, se acercó deprisa e impaciente al umbral de la puerta atrayéndola hacia sus brazos, como si esa mujer no hubiera salido en ese mismo instante de su habitación, y fuese simplemente una sombra. La abrazó, pero su abrazo no consiguió calmar el temblor del cuerpo frágil de ella, ni sus sollozos cada vez más agitados. El rey, con un orgullo exagerado, sin preámbulos, le ofreció a Esther el poder sobre la casa de Haman, haciéndola propietaria de sus bienes. Así por primera vez Esther se hacía dueña de su mundo, pero sabía que se cernía sobre su gente una amenaza. El edicto de muerte se mantenía vigente. El día señalado, hombres en pie de guerra caerían sobre su pueblo que tenía prohibido defenderse: imaginó las casas incendiadas y a los niños en los brazos de sus madres que se apretaban a ellos, como hacen las madres cuando hay peligro, sobre su cuerpo, como si el cuerpo de ellas pudiera salvarlos, como si entre sus brazos pudieran alejar el peligro, no sólo al asesino, sino también otro que les dolía el dolor de descubrir el miedo en los ojos de sus hijos, un miedo que a su vez el hijo vería en los ojos de su madre y no hay nada que asuste más, pensó, que un padre con miedo. Imaginó a los ancianos inmóviles en un rincón de sus hogares, murmurando sus antiguas oraciones, unos con intensidad, otros con desgana y enfado junto a las aldeas destrozadas, los cuerpos sangrantes esparcidos y arrojados cerca del río, como si el agua pudiera limpiar la memoria de los hombres, como si el agua salvara de la crueldad impune. Pero lo que más le preocupaba es que cuando lo supieran otras comunidades, cuando otros pueblos se enteraran, quisieran hacer lo mismo, lo que más dolía era dejar ese legado a la historia. Hay que combatir las leyes injustas, hay que defenderse, pensó. Observó el anillo que el rey le entregaba, un anillo de oro con una turquesa, el anillo que indicaba un poder inferior al del rey pero superior al de otros hombres del reino.
Se acercó al rey, y éste extendió ante ella su cetro de oro. Le suplicó:
—Amado, mi rey, te ruego que anules ese edicto que no ha sido inspirado por ti sino por Haman el de Hamdta, el apagueo, que hizo redactar para destruir a los judíos que viven en todas las provincias del rey.
—Mi reina —respondió el rey, acariciándole el cabello sujeto por horquillas de oro—, sabes muy bien que la ley de los medos y persas no me lo permite, que un edicto no puede ser anulado si tiene el sello real. ¡Qué hermoso tu rostro hoy! Esta noche vuelve a mis aposentos y deja que nuestros cuerpos disfruten de un nuevo encuentro. Escucharé siempre tu voz. ¿Qué más te preocupa?
—¿Más? ¿Acaso piensa permitir el rey de los persas que sea destruida también su reina?
El rey la apartó, dirigiéndose hacia una esquina de la habitación y acarició una figura estilizada y oscura. Luego, volviéndose hacia Esther, respondió:
—No, esta vez no, ya es suficiente, tú eres ahora la reina, ya me dejé llevar por la maldad de llaman una vez, ese macedonio no era persa, de allí vino su perversión, nunca podré olvidar la crueldad con la que fue tratada Vashtí.
—Si quieres aplicar el edicto, tendrás que dejar que muera. Ése es mi pueblo, y la orden dice que hay que matarnos a todos, mujeres, niños y ancianos, para hacernos desaparecer del reino.
—¿Qué habéis hecho para que Haman os odiara tanto?
—¿Por qué un pueblo destruye a otro sin razón y de repente, y por qué hay esclavos, y las mujeres mueren por violencia o el desprecio? Mi rey, no podemos entrar en las razones del odio, de la misma forma que desconocemos las causas del movimiento de un río, de la lluvia o la tormenta. Basta con defenderse, con eso tenemos suficiente. No puedo comprender qué impulsó a Haman a odiarnos, a odiar a Vashtí. ¿Por qué odia quien odia? Nunca lo sabré. Tendría que odiar y no odio ni siquiera a la casa de Haman. Sólo quiero defenderme y defender a mi pueblo. Creo que ni él mismo lo sabía, es una pasión tan fuerte como la muerte, una pasión desviada y destructiva, a él le bastó con que Mordejai le negara algo que él consideraba esencial para su dignidad. Mordejai no quiso arrodillarse, pero ¿por qué necesitaba que Mordejai se arrodillara? El hombre que necesita para vivir de la sumisión y entrega del otro es un hombre enfermo. Ésa era la enfermedad de Haman, estaba enfermo de sí mismo, y mi pueblo va a pagar cara esa enfermedad. Mi rey, te suplico que salves a mi pueblo, mi pueblo es tu pueblo, tiene otras leyes pero no se contradicen con las de los persas. Convive en paz, no pone en peligro a ningún hombre libre, sólo pone en peligro a quienes consideran que el pensamiento es peligroso, que la libertad es peligrosa, que la diferencia es peligrosa, que la dignidad es peligrosa. Saber que cada hombre es único y tan importante como un rey es peligroso; pero los grandes hombres no temen a los hombres dignos. No temas a mi pueblo, porque tú eres grande, mi rey. No debes temer a los hombres que se consideren como reyes.
—No es que no esté de acuerdo, pero sabes que no puedo anularlo. Un rey debe mantener su palabra para que su poder no sea cuestionado, no hay que mostrar debilidad.
—Creo que mostrar libertad es más importante, decidir que uno se ha equivocado y corregir el error es importante. Algo se podrá hacer.
—He puesto la casa de Haman bajo tus órdenes, haz tú lo que consideres oportuno. Haman fue colgado en su propia horca porque puso su mano y su palabra en contra de los judíos. Escribe en favor de los judíos como quieras, porque tienes el sello real. Porque quien escribe en nombre del rey y lo sella con su anillo, nadie puede revocarlo. No podemos revocar el edicto, pero sí añadir, sí desviar. Esther, en tus palabras has encontrado la solución. Enviaré una carta en mi nombre y en el tuyo.
Entonces le abrazó con fuerza. Le besó en los labios mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Se apartaron dulcemente. La reina llamó a los escribas del rey, y les ordenó que escribieran una carta para enviar a todo el reino, desde la India hasta Etiopía, a ciento veintisiete provincias, a cada provincia conforme a su escritura, y a cada pueblo según su lengua. Escribieron en nombre del rey y se selló con el sello del rey.
Judíos de Persia, a vosotros que seréis atacados con la intención de daros muerte, se os otorga el derecho de hablar a vuestro perseguidores, disuadirlos de su intención y de defenderos con la fuerza ante cualquier sospecha de violencia en contra vuestra. Trataréis a vuestros adversarios según su grado.
Había poco tiempo, debían darse prisa. Enviaron emisarios en veloces caballos que cruzaran el reino. La nueva orden no revocaba la anterior. Sólo había una solución posible: permitir que los judíos se defendieran, especialmente de los hijos de Haman. Esther pensó que eso no eliminaría el daño, pero al menos su pueblo podría organizarse. La orden decía que los judíos debían unirse para combatir a quienes les atacaran, que podrían defenderse.
Esther pensó que la posibilidad de organizar su propia defensa era una contradicción, casi un levantamiento de su pueblo en contra de los suyos. Por un lado, el propio rey ordenaba aniquilar a los judíos, y esa orden debía ser cumplida, y por otro permitía a los judíos defenderse, y esa orden también debía ser cumplida. En realidad, les ordenaban eliminarse unos a otros. Había conseguido que su pueblo no fuera exterminado, pero Esther, mientras se firmaba la orden, mientras se escribía y escuchaba el alboroto de los caballos saliendo del palacio real, supo que su amor descendía de los mismos cielos para convertirse en afecto. El rey ya no ocupaba un espacio del amor sublime, era un hombre débil. Sospechó que la mujer que había tropezado con ella en la puerta era la mujer misteriosa, quizá incluso era la mismísima Vashtí. Eso explicaba las ausencias del rey, el misterio de la desaparición de la reina que oculta en el palacio, destronada, permanecía ligada al rey. Algo se desmoronó en su interior. Quiso llorar, pero se contuvo, ahora había algo más allá de su esencia de mujer. Y quién sabe, tal vez pudiera amarle desde esa debilidad, desde su traición de hombre. Pondría todo su empeño en comprender. Pero sabía que le echaría siempre de menos, lo supo en el instante en el que el rey se había acercado a ella con el sentimiento de misión cumplida, con deseo, un deseo guardado durante mucho tiempo, un deseo masculino, efímero, que nunca volvería a experimentar ese encuentro con la creencia en su amor en la dimensión de lo verdadero, amor como diálogo auténtico. Aun así, pondría todo su empeño en mantenerse a su lado, en guardar la memoria y la vida de su pueblo, pero ya no amaba al rey Y tampoco a Mordejai.
El escriba anotó el número de muertos. Cientos de personas murieron aquel día.