1. El reino medio de Asiria

La novedad visible es la presencia de una potencia predominante. El mosaico de pequeños estados subsiste, pero uno de ellos ejerce señorío sobre los demás, y ése es Asiria. Más aún, el dominio extranjero que Asiria ha estado disfrutando durante tres cuartos de siglo es el primero de su especie restablecido por una potencia asiática. Como hemos visto, en otros tiempos Asiria había conquistado un imperio del tipo nómada semítico, es decir, una licencia para saquear sin resistencia en una gran extensión de tierras; pero, de acuerdo con lo que sabemos, ni Salmanasar I ni Tiglathpileser I habían concebido siquiera la idea de conservar las provincias devastadas por medio de una organización oficial permanente. Pero en el siglo IX, cuando Asurnazirbal y su sucesor Salmanasar, segundo de este nombre, salían a sus expediciones anuales, pasaban por dilatados territorios mantenidos para ellos por gobernadores y guarniciones, antes de llegar a otros a los cuales pensaban encadenar a su dominio. Por ejemplo, encontramos a Salmanasar II, en el año tercero de su reinado, fortificando, rebautizando, guarneciendo y dotando con un palacio real la ciudad de Til Barsip, en la ribera del Éufrates, para mejor asegurarse libre paso a través del río. Finalmente, ha quitado de Ahuni al jefe arameo local, y mantiene este lugar como fortaleza asiria. Hasta ahí había extendido la Asiria su imperio territorial, pero no llegaba más allá. Ciertamente que todos los años se internaba lejos del Éufrates, hasta la misma Fenicia, Damasco y Cilicia, pero se limitaba a saquear, a extorsionar y a destruir, como los antiguos emperadores de Babilonia, o como sus propios predecesores imperiales de Asiria.

Había, pues, mucho del viejo instinto destructivo en la concepción que Salmanasar tenía del imperio; pero también obraba en él un principio constructivo que modificaba esta concepción. Si el Gran Rey era todavía una especie de emir beduíno, obligado a salir de correría todos los veranos, había concebido, como en nuestros días Mohammed ibn Rashid, príncipe árabe de Jebel Shammar, la idea de extender su dominio territorial, de tal manera que pudiera alcanzar fácil y seguramente nuevos campos para saqueos más provechosos. Si podemos utilizar fórmulas modernas a propósito de un sistema imperial antiguo e imperfectamente realizado, deberíamos describir el dominio de Salmanasar II como formado (además del centro asirio) por un amplio círculo de posesiones territoriales extranjeras que incluían a Babilonia en el sur, toda la Mesopotamia en el oeste y en el norte, y todo, hasta el Zagro, en el este; por una «esfera de influencia exclusiva» que se extendía hasta el lago Van en el norte, mientras por el oeste llegaba más allá del Éufrates hasta la Siria media; y, finalmente, por lina licencia para saquear hasta las fronteras mismas de Egipto. Las últimas expediciones de Salmanasar sobrepasaron las fronteras de la esfera de influencia. Habiendo cruzado ya las montañas Amano, se hallaba en Tarso en su vigésimosexto verano; atacó a Damasco repetidas ocasiones a mediados de su reinado, e incluso Yehu de Samaria pagó su extorsión en el año de 842.

En el siglo IX la Asiria debe haber parecido la más vigorosa, así como la más opresora potencia que el Oriente había conocido. La casa reinante pasaba su autoridad de padres a hijos en una sucesión dinástica ininterrumpida, la cual no había sido siempre la regla, y que raras veces lo sería en lo sucesivo. Su corte estaba radicada en el interior de la Asiria media, lejos de la ciudad de Assur, dominada por los sacerdotes, que parece haber sido siempre antiimperial y pro Babilonia; porque Asurnazirbal había devuelto a Kalah el rango de capital que había tenido bajo Salmanasar I, pero que había perdido bajo Tiglathpileser, y ahí tenían su trono los reyes del imperio medio. Los ejércitos asirios no se componían aún de soldados de fortuna, ni, según parece, aumentaba sus filas con las levas provinciales heterogéneas que seguirían a los reyes asiáticos en épocas posteriores, sino que se reclutaban todavía entre los robustos campesinos de l a misma Asiria. El monarca era un autócrata absoluto que dirigía un despotismo militar supremo. Es natural que tal poder no pudiera menos de sobrevivir. Y sobrevivió, en verdad, por más de dos siglos. Pero no era tan fuerte como parecía. Antes de que terminara el siglo de Asurnazirbal y de Salmanasar ciertos gérmenes inherentes de decadencia colectiva se habían desarrollado ya en su sistema.

Parece decreto de la ley natural el que un linaje, cuyos miembros individuales tienen todas las oportunidades y licencias posibles para entregarse a los placeres sensuales, decaiga a un paso constantemente acelerado. Por tanto, pari passu, un imperio que es tan absolutamente autocrático que el monarca es su fuente principal de gobierno se debilita a medida que pasa de padres a hijos. Su única oportunidad de conservar alguna de su prístina fuerza es desarrollar una burocracia que, si se inspira en las ideas y métodos de los miembros fundadores de la dinastía, puede seguir realizándolos en un sistema cristalizado de administración. Esta oportunidad nunca se preocupó el imperio asirio medio por aprovecharla. Hay pruebas de la delegación del poder militar de los Grandes Reyes en manos de un Estado Mayor, pero no se advierte nada de la delegación del poder civil que podía haber propiciado la formación de una democracia. Por tanto, la concentración de poder en una persona, que al principio había sido elemento de energía, vino a engendrar una debilidad creciente, a medida que los miembros de la dinastía se sucedieron unos a otros.

Además, los irresistibles ejércitos asirios, que habían sido conducidos al extranjero todos los veranos, se compusieron durante generaciones de rudos campesinos sacados de los campos de la cuenca media del Tigris, principalmente en la ribera izquierda. Sin embargo, la razzia anual es una institución beduína, propia de una sociedad seminómada que cultiva poco y sin grandes preocupaciones, y puede dejar las tareas agrícolas y pastorales que hay que hacer en el verano a los viejos, a los niños y a las mujeres, sin gran pérdida. Pero en una población sedentaria que tiene que labrar tierras profundas, cosechar en verano y mantener un sistema de riego, se halla en situación muy diferente. Los reyes asirios, al enrolar a sus campesinos agrícolas todas las primaveras, para que reasumieran la vida de los nómadas militantes, no sólo agotaron los recursos de su propia riqueza y estabilidad, sino que atizaban profundo descontento. A medida que pasan los dos siglos siguientes, se hablará más y más de desolación y miseria en las tierras asirias. Ya antes del año 800 tenemos el espectáculo de la rebelión del distrito agrícola de Arabela contra los hijos de Salmanasar, distrito que después de ser pacificado con dificultades, se levantó de nuevo contra Adad Nirari III en una revuelta todavía activa al finalizar el siglo.

Finalmente, esta monarquía militante, cuya vida era la guerra, estaba condenada a crearse enemigos implacables tanto en el exterior como en el interior. Entre los del interior estaban, evidentemente, los sacerdotes, cuya influencia era suprema en Assur. Recordando quién había dado a la Asiria su primer rey independiente, resentían que su ciudad, asiento escogido de las primeras dinastías, que había sido devuelta a la primacía por el gran Tiglathpileser, ocupara un lugar secundario. En consecuencia, nos encontramos con la ciudad de Assur aliada a los habitantes de Arbela en las dos rebeliones antes mencionadas, y parece que siempre estuvo dispuesta a dar la bienvenida a cualquier intento de parte de los semitas babilonios por reconquistar su antigua supremacía sobre la Asiria del sur.