Secreto
-NO olvides tu nombre —suplicó Mordejai.
Desde el fondo del jardín, Mordejai observó a su prima Esther alejarse, más que parado, quieto, como si el peso del aire que le rodeaba fuera tan denso que le impidiera cualquier gesto, y así, como prisionero de lo inmóvil, miró a Esther sin atreverse a acompañarla hasta la salida de su vivienda; ella se vuelve; «dime algo, haz un gesto», parece decirle con la mirada. La luz fría del día se forma como neblina alrededor de su rostro que se difumina. Le mira detenidamente y sin moverse, se fija en sus ojos; el rostro de su primo en los últimos meses se ha desvanecido, el pelo blanco y la piel transparente perdieron contornos, y ahora es un rostro difuso. Pero mientras que en sus ojos hay una distancia más bien fría, es en la boca donde aparece un leve movimiento tembloroso que delata la contención de su angustia.
—Esther —repitió—, no olvides tu nombre, ni digas de dónde vienes, ni quién es tu pueblo.
—¿Crees que podría olvidarlo? Mi temor es que me olvides tú, que me dejas marchar y no me retienes. Porque ¿qué es un rey para nosotros, que no nos arrodillamos?
Entonces Esther, con la mirada altiva, acariciándose un mechón de su cabello, un gesto recurrente en los momentos de angustia y duda, respiró profundamente, y como si su impulso saliera del mismo aire, se dio la vuelta. Al moverse se le enredaron los aros de oro con el pelo oscuro que brilla así, con la belleza fugaz de un instante. Se volvió, dándole la espalda al hombre con el que ha vivido los últimos años; sabiendo que dejaba, quizá para siempre, la casa que la acogió, que fue su hogar. Una casita de una planta con un patio interior, cuatro habitaciones, una cocina con una mesa de madera de olivo viejo traído de Jerusalén, una biblioteca con papiros acumulados en desorden que desprendían un olor que habían dejado de percibir, pero que a veces, cuando llegaba el viento del Este, inundaba las habitaciones con un aroma a clavo; la luz de las velas al atardecer traía sombras agradables que parecían acompañarlos, como si escultores de sombras se dedicaran a envolverlos con artísticas y amigables formas. Conservaban documentos de más de veinte años junto a otros adquiridos a los viajeros.
Pero, si lo pensaba en profundidad, quizá no era irse lo que más le dolía, sino la sensación de no volver, de que si se marchara ya no iba a regresar, dejando allí una posibilidad de vida distinta que ya no existiría. Imaginaba que su sombra se quedaba para guardar su lugar.
Caminaba hacia el carruaje. No se volvió a mirarle.
En un breve instante pensó en su vida. Demasiados abandonos, demasiadas despedidas en su memoria y, a pesar de la obligación de partir, el deseo de permanecer, de arrimarse a lo conocido, al apego por el cariño recibido de su primo se debaten en su interior en unos instantes que sabía decisivos. Se encontraba en una bifurcación en su vida que la determina definitivamente; su carácter rebelde cuestionaba lo obvio: el poder real, el derecho de la autoridad a disponer de su vida, el derecho de los hombres para decidir la vida de sus mujeres y, sin embargo, bastaría un solo gesto de él para que se quedase, para no ir al palacio, para huir con su primo.
Mordejai, el primo de Esther, llevaba algunos años en Susa, la capital del reino de Persia. Era hijo de Yair, nieto de Shimi, que era hijo de Kish, del linaje de Benjamín. Pertenecía a una familia con fuertes creencias y era uno de los exiliados de Jerusalén que llegó con los cautivos, con Yejonya, rey de Judá, que habían sido deportados por Nabucodonosor, el rey de Babilonia.
Atardecía. Parecía como si el cielo se hubiese caído sobre la arena, confiriéndole la tonalidad rojiza de un sol atemperado por el viento cálido que llegaba para agitar las palmeras. Su sonido recordó a Esther el bullicio de las tardes con sus amigas en la plaza, las risas despreocupadas de quienes del futuro sólo tienen la certeza del todo por hacer. Desde que se enteraron de la suerte de Esther sus amigas fueron cambiando: una dejó de hablarle, volvía la cara severa cada vez que se encontraban; otra, cuando se tropezaban por casualidad en el mercado, se paraba sin decir nada rompiendo a llorar; las hermanas gemelas cuando la encontraban se reían a carcajadas, nerviosas, pero sin articular palabra; pensó que hacía tiempo que las había perdido.
Hay días en los que a pesar de que el viento, las palmeras, la arena sean los mismos, la vida hace que se fijen de otra manera. Así, al observar el brillo de la tierra, el sonido de sus pisadas al caminar, quedaban reflejados en su pensamiento con la densidad de lo nuevo, porque en ese instante Esther dejaba su casa. Había sido elegida entre las mujeres más bellas del reino para ir a la oscuridad dorada del palacio. Allí, aún no sabía cómo ni cuándo, debía permanecer preparándose para ser seleccionada entre otros cientos de mujeres, también elegidas como candidatas para ser la nueva reina de Persia.
Caminaba despacio, la mirada siguiendo los pies unas veces y otras de repente hacia delante. Iba acompañada por cuatro eunucos del palacio, dos delante de ella y dos detrás.
Su primo Mordejai no la retuvo, titubeante, empezó de nuevo a caminar, mientras rememoraba imágenes de los juegos en el patio. De niña solía observar la piedra rojiza, los surcos, y corría detrás del agua que se quedaba en la piedra; creía que el agua, cada charco, cada gota, iba siempre en busca del manantial, del río, y después de la lluvia corría al patio para desentrañar ese secreto del agua. Era el mismo patio por donde ahora salía para irse definitivamente. Y a no ser que sucediera algo imprevisto que lo impidiera, viviría en el palacio.
Mientras caminaba recordó el temblor que la sacudió al llegar —sus abuelos la habían enviado a esa casa de adobe rodeada de palmeras poco antes de morir—; no había conocido a su padre, ni a su madre; y nadie solía hablar de ellos para evitar su dolor, aunque el dolor mayor era que no hablaran; si le contaran quiénes fueron, sus aficiones, sus gustos, el tono de voz…, al menos ella tendría imágenes que con el tiempo serían casi tan consistentes como las vividas, pero nadie hablaba de ellos, por eso había inventado a su madre el día de su tercer cumpleaños. Había creado a su madre como una mujer inteligente, callada y hermosa, pero de forma contenida, tal y como imaginaba la belleza de Sara, la mujer de Abraham. Su madre sobrevivía convertida en personaje de sus diálogos ficticios y solitarios cuando imitaba los de las demás muchachas.
En las noches terribles que a veces se tienen sin razón, cuando la rodeaban las sombras y en su vientre se instalaba una inquietud mortecina, Esther corría al patio y, cerca de las palmeras, imaginaba la figura de su madre, que le acariciaba el cabello recogido con alfileres ribeteados de azabache sobre su nuca y le colocaba el velo que cubría sus hombros. Lentamente, ella le relataba a esa representación tan vivida cada acontecimiento de su vida. Llegaba incluso a oír la voz suave pero enérgica de su madre, de una forma más real que otras que prefería no oír.
Ahora tenía que abandonar su casa, probablemente a causa de su belleza. ¿Debía sentirse feliz por ser presentada ante el rey de Persia? ¿Puede confundirse el amor con el deseo de poder, con la admiración por el hombre y no por el cargo que ocupa? Pero no es amor lo que le exigen.
Desde hace un tiempo las mujeres más bellas del reino van a pasar una noche con el rey, una sola, y si el rey recuerda su nombre al día siguiente ésa será la reina. Aunque sólo una lo será, y las mujeres lo saben, no pueden más que asistir, a pesar de que ser la elegida es casi imposible, que hay mujeres que vienen de todas partes del reino, unas van felices, otras sin demasiada ilusión y sólo algunas pocas preferirían negarse, por amar a sus maridos o parejas.
El rey, que pertenece a la familia real aqueménida, la dinastía persa más importante, está desgarrado por el dolor que le produjo tener que destronar a su esposa Vashtí por desobediencia. Busca, desde hace algún tiempo, a una mujer para convertirla en su reina. Parece que está arrepentido —al menos eso es lo que ha oído Esther comentar a una de las mujeres de la aldea—, porque amaba realmente a Vashtí, a pesar de la opinión de sus ministros, de la decisión tomada y de que en verdad había traicionado al poder real. Pero ese hecho no bastaba para alejar de su mente ni su cuerpo ni su piel. Había sido realmente su preferida durante el matrimonio.
Aquémenes fue el fundador de la dinastía aqueménida y quien dio el nombre a la familia real persa; desde niña Esther había oído que la dinastía había surgido hacía unos doscientos años gracias a las conquistas de Ciro II el Grande y Cambises II, que fundaron un imperio que abarcaba desde el Helesponto hasta el norte de la India, Egipto y parte de Asia Central. Los reyes de Persia, hasta ese momento, en el tiempo de la destrucción del templo de Jerusalén por Nabucodonosor, en la época de los profetas Nehemías y Ezras, fueron: Teispes (de Anshan), Ciro I, Cambises I, Ciro II el Grande, Cambises II, Bardiya (Esmerdis), Darío I (de gran influencia, fue hijo de Histaspes, nieto de Arsames, descendiente de Aquémenes) y por último, Jerjes.
Esther sentía una mezcla de curiosidad e inquietud por conocer al rey Asuero, que gobierna desde India hasta Etiopía, sobre unas ciento veinte provincias, y aunque dicen que su poder se tambalea, que desde la fiesta en la que destronó a su reina su ánimo decayó y muestra su debilidad, es un rey poderoso. Pero, tal vez como herencia de un pensamiento más libre, de la certeza de la igualdad de los hombres ante su único Dios, el poder no dejaba de parecerle algo pasajero. Es cierto que se trata de un hombre poderoso, pero el significado de la palabra «rey» difiere de unos a otros. Para el resto de los persas quizás sea un ser único, para ella no es más que un simple mortal con mucha autoridad.
Además, ¿qué hombre es capaz de humillar así a su mujer?
Lo que cuentan es que quiso demostrar su riqueza y su fuerza, por lo que organizó una gran fiesta para agasajar a su pueblo, desde sus esclavos a sus ministros, y festejar así su triunfo en todas sus provincias. Era el tercer año de su reino, quería mostrar su riqueza, y organizó una fiesta que duró ciento ochenta días. Mientras el pueblo participaba perplejo, escuchaba la música y los banquetes con los que era obsequiado, comentaba el despilfarro sin atreverse a participar del todo, como si esa riqueza que le regalaban, los dulces de almendra, las carnes guisadas, los dátiles, el vino, le insultara más que alegrarle, porque preferiría obtener una mínima parte para aprovisionar sus hogares al menos por unos meses; aunque algunos, sin embargo, disfrutaron olvidando sus privaciones. No todos los hombres reaccionan de la misma manera a las alegrías o a las tristezas, pero suelen ser sus reacciones menos variadas de lo que deberían, como si tendieran a unirse a lo más similar, es habitual que los hombres se agrupen.
Vivieron también aquellos días de fiesta como un descanso. Los persas se veían como un pueblo en guerra, participaban del mismo anhelo por vencer y conquistar que sus reyes, por eso, precisamente, quisieron olvidar un tiempo las espadas, la fuerza de las flechas, para ocuparse de sus mujeres e hijos, para deleitar el cuerpo y calmar sus cicatrices, disfrutar de la alegría de su rey, que les daba una oportunidad de placer. Por eso la noticia repentina de lo sucedido en el palacio desconcertó a los ancianos del pueblo, noticias que no se confirmaban pero que nadie dudaba.
Hadassa, cimiento, como Mordejai llamaba a veces a Esther, pues es su nombre en la lengua de Persia, caminaba despacio. Debía irse ya, su paso lento parecía manifestar su deseo de quedarse, pero los eunucos comenzaban a impacientarse, intentando indicarle que agilizara su paso sin dejar de actuar con gran corrección y respeto.
Lo cierto es que Esther, desde que supo que había emisarios del rey por todo el territorio, especialmente durante los últimos meses, temió ser elegida para convertirse en la reina. Se sabía que buscaban y llevaban al palacio a las mujeres más bellas, lo escuchaba como una leyenda ajena, un rumor que les sucedía a otros, murmuraban las mujeres sin llegar a revelarse, mientras que los hombres aceptaban silenciosos sin cuestionar la orden. Para Esther lo que no era nada más que una leve inquietud se fue convirtiendo en certeza hacía unos meses, cuando conoció a Hegue, uno de los eunucos reales en la plaza a donde ella iba a recoger agua del pozo. Desde que se encontró con ese hombre-mujer, sorprendentemente bello, con una belleza de expresión instantánea, porque hay una belleza serena que se descubre después de conocerla, de observar, del tiempo y el afecto, pero la del eunuco era directa; un encuentro que se produjo por azar según creía ella, y le ofreció agua de su cántaro, se vieron a menudo, coincidieron con frecuencia. Y, sin que ella lo supiera entonces, era ahora cuando se daba cuenta, Hegue se le fue acercando, sospechaba que para observarla.
Pero debía ser fuerte, no flaquear, se dijo, ya había decidido, y seguro que sería bueno para los suyos, aunque su primo le había aconsejado no decir quién era, ni quién era su pueblo. Había elegido, sí, pero temía perder ahí parte de su ser más íntimo. Aún puedes huir, sentía que le decía su madre desde esa voz interior, puedes esconderte, escapar, pero elegía ir, no sabía bien por qué. Nunca quiso más de lo que poseía, incluso siempre creyó que envejecería junto a su primo. Y es que amaba a Mordejai, pero él quería que aceptara, que no huyera, y ella lo hacía en parte por él, en parte porque el pensamiento de él era el suyo también.
Esther se sometía a su elección, aunque conocía los riesgos, especialmente porque nadie sabía qué suerte había corrido la mujer a quien sustituían, la reina Vashtí. ¿Cómo podía su primo dejarla ir? Prefirió pensar que no se trataba de cobardía o sumisión. Tampoco resultaba fácil para él, y en sus brillantes ojos, que imaginaba siguiéndola mientras recorría el sendero, en la última mirada que recordaba desde el umbral de la puerta, Esther había visto el miedo y el desgarro. A pesar de su juventud, ya intuía que el miedo ensombrece al hombre, reduce el aire y aquieta su movimiento. Debía ir. Seguramente no fuera elegida. Era probable que dentro de un año estuviera de vuelta en su hogar.
Caminaba lentamente, consciente de adónde conducía cada uno de sus pasos y de dónde la alejaban.
Su casa se situaba cerca de una plaza circular alrededor del pozo donde se reunían las mujeres de su pueblo al atardecer; era una de las más visibles de la ciudad, un lugar de reunión de los sabios de su comunidad. Al salir observó a sus conocidas que la miraban con admiración y que, para dejar pasar a la comitiva, formaron una hilera a lo largo de la vía que daba a la plaza, un cruce de varias calles importantes de la ciudad.
Los eunucos marchaban delante de ella, la gente se detenía, murmuraba, sonreían unos, lloraban otros. Le pidieron que caminara con la cara agachada, que no levantara los ojos. Durante el recorrido recordó las elecciones importantes de su vida, respiró hondo y sintió el olor de las especias, del orégano, la pimienta, el clavo, el comino del mercado cercano, los perfumes de las frutas. Recordó que cuando enfermaron sus abuelos y le preguntaron dónde querría vivir, tuvo que tomar su primera decisión importante, y si no hubiera ido a Susa, seguramente ahora no estaría camino del palacio real. ¿Qué dirige nuestras acciones y elecciones? ¿Deseaba ser elegida? La pregunta era absurda porque no dependía de su voluntad. ¿Por qué había aceptado someterse a ese espacio en donde no podía ejercer su propia voluntad? ¿Por qué una mujer libre no rechazaba ese abuso? Sin embargo, iba por decisión propia, sin negarse, sin escuchar las señales de alarma que se abrían paso en su pensamiento. Mientras tanto, en su mente prejuzgaba por un lado a su primo, y por otro trataba de encontrar algún motivo que justificara su decisión.
Se volvió de nuevo y observó a Mordejai, que seguía sus movimientos en la distancia. Ya no veía a la gente apiñada en dos hileras a lo largo del camino, aunque sí la oía murmurar: algunas mujeres entonaban cánticos de bodas y pronunciaban bendiciones. A un lado reconoció a algunos de su pueblo, tenían el semblante más entristecido que el resto. De repente se dio cuenta de algo en lo que no había pensado hasta entonces. Sin reconocérselo a sí misma creyó que Mordejai sería el hombre con el que viviría para siempre. Qué extraño decir «siempre». Se le reveló esa realidad como certeza y, frente a ese pensamiento, sintió el peso de dos vidas posibles: seguir con los eunucos la conducía a una de ellas, mientras la apartaba justo en ese mismo instante de la otra. Pocas veces se presenta la oportunidad de enfrentarse así al futuro. Y lo hizo. Siguió caminando, notando la tierra en las sandalias, consciente de que sus pasos la llevaban irrevocablemente a otra vida. Creyó sin reconocérselo que sería esposa de Mordejai. Su primo, que impedía que conociera a otros hombres de su pueblo, una vez porque inventó que el joven que quería convertirla en su esposa no era en realidad de su pueblo, sino que era un espía; otra porque era demasiado viejo el pretendiente, otras demasiado joven, repetía siempre cuando los rechazaba que el hombre estaba obligado a agasajar a su mujer y ofrecerle una vida al menos igual a la que la mujer acostumbraba, y lo hacía sin dramas, pero con firmeza. Esther aceptaba con una especie de consentimiento amoroso, que a él le llenaba de alegría y orgullo, ella lo asumía como su destino.
El aire removió su pelo, las calles le parecieron irreales, como cubiertas de una neblina blanca, más imaginaria que real. En los rostros de las gentes había sorpresa y admiración. Cuando por la aldea corrió la voz de que había sido elegida y de que pronto vendrían, aquellos que ni sabían de su existencia comenzaron a pararla por la calle, a saludarla, a dedicarle alabanzas; pero Esther seguía siendo esa misma niña huérfana asustada que llegó sola a Susa.
El rostro imaginado de su primo marcaba su paso.
De repente sus piernas se volvieron pesadas.
Se concentró en las imágenes que dejaba.
Enumeró interiormente los objetos que había olvidado: un alfiler para el pelo de la madre de Mordejai, su tía; apenas la recordaba pero era una mujer fuerte, una mujer que consideraba que en el cabello de las mujeres hay una energía que hay que saber entender y dirigir. Ella le entregó ese alfiler rematado por una amatista. Pensó en unos papiros en los que la madre había anotado unas bendiciones que pertenecieron a su padre, en las telas que había heredado de su madre, junto al corpiño bordado de su boda, en las piedras de río que desde niña guardaba, cada una de un verano pasado junto a Mordejai… Los recuerdos se convierten en los objetos que los resumen como huellas.
Se concentró en su paso y únicamente deseaba no olvidar su nombre y que el camino de vuelta permaneciera eternamente ahí.
Si no fuera por el bullicio de la gente podría oír a lo lejos el ruido de un manantial o los rezos de diez ancianos, o a los niños jugando con las piedras. A su lado, observó a una mujer que arropaba un bebé en sus brazos; se detuvo ante ella durante un instante para observar la tranquilidad del niño. Esos brazos eran un lugar del que carecía, dolorosamente negado en su infancia. Su madre, muerta al dar a luz a su primera y única hija, no la vería crecer. Su rostro, tan similar al suyo —al menos eso decían aquellos que la conocieron—, parece que fue ofrecido a su hija, como si al morir quisiera que al menos heredara sus gestos, sus rasgos. Debió padecer tanto la muerte de su marido producida durante su embarazo que seguramente deseaba morir también; lo suponía Esther, porque en realidad no había datos, únicamente silencios. Sus padres se habían establecido en Sher, una pequeña ciudad amurallada, con una comunidad no muy numerosa.
Cómo le gustaría ver, aunque sólo fuera una vez, el rostro de su madre, su expresión; en los gestos de la madre reside el secreto del mundo. En el reflejo de su rostro en el río, buscaba encontrar su semblante, en su boca la otra boca. Cuando se miraba, cuando indagaba en su rostro sentía que ahí siempre, detrás, había otro. Se acostumbró a esa idea así como a la sensación de pertenecer a una enorme sucesión de mujeres de las que ella era, en ese instante, en ese momento, su única representante en la tierra. Sonreía ante la idea, ante esa sensación de trascendencia que la invadía a veces y que permitía que le hablaran los objetos, los acontecimientos. Buscaba detrás de cada objeto hallado por azar, del ruido o del paisaje, un símbolo, un significado. Sintió el calor del sol en su piel, una luz cálida que le hizo cerrar los ojos, se detuvo, y de repente, como una revelación, tuvo una idea. Se dio la vuelta. Al fondo descubrió a su primo, que continuaba en la puerta observándola; entonces, siguiendo un impulso, corrió hacia él, escapando de los eunucos que, sorprendidos, al cabo de un instante, la siguieron. Esther, deteniéndose delante de Mordejai, le preguntó:
—¿Hay otra alternativa?
—Esther, mi hermosa niña, ¿podemos hoy conocer la opción no elegida? Has iniciado un camino, ya está empezado, ahora sólo nos queda esperar.
—Mordejai —dijo Esther, bajando los ojos y ofreciéndole las manos, mientras Hegue, que había llegado a ella, le ponía la mano en su hombro—. Mordejai, yo te quiero.
Mordejai la miró a los ojos, parecía temeroso, indeciso, Esther pensó incluso que estaba incómodo por la presencia de los eunucos; por eso, con un gesto, un leve movimiento de su hombro, quiso pedirle a Hegue que se apartara, y Hegue pareció entenderla porque se retiró de su lado y pidió a los otros que hicieran lo mismo. Cuando Esther se encontró sola de nuevo, Mordejai, bajando los ojos, respondió:
—Escucha, hay momentos en que se nos presenta una oportunidad que puede cambiar una vida. Algún día sabremos por qué te han elegido. —Mordejai hablaba sin convicción, había perdido la seguridad que le había caracterizado durante los últimos días.
—¿Y si nos equivocamos? —preguntó Esther, acallando el llanto y abalanzándose sobre su cuello, para apoyar el rostro sobre su hombro.
—Niña mía, quien actúa movido por un pensamiento de equilibrio interno dirigido a una voluntad de bien, no puede equivocarse. El pensamiento tiene el poder de comunicarnos con el cielo, no lo olvides. Mi hermosa prima, tu madre estaría a tu lado bendiciéndote —dijo Mordejai, agarrando sus brazos para apartarla de él.
—Primo, ¿y no crees que tal vez deba permanecer a tu lado, que éste es mi destino?
Esther sollozaba, pero algo permanecía en alerta, no encontraba las palabras adecuadas y sentía que no conseguía conmover a su primo, arrebatarle un gesto de inconformismo, de deseo, de duda.
—Esther, prometo que estaré cerca aunque no me veas, mi pensamiento te acompañará y sentirás mi presencia. No te abandono, Esther, pero ¿qué podemos hacer? Nadie, ninguna de las mujeres del reino que han sido elegidas ha dicho que no, tendríamos que irnos, ¡quién sabe las consecuencias! —exclamó Mordejai, perdiendo la vista en los eunucos que, algo alejados, parecían comprender lo duro de la separación.
—Tengo miedo, primo —dijo Esther, bajando la voz hasta convertirse en un susurro, apenas un lamento—, desearía que me abrazaras, al menos pasar una noche abrazada a ti. ¿Lo harías?
—Sí. Pero no puede ser.
—No quieres.
—Esther, cuando dormías en la habitación de al lado, siempre te abrazaba en mi imaginación para que la niña asustada pudiera dormir.
—Sigo asustada.
—Tú eres fuerte, Esther, verás cómo encuentras el camino —aseguró Mordejai, dejando caer sus brazos, como expresando con el gesto su derrota.
—Esa es mi debilidad, no deseo ser fuerte, quiero permanecer a tu lado, eso es lo que deseo. —Esther adquirió de repente una energía infantil y espontánea, había un brillo nuevo en sus ojos.
—Debes partir, te esperan, y hay que hacer lo que se debe, mi influencia en palacio es ahora limitada, tenemos muchos enemigos.
—No lo entiendes, no lo entiendes, si me voy no habrá vuelta atrás.
—Niña, tampoco si te quedas. Esther, si te quedas tampoco la habrá. Hay una bifurcación en tu vida que debes seguir, porque ya estás ahí aunque no lo sepas, ya no estás aquí, ya te has ido, y yo no puedo hacer nada, nada, qué te puedo ofrecer, quiénes somos, ni siquiera, ni siquiera… —sollozó Mordejai, pero enseguida se dio cuenta de que Esther ya no estaba, se había alejado rápidamente hacia los eunucos y vio cómo Hegue la abrazaba mientras caminaban.
Esther quiso hablar, decir algo más, pero calló; al volverse no pudo contener las lágrimas viendo que Mordejai se alejaba hacia el interior del jardín; se emocionó al ver su espalda erguida en la que había una pesadumbre en la postura de hombros caídos. Continuó su camino, sin la pesadez primera de sus piernas, decidió seguir, aunque sabía que ya había decidido, sin querer pensar en ello, que algo invisible se había roto entre ellos; imaginó a Mordejai a su espalda, a Mordejai agarrándola de los brazos y pidiéndole que no se fuera, abrazándola y besándola en la boca como nunca había hecho, pero de repente dejó de verle, en sus pensamientos había un hueco, un vacío, y mientras caminaba, por más que intentaba recuperar esas palabras que la habían acompañado durante tantos años, por más que quiso encontrar una imagen tierna, no la encontró. Estaba sola.