3. Los medos
Amenazadora como parecía esta nación de Urartu, a fines del siglo IX, a la debilitada dinastía asiria, había otros dos grupos raciales, que habían aparecido tardíamente en su horizonte, los cuales, a la larga, demostrarían ser más verdaderamente peligrosos. Uno de éstos estaba instalado a lo largo de la frontera noreste, en las más lejanas estribaciones de las montañas Zagro y en la meseta que hay detrás de éstas. Se trataba, en apariencia, de un pueblo compuesto, que había pasado por el lento proceso de formación y crecimiento. Parece que uno de sus elementos era de la misma sangre que una vigorosa población pastoril que por entonces recorría las estepas del sur de Rusia y del oeste del Asia central, y que serían vagamente conocidos de los primeros griegos con el nombre de cimmerios, y, apenas con menos precisión, de sus descendientes, con el nombre de escitas. Su nombre llegaría a ser palabra familiar en el Oriente antes de mucho. Un brote transcaucásico de este pueblo se había establecido en el moderno Azerbaidján, donde por mucho tiempo había recibido refuerzos graduales de inmigrantes del este que pertenecían a los que se llama grupo iranio de arios. Filtrándose por el pasaje entre las cordilleras del Caspio y el desierto salado que Teherán ahora guarda, estos iranios se extendieron por el noroeste de Persia y hacia el sur por el bien regado país en la orilla occidental de la meseta, que domina las tierras bajas de la cuenca del Tigris. Algunos de ellos, bajo el nombre de parsua, parecen haberse establecido muy al norte, en las costas occidentales del lago Urmia, al borde del reino Ararat; otra parte muy al sur, en las fronteras del Elam. Entre esos puntos extremos parece que los inmigrantes se mezclaron con los escitas ya establecidos ahí, y que, en virtud de su superioridad racial, llegaron a ser los socios predominantes en la combinación. En algún período incierto —probablemente antes del año 800 a. C.— había surgido del elemento iranio un individuo de nombre Zoroastro, quien convirtió a su gente, de adoradores de los elementos, a una creencia espiritual en una divinidad personal; reforma con la cual acrecentó la posición social de su pueblo y le dió cohesión política. El Oriente empezó a conocer y temer la combinación bajo el nombre de Manda, y a partir de Salmanasar II los reyes asirios tuvieron que dedicar cada vez más atención al país Manda, invadiéndolo, saqueándolo, arrancándole tributos, con todo lo cual traicionaban su creciente certeza de que un grave peligro acechaba detrás del Zagro: el peligro de los medos.[3]