1. El nuevo reino asirio

Durante los últimos ciento cincuenta años la historia asiria —registro de sombría opresión en el extranjero y de intriga todavía más sombría en el interior— se ha movido a semejanza de alguna terrible tormenta que estalla rápidamente para retirarse después poco a poco. La primera mitad del siglo IX transcurre en medio de una calma chicha. Luego, casi sin aviso, estalla la furia de la tormenta y continúa su devastación por un período de casi cien años. Y el nublado no se despeja hasta que todo ha terminado. La dinastía de Asurnazirbal y Salmanasar II declinó lentamente hasta su fin inevitable. La capital misma se amotinó en 747, y, después de exterminar a los señores legítimos, eligió a un soldado de brillante carrera, que, para lo que sabemos, bien puede haber sido de sangre real, pero que ciertamente no estaba en la línea directa de herederos al trono. Tiglathpileser —porque adoptó un nombre de antiguos monarcas, posiblemente para apoyar su legitimidad— se dió cuenta (o se lo dijo algún prudente consejero) de que el imperio militar que había usurpado ya no debía apoyarse en las levas anuales de campesinos de las aldeas asirias, que se agotaban rápidamente, así como tampoco podía seguir viviendo de extorsiones inciertas arrebatadas a intervalos inciertos ya del otro lado del Éufrates, ya en Armenia, ya de vecinos al este y al sur. Tales ideas y métodos beduinos estaban gastados. El nuevo Gran Rey ensayó nuevos métodos de expresión para nuevas ideas. Soldado de profesión, en deuda con la espada por el trono que la ganara, quiso tener siempre a su disposición un ejército permanente y pagado, no uno que tuviera que volver al arado a cada primavera. Las tierras, que solían pagar forzadas contribuciones a ejércitos que se mandaban expresamente con ese fin desde el Tigris, habrían de incorporarse en lo sucesivo al imperio territorial y pagar sus contribuciones a gobernadores y guarniciones residentes. Más aún, ¿por qué estas mismas tierras no habrían de ayudar al imperio tanto en la defensa como en el ataque mediante levas que se incorporarían al ejército imperial? Finalmente, la capital, Cale, con sus tradiciones de la dinastía extinguida, con sus recuerdos del antiguo régimen y la reciente rebelión, tenía que ser reemplazada por una nueva capital, de la misma manera que lo había sido Assur, con su espíritu babilónico y sacerdotal. Por tanto, había que promover a la categoría de capitales lugares situados un poco más arriba en la corriente del Tigris y colocados más al centro en relación con el país y con los caminos principales que iban del oeste al este. Y no fué hasta después del reinado de Sargón cuando se hizo de Nínive el asiento definitivo de los últimos reyes asirios.

Organizada y vigorizada durante los dieciocho años del reinado de Tiglathpileser, esta nueva máquina imperial, con su ejército profesional permanente, sus levas copiosas en todas las razas belicosas del territorio, sus vastos y seguros ingresos, y su burocracia que mantenía las provincias en relación constante con el centro, se convirtió en la más tremenda potencia ofensiva que el mundo había visto. Tan pronto como Asiria se hizo consciente de su nuevo vigor, por la facilidad con que rechazó a los depredadores urartios a través de las tierras Nairi y los confinó a sus fortalezas de Van, después de que se habían apoderado de partes de Mesopotamia, y también por la facilidad con que humilló y ocupó de nuevo Babilonia, y con que se apoderó y sometió a tributo a los puertos fenicios y a la ciudad de Damasco —hasta entonces inexpugnable—, empezó a soñar con el imperio universal, primera sociedad en el mundo que concibió este ideal inalcanzable. Sin embargo, ciertas influencias y sucesos habrían de diferir por el momento cualquier esfuerzo por realizar el sueño. Hubo cambios de dinastía, gracias en parte a fuerzas reaccionarias del interior, y todavía más a las bases pretorianas sobre las cuales descansaba ahora el reino, y sólo uno de su casa sucedió a Tiglathpileser. Pero la pausa no fué larga. En el año 722 se apoderó del trono otro general victorioso y, bajo el nombre famoso de Sargón, extendió los límites del imperio hacia Media, en el este, y más allá de Cilicia, hacia el interior de Tabal, en el oeste, hasta que vino a chocar con el rey Mita de los mushki y lo sometió a tributo.