10. Las ciudades griegas

Algo se ha dicho ya de las ciudades griegas en la costa de Anatolia. El gran período de las más antiguas, como comunidades libres e independientes, queda comprendido entre el principado del siglo VIII y el final del VI. De manera que estaban en pleno florecimiento alrededor del año 600. Con la fundación de colonias secundarias (¡se dice que sólo Mileto fundó sesenta!) y el establecimiento de factorías, habían empujado la cultura helénica hacia el oriente a lo largo de las costas de la península, hacia Ponto en el norte, y hacia Cilicia en el sur. A los ojos de Heródoto fué ésta la edad feliz cuando «todos los helenos eran libres» en comparación con su propia experiencia del señorío persa. Mileto, nos dice, era entonces la mayor de las ciudades, la señora del mar; y ciertamente algunos de sus ciudadanos más famosos, Anaximandro, Anaxímenes, Hecateo y Thales, pertenecen aproximadamente a esta época, de la misma manera que otros nombres igualmente famosos de otras comunidades greco-asiáticas, tales como Alceo y Safo de Lesbos, Mimnermo de Esmirna o Colofón, Anacreón de Teos, y muchos más. El hecho es significativo, porque los estudios y actividades literarias como los suyos apenas hubieran podido cultivarse como no fuera en sociedades altamente civilizadas, libres y ociosas, donde la vida y la riqueza fueran seguras.

Sin embargo, si la brillante cultura de los griegos asiáticos de principios del siglo VI no admite sombra de duda, es notable el reducido número de objetos producidos por sus artes, que han llegado hasta nosotros. Mileto ha sido excavada por los alemanes en grado muy considerable sin que entregue nada realmente digno de su gran poderío, o, a decir verdad, mucho que pueda siquiera referirse a tal período, excepto trozos de loza bellamente pintada. Parece como si la ciudad, colocada en la boca del más grande valle que penetra en el Asia Menor desde la costa occidental, fué demasiado importante en épocas subsecuentes y sufrió castigos demasiado drásticos y reconstrucciones demasiado concienzudas como para que sobrevivan de ella restos de su primigenia grandeza, como no sea en agujeros y rincones. Éfeso nos ha entregado más tesoros arcaicos, en depósitos estratificados bajo las construcciones posteriores de su gran adoratorio de Artemis; pero también aquí el emplazamiento mismo de la ciudad, aunque largamente explorado por los austríacos, no ha añadido nada sustancial a lo encontrado. Las ruinas de los grandes edificios romanos, superpuestos a sus estratos originales, han sido quizás un impedimento demasiado serio y un tesoro demasiado seductor para los excavadores. Branquidas, con su templo de Apolo y su Vía Sagrada, nos ha preservado algo de estatuaria arcaica, así como Samos y Quíos. Tenemos orfebrería arcaica y vasos pintados de Rodas, sarcófagos pintados de Clazomenas y alfarería pintada hecha ahí y en otros lugares del Asia Menor, aunque se la encuentra casi siempre en otras partes. Pero todo esto es una muy pobre representación de la civilización greco-asiática del año 600 a. C. Por fortuna, bajo tierra hay todavía mucho más de lo que se ha desenterrado. Con aquellas dos excepciones, Mileto y Éfeso, los emplazamientos de las más antiguas ciudades helénicas en o cerca de la costa anatolia aún esperan los excavadores que llegarán al fondo de las cosas y cavarán sistemáticamente sobre una gran área; mientras que hay otros emplazamientos que esperan cualquier excavación y que no han sido tocados, excepto por campesinos codiciosos.

En su libre juventud, los griegos asiáticos llevaron a plena práctica la concepción helénica de la ciudad-estado, autónoma, autosuficiente, exclusiva. Sus diversas sociedades tuvieron como consecuencia la existencia comunal intensamente vivida e interesada, que fomenta la civilización de la misma manera como un invernadero fomenta el de las plantas; pero no eran democráticas y tenían poco sentido de nacionalidad, defectos que pagarían a muy alto precio en el futuro próximo. A pesar de sus asociaciones para celebrar festivales comunes, tales como la Liga de las doce ciudades jonias, y la de la Hexápolis doria en el sudoeste, que desembocó en la discusión de intereses políticos comunes, un instinto separatista se reafirmaba continuamente, reforzado por las fuertes barreras geográficas que dividían la mayor parte de los territorios cívicos. El mismo instinto gobernaba también la historia de la Grecia europea. Pero, mientras que aquí fué posible evitar largo tiempo el desastre que tal instinto suponía, debido a la situación insular del área griega principal y a la ausencia de una potencia extranjera vigorosa en su frontera continental, el desastre se cerniría sobre la Grecia asiática desde el momento en que un estado imperial sentara sus reales en la franja occidental de la meseta interior. Tal estado había aparecido ahora y se había establecido; y si los greco-asiáticos hubiesen tenido ojos para leer, hubiesen advertido la inscripción que lucían sus murallas en el año 600 a. C.

Mientras tanto, los comerciantes asiáticos hormigueaban en la Hélade oriental, y los helenos y su influjo penetraban profundamente en el Asia. Las manos que labraron algunos de los marfiles encontrados en el primitivo Artemiso en Éfeso trabajaban de acuerdo con tradiciones artísticas derivadas en último término del Tigris. De la misma manera trabajaban los orfebres que hacían la joyería rodense, al igual que los artistas que decoraban la loza milesa y los sarcófagos de Clazomenas. Al otro lado del índice (aunque todavía se nos ocultan las tres cuartas partes de su página) tenemos que anotar en el haber de los griegos la escritura de la Lidia, los frontones de piedra en la Frigia, y las formas y patrones decorativos de muchos vasos y pequeños objetos de arcilla y bronce encontrados en los túmulos gordianos y en otros puntos de la meseta occidental desde Misia hasta Pamfilia. Los hombres de «Javán», que habían dominado el mar sirio durante todo el siglo pasado, eran conocidos del profeta Ezequiel como grandes trabajadores en metal; y en Chipre hacía mucho que habían entrado en contacto, y mezclado su cultura, con la de hombres del Oriente.

En el principio de este capítulo estaba implícito el hecho de que en el año 600 a. C. nos encontraríamos con que los cambios sociales en el Oriente estarían fuera de proporción relativamente a los cambios políticos; y así parece en efecto. La caída del imperio asirio había ocurrido tan recientemente que ninguna gran modificación de vida podía haber ocurrido en esta área, y de hecho, la mayor parte de ella estaba todavía sujeta a la administración de una monarquía caldea, de acuerdo con las líneas establecidas del imperialismo semítico. Poco puede haber afectado a las poblaciones el que el centro de tal gobierno fuera Nínive o Babilonia. Ninguna nueva fuerza religiosa había aparecido en el antiguo Oriente, a menos que se considere como tal al medo, en virtud de su zoroastrismo. Probablemente el medo no afectó mucho la religión en su primera fase de pillaje y conquista. La gran experiencia, que fué convertir a los judíos, de montañeses bárbaros e insignificantes, en pueblo comercial y cosmopolita de tremendas posibilidades, había comenzado ya aunque sólo para una parte de la nación, y, hasta entonces, sin resultados visibles. La primera incursión sería de los iranios, y la lenta filtración de tribus indoeuropeas provenientes de Rusia, que iba a dar como resultado el pueblo armenio de la historia, son las señales más importantes del cambio inminente que hay que hacer notar entre 800 y 600 a. C., con una excepción, cuya gran importancia resaltará en nuestra siguiente exposición. Me refiero al movimiento de los griegos hacia el oriente.