1. El movimiento de los griegos hacia el Oriente

Los griegos habían estado avanzando hacia el Oriente durante largo tiempo. Más de trescientos años antes, como se ha expuesto en el capítulo anterior, se habían convertido en el azote del extremo Levante. Antes de que pasara otro siglo se habían abierto paso también en Egipto. Originalmente alquilados como mercenarios para reforzar una revuelta nativa contra la Asiria, los griegos permanecieron en el valle del Nilo no solamente para pelear sino para comerciar. La primera presentación de los griegos ante el faraón saíta, Psamético, fué promovida por Gyges el Lidio, con el fin de facilitar la consecución de sus propios fines; pero el primer desarrollo de su influencia social en Egipto se debió a la iniciativa de Mileto al establecer una factoría en el curso bajo del Nilo Canópico. Este puesto y dos campamentos permanentes de los mercenarios griegos, uno en Tahpanhes, que vigilaba el camino de Asia, el otro en Menfis, que dominaba la capital y guardaba la carretera del Alto Egipto, sirvieron para introducir la civilización jonia en el Delta en el siglo VII. A decir verdad, el conocimiento que hoy tenemos de la más antigua alfarería fina policromada de Jonia y Caria depende en gran parte de los fragmentos de sus vasos hallados en el Egipto y que se han encontrado en Tehpanhes, Menfis y otra colonia griega, Naucratis, fundada poco más tarde —como se dirá en seguida— para invalidar la factoría milesiana original. Aunque estos vasos extranjeros, con sus decoraciones de desnudos que repugnaban al sentimiento vulgar egipcio, no fueron muy lejos de los establecimientos griegos (como las cortesanas griegas, que quizás sólo atraían la atención de los más cosmopolitas saítas), su arte influyó ciertamente en todo el mejor arte de la época saltica, iniciando un renacimiento cuyas características de refinamiento excesivo y exquisita delicadeza sobrevivieron para ser reforzados en el período ptolemaico con una nueva infusión de cultura helénica.

Tan útiles o tan peligrosos —en todo caso, tan numerosos— llegaron a ser los griegos en el Bajo Egipto hacia el principio del siglo VI, que se les asignó una reservación junto a la ciudad egipcia de Piemro, y sólo a este sitio, según Heródoto, se permitía el acceso a los recién llegados por el mar. Este suburbio extranjero de Piemro recibió el nombre de Naucratis, y nueve de las ciudades greco-asiáticas fundaron ahí un santuario común. Otras comunidades marítimas de la misma raza (probablemente las más poderosas, puesto que Mileto se cuenta entre ellas) tenían también sus santuarios particulares y sus lugares propios. Los griegos habían llegado a Egipto para quedarse. Hemos sabido por los restos de Naucratis que, a través de la dominación persa que eliminó a la saítica antes de fines del siglo VI, se mantuvo una constante importación de productos de la Jonia, el Ática, Esparta, Chipre y otros centros helénicos. El lugar estaba lleno de vida al visitarlo Heródoto y siguió prosperando hasta que la raza griega, al convertirse en cabeza de toda la tierra, entronizó el helenismo en Alejandría.