2. Imperio asiático de Egipto
Sin embargo, durante el largo intervalo desde la caída de la primera dinastía babilónica, el Asia occidental no se quedó sin señor. Otras tres potencias imperiales se habían formado y desvanecido en sus fronteras, de las cuales potencias una estaba destinada, más tarde, a una segunda expansión. La primera que apareció en escena estableció un dominio de una especie que no volveremos a observar hasta la caída de Asia en poder de los griegos, porque fué establecido por una potencia no asiática. En los primeros años del siglo XV un faraón de la vigorosa 18ª dinastía, Thutmés III, que había invadido toda Siria hasta Karkheemish, en el Éufrates, estableció en la parte sur de ese país una organización imperial que convirtió sus conquistas, por un tiempo, en dependencias provinciales del Egipto. De estos hechos tenemos pruebas absolutas en los archivos de los sucesores dinásticos de Thutmés, encontrados en Amarna hace dos generaciones, porque incluyen muchos informes de funcionarios y príncipes clientes en Palestina y en Fenicia.
Sin embargo, si hemos de aplicar la palabra imperio (como, de hecho, la hemos aplicado ya al tratar de la Babilonia primitiva) a una esfera de merodeo habitual, donde el derecho exclusivo de una potencia a merodear es reconocido implícita o explícitamente por las víctimas y por los pueblos limítrofes, este «imperio» de Egipto debe fecharse cien años antes de Thutmés III y debe también dársele el crédito de mayores límites que la Siria del sur. Las invasiones de la Siria semítica hasta el Éufrates por faraones tuvieron lugar a principios del siglo XVI, como consecuencia de la caída del poderío de los «hicsos» asiáticos en Egipto. Fueron guerras en parte por venganza, en parte por la natural expansión egipcia hacia un fértil territorio vecino, que por fin quedaba abierto y que ningún otro poder imperial reclamaba, mientras los débiles cossitas gobernaban Babilonia, y estaba en embrión la independencia de Asiria. Pero parece que los primeros ejércitos egipcios sólo fueron Siria a saquear y extorsionar. Evitaron todos los lugares fortificados, y volvieron al Nilo sin dejar a nadie en el saqueado territorio. Ningún faraón, antes del sucesor de la reina Hatshepsut, se apoderó de Palestina y Fenicia. Fué Thutmés III el primero que redujo fortalezas como Megiddo, y ocupó las ciudades sirias hasta Arvad, en la costa, y casi hasta la tierra interior de Kadesh; fué el que, por medio de unos cuantos fuertes, guarnecidos quizás con tropas egipcias y nubias, y con toda certeza, en algunos casos, con mercenarios reclutados en las islas y costas mediterráneas, se hizo temer de tal manera por los jefes nativos, que pagaban tributo regular a sus recaudadores, y sujetó a la paz de Egipto a todos los varios hebreos y amontas que podían intentar incursiones desde el este y el norte.
Sin embargo, parece que en la alta Siria él y sus sucesores intentaron hacer poco más que lo hecho por Thutmés I, es decir, hacían incursiones por las partes fértiles, tomando aquí y allá una ciudad, pero en general se limitaron a sacar tributos forzados. Es probable que no hayan entrado nunca en algunas plazas fuertes como Kadesh. Sin embargo, sus correrías fueron frecuentes y lo bastante efectivas como para que Siria fuera considerada por los reyes y reyezuelos vecinos como esfera de influencia egipcia, dentro de la cual era conveniente reconocer los derechos de los faraones y aplacarlos con oportunos presentes. Así pensaban y se conducían los reyes de Mitani, al otro lado del Éufrates, los reyes de Hatti, más allá del Tauro y los distantes iranios de las dinastías cassita, en Babilonia.
La paz egipcia se observó, y se respetaron las pretcnsiones de los faraones a Siria, hasta los últimos años del tercer sucesor de Thutmés, Amenhotep III, quien gobernó a fines del siglo XV y el primer cuarto del XIV. Más aún, parece que se hizo un interesante experimento para afirmar el dominio egipcio en su provincia extranjera. Jóvenes príncipes sirios fueron llevados a educar en el Nilo, en la esperanza de que, al volver a sus hogares, serían leales virreyes del faraón; pero el experimento no parece haber tenido mejores efectos que otros experimentos similares puestos en práctica por las naciones imperialistas, desde los romanos hasta nosotros mismos.