Capítulo 7

Libro de Esther

Vashtí

VASHTÍ tenía sangre griega. Cuando el rey decidió eliminarla era también una guerra contra esa parte. Ese verano dejó una huella de humillación en su pueblo. Una vez Vashtí le dijo al rey: «Nosotros luchamos también en las sombras». Se refería a la frase del espartano Dioneces que, cuando vio las flechas persas que oscurecían el sol, dijo: «Tanto mejor, así lucharemos a la sombra». Un duelo entre Occidente y Oriente causó un gran impacto en los dos pueblos. El rey quiso siempre vengar a Darío I, el Gran Rey y Rey de Reyes, el soberano más poderoso del mundo. Su imperio abarcaba desde Egipto en el oeste, la India en el este, al norte el mar Negro y al sur el golfo Pérsico. Pero debía someter a unas colonias griegas en Asia Menor. Los griegos luchaban por su libertad. Eso es lo que les armó y les dio la fuerza. Casi siete mil hombres perdieron los persas en la batalla contra la Grecia europea. Lo querían todo y los hombres pagaron con sus vidas. Dejaron apenas doscientos muertos. «Hemos vencido», dijo Filípides, que corrió decenas de kilómetros para llevar la noticia de la gran victoria a Atenas. Lo dijo y murió. De que los persas no eran invencibles dejó constancia esa derrota. El rey pensó vengarse, quería demostrar su poder. Se había rodeado de ministros vengativos y fieros y el concepto de lo justo se volvió cada vez más arbitrario. Nadie entendió cómo pudo contraer matrimonio con una mujer de sangre griega. Tenía frente a sí al enemigo, al vencedor que causó la humillación del pueblo. Así que no fue difícil convertir a Vashtí en una enemiga del pueblo, de los hombres, del poder, su sublevación ponía en peligro a todo el imperio.

El eunuco narraba su visión del palacio y de Persia, quería que Esther, dijo, comprendiera dónde estaba. Para dominar y vencer había que conocer. Paseaban por el jardín, el eunuco la miraba y colocaba de vez en cuando la túnica que Esther no sabía aún controlar porque los pliegues laterales le resultaban extraños y algo exagerados. Observó el viento sobre las gasas que cubrían las ventanas. Y respiró el aire del atardecer, era el momento en que sentía que se iniciaba un instante de libertad.

Mientras, el rey que había amado a Vashtí, fascinado por su belleza, que había sentido su mundo tambalearse cuando en una ocasión ella le dijo que amaba a otro hombre, sintió que esa mujer era una extraña. ¿Cómo se puede pasar así de repente del amor más absoluto a la indiferencia?, se preguntaba Esther. Sólo podía entenderlo si, como le dijo el eunuco, la mente es poderosa. Cuando nos sentimos amenazados, cuando nuestro mundo, lo conocido, está a punto de caer, entonces se despierta una fiera en nosotros que toma el poder. La fiera que aniquila el amor, incluso el más sublime, para dejar que lo sustituya el deseo de defensa. Entonces, el otro, aun si ha sido amado, si ha sido objeto de una gran pasión, se desdibuja y desaparece. Eso le dijo el eunuco a Esther, que temía al rey. Amarás y temerás a Dios, amarás y temerás, amor y temor unidos. Se preguntó Esther a qué temor se refería cuando lo decía.

El eunuco le explicó que había sido soldado. Vivía en una pequeña aldea cuando le obligaron a alistarse. Recordó la tristeza de su familia, se despedía para siempre y lo sabían, aunque se comportaban como si sólo fuese por unos días. Se justificaba porque los persas durante años se dedicaron a estudiar las causas de la derrota. Querían conocer el motivo, supusieron que se trataba de que el hoplita, como soldado de infantería pesado griego, tenía un armamento y una disciplina muy superior. La ventaja numérica persa nada pudo con la motivación y preparación griegas. El impacto fue enorme. Así Darío decidió hacer una importante reforma que supuso la organización de su gran Imperio. Puso a gobernadores, sátrapas, casi unos treinta para organizar su territorio. Pero el rey los vigilaba de cerca porque no confiaba en ellos. Cada ciudad y aldea, por pequeña que fuera, tenía la obligación de enviar un número determinado de hombres al ejército. Muchos persas veían en esa obligación una insoportable prestación al poder que les llevaba a terribles guerras con las que nada ganaban. Un pueblo que descubre la inutilidad de la guerra termina por ser derrotado, por perderse. Sólo aquellos que, ciegos, deciden seguir a sus líderes logran por un tiempo vencer. La mayoría de los soldados eran arqueros, vaccabara, y un segundo grupo estaba compuesto por lanceros, astibara. La infantería llevaba también espadas y pequeñas hachas. El eunuco aún guardaba su espada, akinaka, él la llamaba así porque era una espada antigua que le fue entregada por un anciano de su aldea. Al coger la espada pensó en su filo y el desgarro de la espada en un cuerpo, sintió el dolor de la empresa a la que se dirigía y supo que esa espada no podría usarla contra nadie. Fue un breve instante, supo que la espada en su mano tenía un lenguaje y una gramática que no podía comprender. El odio y la furia contra el enemigo le eran totalmente ajenos.

«Cuando salgas a la guerra, en contra de tus adversarios, y lo entregue Dios en tu mano, y capturares un cautivo. Y veas entre los cautivos una mujer bonita, y la deseares, la podrás tomar para ti por esposa. Pero la traerás a tu hogar; rasurará su cabeza y dejará crecer sus uñas. Se quitará el ropaje de cautiva, y permanecerá en tu casa y llorará a su padre y a su madre por un mes. Después de esto podrás desposarla; y será para ti por esposa. Y si no la desearan a ella, la liberarás de acuerdo con su voluntad, pero no podrás venderla por dinero; ni comerciarás con ella, ya que la has vejado». Palabras de Mordejai que se unían a las del eunuco, pasado y presente a veces forman unidad. Esther revisó lo que había oído de sus leyes, sus leyes también hablaban de la guerra, la guerra era inevitable, pero el hombre debía buscar la manera de controlar, cercar sus instintos, pensó en la mujer cautiva, tal vez ella era de alguna manera una mujer cautiva, en sus leyes también se decía que el hombre que no había estrenado su casa, el recién casado, debía dejar la guerra e irse, no fuera que otro estrenara su casa, que otro durmiera con su mujer. Las mujeres y las casas mantenían el mismo nivel, reflexionó en torno al mundo que le rodeaba tan masculino, en el que se controla ese instinto del macho pero no se tiene en cuenta el deseo de la mujer. Pareciera que las leyes quisieran controlar la furia del hombro, doblegarla ya que él tiene ese interior salvaje. Pensó que su visión tal vez era en extremo femenina y que no llegaría a conocer en su totalidad ese aspecto del mundo y de la vida, porque al fin y al cabo siempre vería desde su ser mujer, esa era su única manera de entender el mundo. Esther se sintió cautiva del poder y de la riqueza, y se dijo que algún sentido tenía que haber para que en su vida le sucediera ese acontecimiento que la hizo cambiar radicalmente su vida apacible, su vida en sus tradiciones y rodeada del afecto de su primo, que pensó sería su marido. Cambió, ahora la envolvía la soledad del oro, de la mirra, de las sedas y ungüentos, gentes a su alrededor que no hablaban su misma lengua aunque utilizaran las mismas palabras. Las mujeres parecían tiernas, amables, pero de vez en cuando alguna de ellas, inesperadamente, mostraba otro rostro, se volvía irritable, abominaba, gritaba, insultaba y sacaba ferozmente un odio que parecía imposible que se contuviera en un rostro hermoso. Estaba impresionada porque esa misma mañana, una mujer menuda y esbelta, que tenía el pelo largo y un brillo dorado extraño, cuando fue rechazada por el rey cogió un puñal y se dirigió a las otras mujeres, gritó desesperadamente y se lanzó contra ellas, quería marcar sus rostros, para que no quedara ninguna mujer hermosa. La recuerda después, derrotada, como si la furia ya hubiera pasado por ella, como un incendio que arrasa y deja las cenizas como testimonio de su presencia. La imagen de esa mujer dolía, especialmente porque se dio en una persona tranquila, y comprendió que estaban sometidas a una tensión siniestra, esperaban ser las elegidas durante mucho, mucho tiempo, un largo camino de espera.

Por primera vez se dio cuenta de que se había dejado seducir por el poder, su pensamiento un instante breve, pero real, imaginó su estado como reina; le dolió de sí misma esa muestra de vanidad, descartó con la mente esa imagen, pero no había nada que hacer, imaginar, concebir, pensar. Ha creado ya el espacio real y por más que después se quiera deshacer el embrujo de lo imaginado, aparece ahí, inmutable, como posibilidad, como deseo contenido, y hay que luchar, estar despierto siempre atento para que la mente no sea invadida por esas imágenes que pueden cambiar la esencia, porque basta con una sola imagen para derrotar las ideas. Ella lo sabía, lo veía a su alrededor, las mujeres que se iban, las que se quedaban estaban derrotadas. Recordó a una mujer de rostro potente y hermoso. Justo cuando llegó al palacio, la mujer se iba. Decidió irse de nuevo a su hogar. Se acercó a Esther y le dijo que se negara a creer en ese sueño. Ella luchó contra él, pero finalmente fue vencida, ahora volvía a su casa pero ya nada sería igual después de conocer el palacio. No deseó ser elegida, luchó contra su designación, se enfrentó a quien la reclamaba, pero finalmente accedió. El hombre a quien amaba prometió esperar, pero ya no era la misma, a quien esperaba no volvería. Tenía los ojos húmedos, el pelo cubierto por una gasa roja que le caía hasta los ojos, ojos que brillaban y en los que observó una lágrima.

—Yo no quise venir, pero no quiero irme. Me voy porque prefiero poseer lo que me rodea y no estar sometida a un capricho; lo siento por todas las mujeres que venís y os iréis, todas por un hombre que apartó de su lado brutalmente a la mujer que amaba. ¿Qué amor es el que se desvanece por unas palabras, qué amor desparece por un gesto, por el paso del tiempo? Ay, amor vano, amor vacío, lleno del deseo únicamente, del deseo de poseer. Deberíamos negarnos a acceder a su selección. Los hombres, más que las mujeres, padecen en varias ocasiones ese amor vano, ese amor inflado de aire. ¿Qué pensaría Vashtí cuando de repente el hombre que tanto la amaba, el hombre que creía en ella, quien prometía hacerla feliz, quien la acariciaba y prometía que reinaría en su corazón siempre, ese mismo hombre le mostró otro rostro? ¿Qué pensaría Vashtí? Sabes, durante un tiempo amé a un hombre, pero aunque conocía su realidad, yo era de una clase diferente, sólo podría ser su esclava, su concubina, mi fantasía lo ignoraba, no lo veía al inicio de sus palabras de amor, no me decía que quien es capaz de engañar así a su mundo terminaría engañándome a mí, no, me dejé llevar por sus palabras. Ah, palabras embrujadas, seductoras, que sabían encontrar la piel de mis emociones, ¡cómo amaba cada una de sus palabras! Y se entregó a mí, me dedicaba su vida, todo el tiempo del que disponía, pero un día, su padre se enteró, me dijo que lucharía, creí en él, pero esa noche, mientras dormía, me vino una imagen terrible, tenía su rostro amado delante, el rostro al que dedicaba mis caricias, al que observaba en silencio mientras mi dedo lo recorría, su rostro amado de repente se giraba, se volvía hacia otro lado y aparecía ante mí un rostro horrible, una imagen deformada de ese rostro que amaba, un monstruo me miraba y dañaba. Comprendí que había tenido su rostro amable durante algún tiempo, pero, a partir de entonces, debía compartirlo con otra mujer que le tenían designada, mientras a mí también me miraría con expresión dura y cruel. Huí, me fui de la ciudad y me aleje de él. Era demasiado joven, pero supe que mi vida dependía de ese momento. Encontré a un hombre honrado, y espero poder amarle. Ya no soy capaz de imaginarle. Mi mente durante este encierro dejó de pensarle, eso es lo que me sucede y preocupa: que perdí el poder de verle. Di a las mujeres, a todas las que puedas, que no se imaginen en los brazos del rey, si lo hacen estarán perdidas. Ay, espero que nuestras hijas y nietas puedan perdonarnos, porque nos convertimos en esculturas para los hombres, acomodándonos a sus conveniencias y deseos.

Sentir el dolor de la víctima debilita. Produce un espacio cansino y doloroso del que no se puede huir. Pensó en las mujeres que la rodeaban y cómo cada una a su manera era vulnerable, y que aunque se negara a verlo ella también lo era.

Decidió ver a Mordejai. Debía salir de allí. Él debe ayudarme a escapar porque puedo perderme, se dijo. Corría el riesgo de dejar de ser quien era y olvidar su nombre.

 

El escriba anota en su libro características de los distintos pueblos. Sobre los griegos guarda páginas donde informa acerca de sus costumbres, sus dioses, y analiza qué es ser enemigo, lo que significa, cómo eso construye a los persas frente a los otros.

De todos los pueblos había uno que le sorprendía, era el judío. Había sufrido derrotas, pero la derrota no le formaba de la misma manera que a los otros. La derrota le marcaba el pensamiento de distinta manera, pero no encontraba la palabra hasta que un día descubrió que se trataba de memoria. La memoria era una alternativa a la venganza.