8. Persia y los griegos
Terminó el siglo VI y el V como tres años de su curso en paz aparentemente inquebrantada entre Oriente y Occidente. Pero las dificultades estaban a la vista. Persia se había impuesto en ciudades de civilización superior, no sólo potencialmente sino realmente, a la suya propia; ciudades donde la pasión individual y comunal por la libertad constituía la única religión incompatible con su tolerante gobierno; ciudades conscientes de su identidad nacional con un poderoso grupo fuera del imperio persa, y que seguramente, tarde o temprano, se unirían con ese grupo para suscitar la guerra.
Por tanto, poderosas causas había detrás de la fricción y la intriga que, al cabo de una generación de servidumbre, hicieron que las ciudades jonias, encabezadas, como antes, por Mileto, provocaran el primer acto de una dramática lucha destinada a hacer historia por mucho tiempo en el futuro. No podemos examinar aquí en detalle los sucesos particulares que provocaron la revuelta jonia. Basta decir que todos ellos tuvieron por origen la gran ciudad de Mileto, cuyos príncipes comerciantes y pueblo mercantil estaban decididos a reconquistar el poder y la primacía que habían gozado hasta hacía muy poco. Un fracaso preliminar en el intento por elevarse en la buena voluntad de Persia causó en realidad la revuelta, pero ésta sólo privó para precipitar una lucha inevitable en un lado u otro del Egeo.
Después de prender fuego a la costa anatolia entera, desde el Bósforo hasta Pamfilia, incluyendo a Chipre, durante dos años, fracasó la revuelta jonia debido tanto a los celos particulares entre las mismas ciudades griegas, como a las vigorosas medidas tomadas contra ellas por Darío, en tierra, y por sus obedientes fenicios, en el mar. Una batalla naval selló la suerte de Mileto, cuyos ciudadanos descubrieron, ante el horror de la Grecia entera, que el persa trataba a los rebeldes como sucesor directo de Salmanasar y Nebukhadnezzar. Pero, por más que fracasara, la revuelta provocó el segundo acto del drama. Porque, por una parte, había arrastrado dentro de la política persa ciertas ciudades de la patria griega, especialmente Atenas, cuyo contingente, con gran osadía, afrentó al Gran Rey ayudando a quemar la ciudad baja de Sardes; y por la otra, había estimulado a un déspota de la costa europea de los Dardanelos, un tal Milcíades, ateniense destinado a fama inmortal, a exasperar todavía más a Darío apoderándose de sus islas de Lemnos e Imbros.
Evidentemente no se podía confiar en los griegos asiáticos, aun cuando se les habían cortado las garras desarmándolos y se habían disminuído sus motivos de rebelión al quitarles los déspotas, ni tampoco podría retenerse en seguridad la provincia balcánica, mientras los griegos occidentales se mantuvieron desafiantes, y, Atenas en particular, aspirasen al control del comercio en el Egeo, apoyados por las colonias jonias. Por tanto, Darío decidió atacar esta ciudad cuyo déspota exilado, Hipias, prometía una traidora cooperación; y requirió a otros estados griegos para que se sometieran formalmente y mantuvieran la paz. Una primera flota, enviada a costear alrededor de la ribera norte en 492, añadió Macedonia al imperio persa; pero las tormentas la destrozaron e inmovilizaron. Una segunda, enviada dos años más tarde directamente a través del Egeo, redujo a las islas Cícladas, se vengó en Eretria, confederada de Atenas en el asunto de Sardes, y finalmente se llegó a la costa ática de Maratón. La universalmente famosa derrota que ahí sufrieron las fuerzas que desembarcó debe relatarla más bien un historiador de Grecia que uno del Oriente, de la misma manera que el resultado de la tercera y última invasión que, diez años más tarde, después de la muerte del viejo Darío, condujo Jerjes en persona a la derrota en Salamina y que luego dejó para sufrir la derrota final de Platea. Para nuestro propósito, bastará con anotar los efectos que estas graves series de sucesos tuvieron sobre el Oriente.