5. Conquista del Oriente por Alejandro

Año y medio más tarde los amigos y los enemigos de Alejandro sabían que en el lugar de Filipo se sentaba un soldado y un constructor de imperios más grande que su padre, y que el plan del padre, de conquistar el Asia, no sufriría nada en manos del hijo. Los vecinos de Macedonia, hasta el Danubio, y todos los estados de la península griega, habían vuelto a ser sometidos mediante una campaña rápida y decisiva. Los Estados Generales de Grecia, vueltos a convocar en Corinto, confirmaron al hijo de Filipo en la capitanía general de la Hélade, y Parmenion, una vez más despachado contra el Asia, aseguró la costa del Helesponto. Con cerca de cuarenta mil curtidos veteranos a pie y a caballo, y con servicios auxiliares extraordinariamente eficientes para la época, Alejandro pisó tierra persa la primavera del año 334.

No había en el Asia Menor otro ejercito que le presentara batalla en forma, a excepción de uno más o menos del mismo número que el suyo formado en la localidad por los sátrapas occidentales. Fuera de los mercenarios griegos este ejército era muy inferior al macedonio en cuanto a calidad bélica. Rechazado por Parmenion en la costa del Helesponto, hizo lo mejor que pudo aguardando en las riberas del Gránico, la segunda corriente en importancia entre las que desembocan en el mar de Mármara, con el fin de atraer el ataque de Alejandro o cortar sus comunicaciones si se internaba en el continente. No tuvo que esperar mucho. La caballería pesada macedónica cruzó la corriente al galope al caer de una tarde, aniquiló a los asiáticos y, después de abrir camino a la falange, ayudó a exterminar al contingente griego casi hasta el último hombre antes de que cayera la noche. A Alejandro sólo le quedaban por delante defensas urbanas y tribus de las colinas antes de que pudiera reunirse un ejército en otras provincias del imperio persa y traerlo al occidente, proceso que dilataría muchos meses, y que de hecho tardó un año entero. Pero algunas de las ciudades occidentales ofrecieron un no pequeño impedimento a su avance. Si Eolia, Lidia y Jonia no hicieron ninguna resistencia digna de mención, las dos ciudades principales de Caria, Mileto y Halicarnaso, que durante el siglo anterior habían disfrutado en libertad virtual la parte del león en el comercio del Egeo, no estaban dispuestas a convertirse en dependencias de un imperio militar. La pretensión de Alejandro de conducir una cruzada contra el antiguo opresor de la raza helénica no las impresionaba, ni tampoco, a decir verdad, a ninguno de los griegos del Asia o de Europa, a excepción de unos cuantos entusiastas. Durante los últimos setenta años, desde que las celebraciones de la liberación de la Hélade fueran reemplazadas por las aspiraciones a una contra-invasión, el deseo de venganza había disminuido mucho, al paso que crecía el deseo de saquear Persia. Por tanto, cualquier aventura definida contra el Asia despertaba envidia, no entusiasmo, entre los que quedarían al margen de su éxito. Ningún estado importante se ofreció a ayudar a Alejandro con barcos ni hombres, y ya para el tiempo de la toma de Mileto se había convencido de que tendría que llevar a cabo su empresa solo, con su propio pueblo, para sus propios fines. A partir de ese momento, olvidándose de los griegos, pospuso su marcha contra el corazón del imperio persa hasta que hubo asegurado todos los caminos que llegaban hasta allá desde el mar, fuesen a través del Asia Menor, de Siria o del Egipto.

Después de reducir a Halicarnaso y la Caria, Alejandro no hizo más en el Asia Menor que recorrerla por su parte occidental, para mejor asegurar su asiento en el continente. Aquí y allá tuvo escaramuzas con las tribus de las colinas, que por largo tiempo habían perdido el hábito de ser gobernadas, mientras que con una o dos de sus ciudades tuvo que celebrar acuerdos. Pero, al acercarse el invierno, la Anatolia estaba va a sus pies, y se asentó en Gordión, en el valle del Sangario, desde donde podía, simultáneamente, vigilar sus comunicaciones con el Helesponto y prepararse a adentrarse más en el Asia a lo largo de un camino difícil. El Asia Menor occidental, es decir, Capadocia, Ponto y Armenia, la dejó por la paz y los contingentes de estas regiones formarían al lado de los persas en las dos grandes batallas por venir. También ciertos distritos del norte, que por largo tiempo habían sido prácticamente independientes de Persia, por ejemplo, la Bitinia y la Paflagonia, estaban todavía intocados. No valía la pena perder tiempo en ese momento peleando por tierras que caerían de todas maneras si caía el imperio, y que, mientras tanto, podían mantenerse alejadas del Asia Menor occidental. La meta de Alejandro se hallaba en lo profundo del continente, y su peligro, como lo sabía muy bien, en el mar: peligro de posible cooperación entre las flotas griegas y las más grandes ciudades costeras del Egeo y del Levante. En consecuencia, con el principio de la primavera, descendió por Cilicia para asegurarse los puertos de Siria y de Egipto, antes de atacar el corazón del imperio.

El Gran Rey, el último y más débil de los de nombre Darío, se había dado cuenta de la magnitud del peligro y se precipitó, con todos los recursos humanos de su imperio, a tratar de aplastar al invasor a la puerta de las tierras meridionales. Dejando que su adversario pasara alrededor del ángulo de la costa de Levante, Darío, que había estado aguardándolo detrás de la pantalla de los montes Amano, se deslizó por las colinas y cortó la retirada a los macedonios en el desfiladero de Isos entre la montaña y el mar. Contra otro general y tropas menos veteranas, una fuerza oriental compacta y disciplinada probablemente hubiera acabado ahí mismo con la invasión; pero la de Darío no era ni compacta ni disciplinada. La estrechez del campo la comprimió hasta convertirla en simple muchedumbre; y Alejandro y sus hombres, dando media vuelta, vieron a los persas entregados en sus manos. La lucha duró poco más que la de Gránico y el resultado fué una franca carnicería. Campamento, tren de bagajes, el harén real, cartas de estados griegos, las personas de los embajadores griegos enviados para urdir la destrucción del Capitán General, todo cayó en manos de Alejandro.

Asegurado contra la posibilidad de enfrentarse a otra leva del imperio cuando menos por doce meses, Alejandro siguió hacia Siria. En esta tierra estrecha, su negocio principal era, como ya hemos visto, con las ciudades costeras. Tenía que tener todos los puertos en su poder antes de penetrar en el Asia. Las ciudades menores no se atrevieron a oponerse a la victoriosa falange; la reina de todas ellas, Tiro, señora del comercio oriental, cenó las puertas de su ciudadela isleña y le dió al intruso occidental el trabajo militar más arduo de su vida. Pero la captura de la base principal de las flotas hostiles que todavía merodeaban por el mar Egeo era esencial para Alejandro, y para efectuarla, construyó un dique a través del mar. Otra ciudad, Gaza, que dominaba el camino del Egipto, mostró la misma fiereza con menos recursos, y el año terminó antes de que los macedonios aparecieran sobre el Nilo para recibir la pronta sumisión de un pueblo que jamás había servido de buena gana a los persas. De nuevo, aquí la principal preocupación de Alejandro fué para con las costas. La ciudad independiente de Cirene, que quedaba hacia el oeste, era uno de los peligros que quedaban, mientras que la apertura de las bocas del Nilo era otro. El primer peligro se desvaneció con la sumisión que Cirene envió a su encuentro en el momento en que se internaba en Marmárica para el ataque; el segundo se conjuró con la creación del puerto de Alejandría, quizás el acto más señalado en la vida de Alejandro, considerando la importancia que alcanzó la ciudad, el papel que desempeñó en el desarrollo de los griegos y judíos y el vigor que conserva en nuestros días. Sin embargo, por el momento, la nueva fundación sirvió primeramente para remachar el dominio de su fundador en las costas de las aguas griegas y persas. Al cabo de unos cuantos meses las flotas hostiles desaparecieron de Levante, y Alejandro obtuvo al fin el dominio del mar sin el cual hubiera sido más que peligrosa la invasión del Asia interior e imposible la conservación del Egipto.

Seguro así de su base, podía atacar el corazón del imperio. En la primera parte del año 331, siguió lentamente el tradicional Camino del Norte a través de Filistia y Palestina y en torno a la Hamad siria para alcanzar Tápsaco, sobre el Éufrates, visitando de paso, y como vía de precaución, la ciudad de Tiro, que le había costado tanto esfuerzo y tiempo el año anterior. Nadie se opuso al cruce del Gran Río; nadie le marcó el alto en Mesopotamia; nadie disputó su paso del Tigris, aunque el traslado del ejército a través de las aguas duró cinco días. Sin embargo, el Gran Rey se hallaba a unas cuantas marchas de distancia sobre las ondulaciones de Nínive, en la llanura de Gaugamela, a donde las carreteras que ahí convergían del sur, el este y el norte le habían traído las levas de todo el imperio que le quedaban. A las hordas sacadas de tribus belicosas que vivían tan distantes como las fronteras de la India, las riberas del Oxo y las estribaciones del Cáucaso, se agregaba una falange de mercenarios griegos tres veces más numerosa que la destrozada en el Gránico. De esta suerte, esperaban diez soldados por cada uno de los de Alejandro, sobre terreno abierto escogido por el imperio. Alejandro avanzó entonces lentamente y se detuvo veinticuatro horas para que su ejército recobrara el aliento, a la vista de los puestos avanzados de los persas. Rehusándose a arriesgar un ataque contra aquella inmensa hueste, durmió profundamente en sus atrincheramientos hasta el amanecer del primer día de octubre, y luego, a plena luz, condujo a sus hombres a donde había de decidir el destino de Persia. A la caída del sol estaba ya decidido, y medio millón de hombres destrozados huían al sur y al este, perdiéndose en las sombras de la noche que caía. Pero la batalla de Arbelas, como se la llama corrientemente —el más grande encuentro de ejércitos antes del ascenso de Roma—, no se había ganado fácilmente. La resistencia activa de los mercenarios griegos y la resistencia pasiva de la enorme masa de hordas asiáticas, que embarazaban el ataque con el simple peso de la carne y que volvían a cerrarse tras de cada columna que en ellas penetraba, hicieron dudoso el resultado, hasta que el mismo Darío, espantado por la proximidad de la caballería macedonia, dió vuelta al carro y perdió la jornada. Los hombres de Alejandro tenían que dar las gracias a la firmeza que les había implantado el sistema de Filipo, pero también, en última instancia, a la cobardía del jefe enemigo.

El rey persa sobrevivió para ser cazado un año más tarde, y capturado, ya moribundo, en el camino al Asia Central; pero mucho antes de este acontecimiento y sin otra batalla campal el trono persa pasó a Alejandro. En un plazo de seis meses había entrado, sucesivamente, sin otra molestia o estorbo que la resistencia de las tribus montañesas, en los pasos, en las capitales del imperio: Babilonia, Susa, Persépolis, Ecbatana; y como todas estas ciudades las mantuvo fielmente durante su ausencia subsiguiente de seis años en el Asia remota, puede considerarse que la victoria del Occidente sobre el Antiguo Oriente se consumó en el día de Arbelas.