4. Los caldeos
El otro peligro, el más inminente de los dos, amenazaba a Asiria por el sur. Una vez más, una inmigración semítica, que con el nombre de caldea distinguimos de otras oleadas semíticas anteriores, canaanitas y arameas, había insuflado nueva vitalidad en el pueblo babilónico. Llegó, como las oleadas anteriores, de Arabia, la cual, por ciertas razones, ha sido en todas las épocas fuente de perturbaciones étnicas en el Asia occidental. La gran península meridional es en su mayor parte una elevada estepa dotada de un aire singularmente puro y un suelo libre de contaminaciones. En consecuencia, engendra una población saludable cuya natalidad, comparada con el índice de defunciones, es extraordinariamente alta. Pero como las condiciones de su clima y sudo impiden el desarrollo interno de sus recursos alimenticios más allá de un punto al que se llegó desde hace muchísimo tiempo, el exceso de población que se acumula rápidamente se ve obligado, de tiempo en tiempo, a buscar el sustento en otra parte. Siendo como son las dificultades de los caminos que conducen al mundo exterior (para no mencionar la certidumbre de la resistencia por parte de éste), los emigrantes en ciernes raras veces emprenden la marcha en pequeños grupos, sino que vagan inquietos dentro de sus propias fronteras hasta que se convierten en horda, la cual se ve al fin obligada por el hambre y la hostilidad doméstica a salir de Arabia. Tan difíciles de detener como una tempestad de arena, los vagabundos árabes caen sobre la región fértil más cercana, para robar, pelear y, a la larga, establecerse. Así, en épocas relativamente modernas, los tribeños Shammar emigraron a Siria y Mesopotamia, y así, en la antigüedad, se movieron los canaanitas, los arameos y los caldeos. Encontramos a los últimos ya bien establecidos alrededor del año 900 a. C., no sólo en el «País del Mar», en la cabeza del golfo Pérsico, sino también entre los ríos gemelos. Los reyes de Babilonia que se enfrentaron a Asurnazirbal y Salmanasar II parecen haber sido de extracción caldea; y aunque sus sucesores, hasta el año 800 a. C., reconocieron la soberanía de Asiria, se esforzaron siempre por repudiarla, buscando la ayuda del Elam o de las tribus desérticas occidentales. Sin embargo, no era llegada su hora. El siglo se cierra con la reafirmación del poderío asirio en la misma Babilonia por medio de Adad Nirari.