Capítulo 2
Libro de Esther
El sentido de la posibilidad
ESTHER siguió caminando por el sendero de tierra amarilla rodeada de gente que la observaba. Marchaba sintiendo la experiencia del miedo aprendido aquel día cuando llegó a Susa por primera vez de niña, estremecida y temerosa, y no sabía si el pánico que sentía era una reminiscencia del pasado o una emoción nueva. ¿Qué voluntad y pensamiento podían guiarla ahora? ¿Quién sería ella a partir de entonces?
La carroza a lomos de un camello esperaba, y Esther, ayudada por los esclavos, con un movimiento suave, se subió al interior. Al apoyarse en el pecho desnudo de los eunucos que se movían mecánicamente, pensó en cómo sería su concepción del mundo, cuál era el sentido de sus vidas, cómo sería el pensamiento de un esclavo que no puede ejercer su voluntad. Temió convertirse en esclava de palacio, y perder su voluntad, su nombre, su pueblo. Trató de imaginarse cómo podría vivir sin su gente, a la que recordaba exaltada ante la posibilidad de verla convertida en reina, pero también evocó la inquietud de algunos, y tuvo miedo de perder la serenidad que le permitía aferrarse a la vida día a día.
Cuando el eunuco se acercó, pudo observar su brazo; había en el hombro un tatuaje de varias líneas paralelas encima de un brazalete dorado, él colocó con ternura las telas que la cubrían y sentándose a su lado le dijo en voz baja:
—No conoces el palacio, así que va a ser una experiencia nueva; debes apartar de ti la tristeza que puede impedirte ver más allá. Descubrirás nuevos placeres.
—Es cierto —respondió Esther, que observó la perfección de los bucles de su pelo negro—, no debe uno juzgar prematuramente. Por el momento sólo sé que quieren elegir a una mujer conveniente. Pero no sé si es conveniente para mí —cuestionó Esther, mirándole a los ojos.
El eunuco Hegue esbozó una sonrisa condescendiente, como si estuviera escuchando con interés a un niño que pregunta por el sentido del mundo.
—Me preocupa sobre todo saber que la reina Vashtí desapareció —añadió Esther—. ¿Qué sucedió con ella? Nadie sabe dónde está.
Habían llegado a los alrededores del palacio, una construcción que ocupaba un lugar privilegiado en lo alto de una colina cercana a la aldea principal y a otras de menor importancia; aldeas desde donde, cuando se miraba al oeste, sobresalía el palacio a lo lejos envuelto en brumas y tinieblas. Lo rodeaba un lago que únicamente podía cruzarse por un puente.
Situado en un lugar elevado, mantenía su poder y vigilancia sobre todo el territorio de alrededor. Las aldeas seguían un ritmo ajeno a la vida palaciega, como si pertenecieran a dimensiones diferentes. Lo cierto era que desde cualquier lugar de la ciudad podía verse. En cualquier rincón se intuía ese espacio lujoso, un paraíso de privilegios secretos.
Durante ese tiempo, aunque la mayoría del pueblo quería festejar con el bullicio de las celebraciones y participar de la alegría para olvidar la dureza de sus vidas, un rumor ensombrecía la dicha, un rumor que enturbió y cambió el ánimo del pueblo. ¿Qué había sucedido en el palacio? ¿Dónde se ocultaba Vashtí? Porque lo cierto era que si la favorita del rey no había podido garantizar su propia vida, ¿qué podría esperar el pueblo? Lo que al principio fue curiosidad morbosa se había convertido en temor. Unos decían que había sido ajusticiada, otros que había huido en un barco a través del lago para ser conducida fuera del reino.
Ya era de noche cuando Esther llegó a los jardines cercanos al palacio. Cansada, la cabeza apoyada en el asiento, adormilada, recordó las palabras de su primo, cuando Mordejai narraba acontecimientos importantes que había vivido. Durante el camino se fue repitiendo sus enseñanzas, por eso al irse quiso también pensar en Jerusalén, porque era importante ahora que abandonaba su casa no dejar de pensar en Jerusalén, y recordó palabra a palabra aquello que su primo le contaba.
En el año primero de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Eterno anunciada por boca de Jeremías (Yirm'yahu), el Eterno despertó el espíritu de Ciro, rey de Persia: «Todos los reinos de la tierra me los ha dado el Eterno, Dios del cielo, y Él me ha encargado que le construya una casa en Jerusalén, que está en Judá. Quienquiera que haya entre vosotros de todo su pueblo —sea su Dios con él— suba a Jerusalén, que está en Judá, y construya la casa del Eterno, el Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. Y a todo aquel que hubiere quedado (de los judíos) en cualquier lugar que viva, que le ayuden sus vecinos con plata, y con oro, y con mercancías, y con bestias, además de ofrendas para la casa de Dios que está en Jerusalén». Se levantaron entonces los jefes de las casas paternas de Judá y de Benjamín, y los sacerdotes, y los levitas, es decir, todos aquellos a quienes Dios había movido a construir la casa de Dios que está en Jerusalén. Y todos los que habitaban a su alrededor les dieron vasos de plata y de oro, mercancías, bestias y (otras) cosas valiosas, además de todo lo que se dio como oficialas (a Dios). El rey Ciro hizo traer los utensilios de la casa del Eterno que Nabucodonosor había expoliado de Jerusalén y puesto en la casa de sus dioses. Los hizo traer Ciro, rey de Persia, por la mano de Mitrídates, el tesorero, quien los entregó a Sesbasar, el príncipe de Judá. Y ésta es la cuenta de ellos: treinta tazones de oro, mil tazones de plata, veintinueve cuchillos, de lazas de plata de otra clase cuatrocientos diez, y de otros recipientes un millar. Todos los vasos de oro y plata eran cinco mil cuatrocientos. Todo eso trajo Sesbasar cuando los del cautiverio fueron traídos de Babilonia a Jerusalén.
Esther recordó los nombres de los que subieron a Jerusalén: «Zorobabel, Josué, Nejemiya, Seraya, Reelaya, Mordejai, Bilsán, Mispar, Bigvay, Rehum y Baaná». Su primo estaba entre ellos, y Esther admiraba su fuerza y su valor.
Durante los largos meses de su ausencia, Esther le había imaginado construyendo el edificio santo, aunque, como decía su primo, la santidad no está en el lugar; es como si dependiera a la vez del hombre y del lugar, porque quien debe acercarse hacia la santidad es uno mismo, no esperar que sea la tierra, ni las piedras, porque el hombre, decía, no debe crear ídolos de barro; sin embargo, quiso participar de la alegría de la reconstrucción como persa y judío, poner él mismo una de las primeras piedras, orgulloso de que su rey lo permitiera y convencido de la necesidad de su obra. Y Esther, que desde niña había escuchado el dolor del templo caído, se alegraba de apoyar su construcción, porque si Mordejai visitaba Jerusalén era como si ella misma lo hiciese. Aún tardarían varios años para que el templo estuviese terminado, pero la realidad se determinaba en esa posibilidad, en una estructura que empezaba a sostener el principio del templo.
También, por otro lado, ese tiempo de soledad sin su primo le hizo pensar en cuánto le necesitaba; fue entonces cuando descubrió que deseaba vivir siempre con él.
Al poco rato de haberse detenido el séquito que conducía a Esther hacia su nueva residencia, dos guardianes armados le indicaron que descendiera del carruaje y como si su atención se fijara en lo que su pensamiento aún no había querido conocer, observó los amuletos que les cubrían, unas figuras con formas de animales a punto de ser devorados por serpientes. Volviéndose al eunuco que seguía a su lado preguntó:
—Hegue, ¿crees que tendré que venerar esas figuras que lleváis colgadas en el pecho? Porque esos amuletos indican una creencia ajena a mí.
—Esther, por el momento, no digas nada, nadie quiere saber en qué crees.
—Mi primo me recomendó algo parecido, pero me pregunto qué ritos debo cumplir y cómo actuar frente a ellos.
—No te preocupes, seguiré a tu lado, no tienes nada que temer. Quien pretende pasar despreocupado por puertas abiertas ha de cerciorarse de que los dinteles están bien ajustados. Hasta que no llega, la vida es un podría.
Esther no se tranquilizó, y mientras descendían por un sendero que les llevaba al jardín de entrada, en la oscuridad interrumpida por antorchas se preguntaba qué haría en el caso de que la obligaran a adorar a los dioses persas. No sabía cómo podía escapar a esos ritos idólatras sin que se dieran cuenta, aunque estaba firmemente decidida a no seguir esas creencias.
Para tranquilizarla, Hegue, que caminaba a su lado, le dijo que conocería el destino de Vashtí a su debido tiempo. Pero que no debía olvidar que para los persas lo más importante eran la guerra y el palacio, más que las creencias. Entonces ella se detuvo ante la suntuosa edificación, pensando que el palacio era el centro fundamental. No había grandes templos, y Pasargada, la ciudad sagrada, estaba muy lejos de Susa y por tanto alejada del palacio, así que las obligaciones religiosas probablemente no serían muy habituales. Sólo entonces, su conciencia se apaciguó.
En la ciudad santa no había templos, pero sí altares de fuego consagrados a Ahura-Mazda, y así poco a poco se fue alejando esa dolorosa angustia por defender su libertad y no arrodillarse antes dioses extraños. Esther se propuso saber qué había sucedido con la reina, creía que eso la ayudaría a encontrar allí su lugar; además, recordó que de alguna manera se lo debía a una mujer que conoció en un paseo por el mercado, pero no quiso pensar en eso, no quiso llorar, ni lamentarse, le dio la mano a Hegue por un instante y la retiró. Ya habían llegado.
Alrededor del palacio colgaban desmayados toldos de algodón blanco y azul. Estaban sujetos por cordeles de lino púrpura y montados sobre barras de plata y columnas de mármoles. Los reclinatorios eran de oro y plata, sobre un suelo de mosaico verdes y blancos con nácar y ónice.
El palacio por fuera era más bien simple, de líneas rectas; estaba conformado por dos edificios con forma de cubo, unidos por una construcción estrecha y alargada. Lo que le daba un aire regio era su situación, más que su apariencia; apenas había unos bajorrelieves de escenas guerreras y unas figuras en las puertas. Sin embargo, en el interior, sorprendían las columnas de mármol con apliques dorados, los tapices, las cientos de antorchas que iban enfocando con un leve balanceo adornos y tesoros. Parecía que en ese mundo lujoso la naturaleza encontraba una dimensión ornamental y estática de unas proporciones que le parecieron exageradas; capiteles y frisos de ladrillo vidriado con formas de cabeza de león, imágenes de ejércitos lujosamente adornados… formaban parte de las grandes salas rodeadas de hileras de columnas.
En una de las estancias del palacio, situada casi al final de la zona de los hombres, muy cerca del dormitorio real, mientras Esther se iba acercando, esperaba pacientemente el cronista, conocedor de cada movimiento del palacio; con ansia pertinaz anotaba y testificaba cada instante, con la certeza de que la palabra permanece como huella en la historia.