Veamos, en primer lugar, qué implicaba precisamente el helenismo tal como lo introdujo Alejandro en el Asia y lo practicaron sus sucesores. Políticamente implicaba reconocimiento por parte del individuo de que la sociedad tenía un derecho irrevocable y virtualmente exclusivo sobre su buena voluntad y buenos oficios. La sociedad así reconocida no era una familia ni una tribu, sino una ciudad y su distrito propio, distinta de todas las otras ciudades y sus distritos. La configuración geográfica y la historia de Grecia, país formado en gran parte de pequeñas llanuras bordeadas de colinas y limitadas por el mar, y en parte de islas, habían producido esta limitación de comunidades políticas y motivado que el patriotismo significara para los griegos devoción a su ciudad-estado. En relación a un círculo más amplio, no podían sentir nada semejante al mismo sentimiento de obligación y, a decir verdad, ningún impulso de deber. Si reconocían la pretensión de un grupo de ciudades-estado, que remotamente reclamaban un origen común a los suyos, se trataba de un sentimiento académico. Sólo en momentos de gran peligro, a manos de algún enemigo común no helénico, tomaban conciencia de su comunidad con todos los helenos en cuanto nación. En pocas palabras, aunque no eran insensibles al principio de la nacionalidad, raras veces eran capaces de aplicarlo prácticamente, excepto en relación a una pequeña sociedad con cuyos miembros podían tratar personalmente y entre las cuales podían hacer sentir su propia individualidad. No tenían tradición feudal, ni creencia instintiva de que las individualidades que componen una comunidad deben subordinarse a cualquier individuo en virtud de la relación patriarcal o representativa de este último con las primeras.
Hablemos de esta implicación política del helenismo antes de pasar a otras cualidades. En su pureza, el helenismo político era visiblemente incompatible con el estado monárquico macedonio, que se basaba en el reconocimiento feudal de la relación paternal o representativa de un solo individuo con muchos pueblos que componían una nación. Por tanto, los mismos macedonios no podían llevar al Asia, junto con su propio patriotismo nacional (algo intensificado, quizás, por el intercambio durante generaciones anteriores con las ciudades-estado de los griegos), nada más que un conocimiento exterior del patriotismo cívico de los griegos. Con todo, como traían en su comitiva un gran número de verdaderos griegos y tuvieron que buscar la manera de instalarlos en el Asia como apoyo indispensable a su propio dominio, comercio y civilización, estaban condenados a crear condiciones bajo las cuales podía seguir existiendo en cierta medida el patriotismo cívico, cuyo Valor conocían tan bien como su peligro. Su política obvia era fundar ciudades ahí donde deseaban establecer griegos, y fundarlas a lo largo de las principales líneas de comunicación, donde pudieran promover el comercio y servir como guardianes de los caminos; mientras que, al mismo tiempo, debido a su intercambio mutuo, su accesibilidad para los habitantes e inmigrantes nativos, y su dependencia necesaria del centro de gobierno, difícilmente podrían repetir en el Asia la exclusividad egocéntrica característica de ciudades de la Grecia europea, o de los estrechos y divididos valles de la costa anatolia occidental. De hecho, con designio o sin él, la mayor parte de las fundaciones seléucidas se establecieron en país abierto. Se dice que sólo Seleuco fué responsable de setenta y cinco ciudades, de las cuales la mayoría se instaló en aquel punto de reunión de grandes rutas, la Siria del norte, y a lo largo del gran camino que a través del norte del Asia Menor va a Éfeso. En esta ciudad pasó el mismo Seleuco casi todos sus últimos años. Sabemos de muy pocas colonias o de ninguna que haya fundado él más allá de los primeros límites del Antiguo Oriente, donde, en Afganistán, Turquestán y la India, fundó Alejandro casi todas sus ciudades. Posiblemente su sucesor pensó que éstas eran suficientes; probablemente no vió ni posibilidades de ventaja ni esperanzas de éxito en la creación de nuevas ciudades griegas en región tan vasta y tan extraña; ciertamente, ni él ni su dinastía estuvieron jamás en situación de apoyarlas o mantenerlas, si estaban fundadas al este de la Media, como quería Alejandro y como era su propósito, de haber vivido más tiempo. Pero en el Asia occidental, desde Seleucia, sobre el Tigris, inmensa ciudad de más de medio millón de almas, hasta Laodicea del Lico y los confines del viejo litoral jonio, Seleuco y sus sucesores crearon vida urbana, vaciándola en el molde helénico cuya forma, destinada a vivir por muchos siglos, ejercería tan grave influencia sobre la primitiva historia de la religión cristiana.
Con la fundación de tantas comunidades urbanas de tipo griego, los reyes macedonios del Asia occidental introdujeron innegablemente el helenismo, como agente de civilización política, en gran parte del Antiguo Oriente, que la necesitaba con tanta urgencia y que tanto se aprovechó de ella. Pero la influencia de su helenismo sólo fué vigorosa y durable en aquellas comunidades y sus vecinos inmediatos. Donde éstas se aglomeraban, como a lo largo del bajo Orontes y en la costa siria, o donde los agricultores griegos se establecieron en los espacios intermedios, como en la Cirréstica (más o menos en el centro del norte de Siria), el helenismo logró mucho en el sentido de hacer que distritos enteros adquirieran espíritu cívico, el cual, aunque implicaba mucho menos sentido de libertad personal y responsabilidad que en el Atica o Laconia, un ateniense o un espartano lo hubieran reconocido como afín a su propio patriotismo. Pero donde las ciudades quedaron acordonadas a lo largo de las líneas de comunicaciones, a grandes intervalos, como en el Asia Menor y en Mesopotamia, ejercieron poca influencia política fuera de sus propias murallas. Porque el helenismo era y siguió siendo esencialmente una propiedad de comunidades lo suficientemente pequeñas como para que cada individuo ejerciera su propia influencia personal sobre la práctica política y social. De modo que, tan pronto como una comunidad llegaba a ser tal, en números o distribución, como para requerir una administración centralizada o siquiera representativa, el patriotismo del tipo helénico palidecía y moría. Era totalmente incapaz de penetrar pueblos enteros o de formar una nación, fuera en el Oriente o en cualquiera otra parte. Sin embargo, en el Oriente los pueblos siempre han importado más que las ciudades, quienquiera que las haya fundado y sostenido.
Con todo, el helenismo tuvo por este tiempo no sólo una implicación política sino también implicaciones morales e intelectuales que eran en parte causas, en parte efectos, de su energía política. Como lo ha dicho muy bien un historiador moderno de la casa seléucida, el helenismo suponía, además de un credo político social, también una cierta actitud del espíritu. El rasgo característico de esta actitud era lo que se ha llamado humanismo, palabra utilizada en un sentido especial que significaba interés intelectual confinado a los asuntos humanos, pero libre dentro del límite de éstos. Claro está que no todos los griegos eran igualmente humanistas en este sentido. Entre ellos, como en todas las sociedades, había temperamentos que se inclinaban por las especulaciones trascendentales, especulaciones que aumentaron en número a medida que, con la pérdida de su libertad, las ciudades-estado dejaron de simbolizar la realización del mayor bien posible en este mundo, haciendo prevalecer cada vez más en la Hélade el orfismo y otros cultos místicos. Pero cuando Alejandro llevó el helenismo al Asia, todavía era verdad general que la masa de helenos civilizados consideraban toda cosa que no podía aprehenderse con el intelecto, a través de los sentidos, no sólo como fuera del radio de acción de su interés, sino como no existente. Más aún, aun cuando nada se consideraba tan sagrado que no pudiera ponerse a prueba o discutirse con todo el vigor de la inteligencia de un investigador, ninguna otra consideración, como no fuera la lógica de los hechos aprehendidos, debía determinar su conclusión. Un razonamiento debía seguirse a dondequiera que condujese, y había que hacer frente a sus consecuencias sin ocultarse detrás de ninguna pantalla no intelectual. Libertad perfecta de pensamiento y libertad perfecta de discusión sobre todo el panorama de asuntos humanos, libertad perfecta de acción consecuente, de manera que la comunidad permaneciera incólume: éste era el típico ideal heleno. Un esfuerzo instintivo hacia su realización fué la actitud habitual del griego ante la vida. Su lema se anticipaba al del poeta latino. «Soy humano: nada humano me es extraño.»
Hacia la época de la conquista del Asia por Occidente, esta actitud, que se había vuelto más y más prevaleciente en los centros de vida griega, a través de los siglos V y IV, había llegado a excluir todo rastro de religiosidad en el carácter helénico típico. Los griegos tenían religión, por supuesto, pero la tomaban a la ligera, y no estaban poseídos por ella ni la consideraban como guía en los asuntos de su vida. Si creían en un más allá, no pensaban mucho en él o simplemente no pensaban, y guiaban sus acciones solamente con vistas al contentamiento de la carne. El posible destino en ultratumba no parecía influir absolutamente en su conducta en el mundo. El que, descorporizados, pudiesen pasar la eternidad unidos a lo divino, o bien, fundidos en la esencia divina, vueltos divinos ellos mismos, tales ideas, aunque no desconocidas ni carentes de atractivos para espíritus escogidos, eran totalmente impotentes para combatir el vivido interés en la vida y el gusto por los trabajos esforzados que se inculcaban en los pequeños orbes de las ciudades-estado.
Los griegos, pues, que pasaron al Asia en seguimiento de Alejandro, carecían de mensaje religioso para el Oriente, y todavía más los capitanes macedonios que les sucedieron. Nacidos y criados en supersticiones semibárbaras, las habían descartado hacía largo tiempo, algunos a cambio de la actitud librepensadora de los griegos, y todos a cambio del culto a la espada. La sola cosa que, durante la vida de su emperador, representó para ellos algo así como una religión fué la devoción a él y a su casa. Por un tiempo sobrevivió este sentimiento en las filas del ejercito, como lo demostró Eumenes, siendo el griego mañoso que era, con la manera y el éxito de sus llamados a la lealtad dinástica en los primeros años de la lucha por la sucesión; y quizás nos sea posible descubrirlo todavía más tarde, en los jefes, como un elemento, mezclado con algo así como nostalgia y tradición nacional, en aquella fatalidad que impulsó a cada señor macedónico del Asia, primero a Antígono, luego a Seleuco, finalmente a Antíoco el Grande, a apetecer la posesión de Macedonia y a disponerse a arriesgar el Oriente con tal de recobrar el Occidente. A decir verdad, una de las causas que contribuyeron al relativo fracaso de los seléucidas en el afán de retener su imperio asiático fué que nunca tuvieron los corazones puestos del todo en él.
En cuanto al resto, ellos y todos los capitanes macedonios eran hombres conspicuamente irreligiosos, cuyos dioses eran ellos mismos. Eran lo que la época los había hecho, y lo que todas las edades similares hacen de los hombres de acción. Fué el suyo un tiempo de grandes conquistas recientemente adquiridas con el solo derecho del poderío, y dejadas a quien probara ser el más fuerte. Fué una época en que el individuo descubrió de pronto que ningún defecto accidental —bajo nacimiento, carencia de propiedades o de aliados— le impedía explotar para su provecho un vasto campo de posibilidades inconmensuradas, siempre que poseyese clara inteligencia, bravo corazón y vigoroso brazo. A semejanza de lo que volvería a suceder en la época de las Cruzadas, en la de las Grandes Compañías y en la de las conquistas napoleónicas, dependía de cada soldado y de la ocasión el que muriese o no convertido en príncipe. Era una época de recoger cosechas que otros habían sembrado, de adquirirlo todo a cambio de nada, de entregarse abierta y francamente al ansia de botín, de vender alma y cuerpo al mejor postor, de ser uno ley en sí mismo. En tales épocas la voz del sacerdote vale tan poco como la voz de la conciencia, y mientras más alto sube un hombre menos poder tiene sobre él la fe.
Sin embargo, habiendo ganado el Oriente, estos macedonios irreligiosos se encontraron con que tenían las riendas de una serie de pueblos, de distintas características, pero que se asemejaban casi todos en una: su religiosidad. Los dioses pululaban y se atropellaban en el Oriente. Los hombres les tenían fanática devoción o pasaban la vida contemplando la idea de su divinidad, indiferente a todo lo que los macedonios consideraban motor de la existencia, y hasta de la vida misma. Alejandro había percibido al instante la religiosidad del nuevo mundo al cual había llegado. Si su poderío sobre el Oriente había de descansar sobre una base popular, sabía que esa base tendría que ser religiosa. Empezando con el Egipto, puso el ejemplo (que habría de recoger el hombre que le sucedería ahí) no sólo en la conciliación con los sacerdotes sino en el hecho de identificarse él mismo con el dios principal, a la manera tradicional de los reyes nativos desde tiempo inmemorial; y no hay duda que el culto en sí mismo, que parece haber impuesto cada vez más a sus seguidores, sus súbditos y sus aliados, a medida que transcurrió el tiempo, fué conscientemente urdido para satisfacer y cautivar la religiosidad del Oriente. En el Egipto era Amón, en Siria, Baal, en Babilonia, Bel. Al dirigirse al Oriente se echó a la espalda la fe de sus padres, sabiendo, tan bien como su historiador francés del siglo XIX, que en el Asia «los sueños del Olimpo valían menos que los sueños de los magos y los misterios de la India, preñados de lo divino». A decir verdad, se mostró profundamente impresionado con estos últimos, y su actitud para con los bracmanes del Punjab implica el primer reconocimiento hecho públicamente por un griego, de que en cuestiones de religión el Occidente tiene que aprender del Oriente.
Alejandro, que nunca ha sido olvidado por las tradiciones y mitos del Oriente, de haber vivido más tiempo posiblemente hubiese satisfecho la religiosidad asiática con una apoteosis de su persona. Sus sucesores no pudieron ni mantener viva la divinidad de Alejandro, ni asegurar la aceptación general de la de sus propias personas. Es innegable que trataron de ofrecer a la exigencia del Oriente un nuevo culto universal de utilidad imperial y que algunos, como Antíoco IV, el tirano de la primera historia macabea, trató con todas sus fuerzas de llevarlo a cabo. La historia de su fracaso, y del de Roma después de ellos, está escrita con todo detalle en la historia de la expansión de media docena de cultos orientales antes de la era cristiana, y en la de la cristiandad misma.
Sólo en la provincia africana pudo la dominación macedónica asegurarse una base religiosa. Lo que un Alejandro hubiera conseguido a duras penas en el Asia, un Ptolomeo lo consiguió fácilmente en el Egipto. Ahí, el gobernante de facto, perteneciera a la raza que perteneciera, había sido instalado como dios desde una antigüedad fuera del alcance de toda memoria, y tenía alrededor del trono un sacerdocio omnipotente que dominaba a un pueblo dócil. Los conquistadores asirios se comportaron intolerantes en el Egipto para no afrentar a los dioses de su tierra natal; pero los Ptolomeos, como los persas, no cometieron tal error, y su recompensa fueron tres siglos de dominio seguro. El conocimiento de que lo que exigía el Oriente podían darlo fácil y seguramente, incluso los macedonios, tan sólo en el valle del Nilo, estuvo sin duda presente en el espíritu sagaz de Ptolomeo cuando, al dejar a otros las tierras más extensas, eligió el Egipto en el primer reparto de provincias.
En una palabra, los griegos sólo contaban con su filosofía para ofrecerla a la religiosidad del Oriente. Pero una filosofía de la religión es un complemento de la religión, una influencia modificadora, no un sustitutivo suficiente para satisfacer el ansia instintiva y profunda de la humanidad por Dios. Mientras por una parte esta ansia poseía siempre el espíritu asiático, el mismo griego, nunca insensible por naturaleza a ella, se volvió cada vez más consciente de su propio vacío a medida que vivió en el Asia. Lo que por tanto tiempo había representado para él la religión, es decir, la devoción apasionada por la comunidad, encontraba cada vez menos pasto de que alimentarse en la libertad política restringida que ahora se le ofrecía por todas partes. Por muy superior que sintiera su cultura en casi todo respecto, le faltaba una cosa muy necesaria que poseían abundantemente las que lo rodeaban. A medida que transcurrió el tiempo se volvió curioso, luego receptivo, de los sistemas religiosos entre cuyos adherentes se encontraba, asediado y constreñido por el horror de la naturaleza al vacío. No es que haya tragado entera cualquiera de las religiones orientales; o que haya fracasado en el proceso, operado mientras asimilaba lo que tomaba, de transformarlo con su propia esencia. Ni tampoco hay que pensar que no dió nada en cambio. Dió una filosofía que, actuando casi tan poderosamente en las inteligencias superiores del Oriente como las religiones de éste habían actuado sobre su propia inteligencia, creó el tipo «helenístico» propiamente dicho, es decir el oriental que combinaba el instinto religioso del Asia con el espíritu filosófico de Grecia, o sea orientales como (para mencionar dos nombres verdaderamente grandes) el apóstol estoico Zenón, fenicio de Chipre, o el apóstol cristiano San Pablo, judío de Tarso. Con la creación de semejante tipo, Oriente y Occidente se aproximaron por fin estrechamente, quedando divididos sólo por la distinción de filosofía religiosa en Atenas y religión filosófica en Siria.
La historia del Cercano Oriente durante los últimos tres siglos antes de la era cristiana es la historia del paso gradual de las religiones orientales hacia Occidente para ocupar el vacío helénico, y de las ideas filosóficas helénicas hacia el Oriente para completar y purificar los sistemas religiosos del Asia occidental. Hasta qué punto penetraron estas últimas en el gran continente oriental, incluso hasta la India o China, no es éste el lugar propio para discutirlo; el extremo a que llegó la penetración de las primeras en el Occidente está escrito en la historia moderna de Europa y del Nuevo Mundo. La expansión del mitraísmo y de otra media docena de cultos asiáticos y egipcios, llevados del Oriente a Grecia y más allá, antes del fin del siglo I de la Época Helenística, atestigua la temprana existencia de aquel vacío espiritual en Occidente que habría de llenar por fin una más grande y pura religión, a punto de nacer en Galilea y de nutrirse en Antioquía. El papel instrumental de Alejandro y sus sucesores en la provocación e intensificación de ese contacto e intercambio entre semitas y griegos, contacto que engendró la moralidad filosófica del cristianismo y que volvió inevitable su expansión occidental, queda anotado en su crédito como un hecho histórico de tan terrible magnitud que debe permitírsele compensar sobradamente todos sus pecados.
Esto fué, pues, lo que hicieron los seléucidas: aproximaron tanto Oriente y Occidente que cada uno de ellos aprendió del otro. Pero no puede decirse más en su favor. No abolieron la personalidad de ninguno de los dos; ni siquiera consiguieron helenizar toda aquella parte del Asia que mantuvieron en sus manos hasta el final. En esta empresa no sólo fracasaron por las razones acabadas de considerar —carencia de religión vital en macedonios y griegos, y deterioración del helenismo de los helenos en cuanto dejaron de ser ciudadanos de ciudades-estado libres—, sino también debido a fallas individuales propias, que reaparecen una y otra vez a medida que la dinastía sigue su curso; y acaso se deba todavía más a alguna razón más profunda, que aún no comprendemos, pero que yace detrás de la ley empírica de que el Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente.
En cuanto a las personas de los reyes seléucidas, nos dejan, mal conocidos como son sus caracteres y acciones, una impresión clara de aproximación al tipo tradicional del griego de la época romana y posterior. Como dinastía, parecen haberse corrompido prontamente con el poder, haber sido ambiciosos pero fáciles de contener con la apariencia y la superficie del poder, parecen haber sido incapaces y despreciativos de la organización concienzuda, además de haber tenido poco en cuanto política y menos en cuanto perseverancia en la prosecución de ella. Es verdad que nuestra fragmentaria y escasa información nos viene, en su mayor parte, a través de escritores que en cierto modo los despreciaban; pero la historia conocida del imperio seléucida, que se cerró con un colapso extraordinariamente fácil e ignominioso ante Roma, apoya el juicio de que, en conjunto, sus reyes fueron hombres sin relieve y gobernantes asistemáticos, que debieron la dilatada duración de su dinastía más a la casualidad que a la prudencia.
Su posesión más fuerte estaba en Siria, y acabó por ser la única. Los asociamos in mente en especial con la gran ciudad de Antioquía, que el primer Seleuco fundó sobre el bajo Orontes para atraer comercio del Egipto, Mesopotamia y el Asia Menor al norte de Siria. Pero, a decir verdad, esta ciudad debe su fama principalmente a los señores romanos subsecuentes. Porque no se convirtió en la capital de la preferencia seléucida hasta el siglo II a. C., hasta que, hacia el año 180, la dinastía —que había perdido por igual las provincias occidentales y orientales— tuvo que contentarse con sólo Siria y Mesopotamia. Para entonces, no sólo habían descendido los partos del Turquestán hacia el sur del mar Caspio (sus reyes asumieron nombres iranios; pero ¿acaso no eran, como los gobernantes recientes de Persia, realmente turcos?), sino que también Media había afirmado su independencia y Persia había caído bajo la égida de los príncipes nativos de Fars. Seleucia, sobre el Tigris, se había convertido virtualmente en una ciudad fronteriza que se enfrentaba a un peligro iranio y parto que la incapacidad imperial de los seléucidas dejó desarrollar y que ni siquiera Roma llegaría a despejar. En el otro flanco del imperio, un siglo de esfuerzos seléucidas por plantar cuarteles generales en el oeste del Asia Menor, en Éfeso o en Sardes, y de ahí perseguir designios ulteriores sobre Macedonia y Grecia, se había resuelto en favor de Pérgamo por medio de las armas y el mandato del incipiente árbitro del Oriente, la república romana. Obligados a retirarse al sur del Tauro después de la batalla de Magnesia, celebrada en 190, expulsados sumariamente del Egipto veinte años más tarde, cuando Antíoco Epifanes esperaba compensar la pérdida al este y al oeste con ganancias por el sur, los seléucidas no tenían mucho donde elegir en materia de capital. En lo sucesivo tuvo que serlo Antioquía o nada.
Sin embargo, el hecho de que una dinastía macedónica se viera forzada a concentrar en el norte de Siria todo el helenismo que haya podido tener (aunque después de Antíoco Epifanes su helenismo disminuyó progresivamente), durante los dos últimos siglos anteriores a la era cristiana, tuvo un efecto tremendo en la historia del mundo. Porque fué una de las dos causas determinantes del aumento de la influencia del helenismo en los semitas occidentales, influencia que se resolvió finalmente en la religión cristiana. Desde Cilicia, al norte, hasta Fenicia y Palestina en el sur, los estudios filosóficos vinieron a quedar cada vez más bajo la influencia de las ideas griegas, particularmente las de la escuela estoica, cuyo fundador y maestro principal —no hay que olvidarlo— fué un semita nacido unos trescientos años de Jesús de Nazareth. La universidad helenizada de Tarso, que educó a San Pablo, y el partido helenista de Palestina, cuyo deseo de convertir a Jerusalén en una Antioquía del sur produjo la lucha macabea, debieron por igual su ser y continuada vitalidad a la existencia y crecimiento de Antioquía sobre el Orontes.
Pero Fenicia y Palestina debieren otro tanto de su helenismo —y quizás más— a otra ciudad helenizada y a otra dinastía macedónica: a Alejandría y a los Ptolomeos. Debido a que el corto período macabeo de la historia palestina —durante la cual sucedía que un seléucida dominaba en toda Siria— es muy bien conocido, suele olvidarse que, a lo largo de casi todos los otros períodos de la época helenística, el sur de Siria, es decir, Palestina y Fenicia, así como Chipre y la costa de Levante hasta Pamfilia, estuvo bajo el dominio político del Egipto. El primer Ptolomeo añadió a su provincia algunos de estos distritos y ciudades asiáticos, y en particular Palestina y Celesiria, muy pronto después de asumir el mando del Egipto, y sin tratar de convertir en secreto su intención de retener lo ganado construyó una flota para tal fin. Sabía muy bien que si el Egipto ha de poseer permanentemente un territorio fuera del África, tiene que dominar el mar. Después de un breve rechazo a manos del hijo de Antígono, Ptolomeo aseguró su presa al morir el padre, y Chipre también se convirtió en definitivamente suyo en 294. Su sucesor, en cuyo favor abdicó nueve años más tarde, completó las conquistas de las costas del continente en Levante a expensas del heredero de Seleuco. Los Ptolomeos conservaron casi todo lo que los dos primeros reyes de la dinastía ganaron así hasta que fueron suplantados por Roma, excepción hecha de un intervalo de poco más de cincuenta años, de 199 a 145 aproximadamente; y aun durante este período el sur de Siria estuvo una vez más bajo la influencia del Egipto, aunque era nominalmente parte del tambaleante reino seléucida.
El objeto perseguido por los reyes macedónicos del Egipto, al conquistar y retener una delgada franja costera de la tierra continental fuera del África, así como ciertos puestos isleños desde Chipre a las Cícladas, era claramente comercial: obtener para su real puerto de Alejandría el control del comercio general del Levante y de ciertos suministros particulares (especialmente madera para barcos). El primer Ptolomeo había comprendido muy bien las razones de su maestro para fundar esta ciudad después de arruinar a Tiro, y de que se hubiera tomado tantos trabajos, al principio y al fin, para asegurarse las costas mediterráneas. Los Ptolomeos lograron su objetivo hasta un grado suficiente, aunque jamás eliminaron la competencia de la república de Rodas y tuvieron que cederle el mando del Egeo después de la batalla de Cos, en 246. Pero Alejandría ya se había convertido en una gran ciudad a la vez semítica y griega, y continuó siéndolo durante muchos siglos. Se dice que el primer Ptolomeo transplantó al Egipto muchos miles de judíos, quienes se reconciliaron prontamente con su exilio, por más que fuera involuntario; y hasta qué punto era grande la población judía hacia el reinado del segundo Ptolomeo, y hasta qué punto estaba abierta a la influencia helénica, queda ilustrado suficientemente con el hecho de que en Alejandría, durante ese reinado, el cuerpo de sabios semitas, que desde entonces se conoce como los Setenta, tradujo al griego las escrituras hebreas. Aunque fué política constante dé los Ptolomeos no fomentar el proselitismo helénico, la influencia inevitable de Alejandría sobre el sur de Siria fué más vigorosa que la ejercida conscientemente por Antíoco Epifanes o cualquier otro seléucida; y si las ciudades fenicias se convirtieron en refugios de la ciencia y la filosofía helénicas, a mediados del siglo III, y si Yeshúa o Jasón, sumo sacerdote de Jehová, al solicitar de su soberano, cien años antes, permiso para convertir a Jerusalén en una ciudad griega, tuvo tras sí a un poderoso partido ansioso de llevar sombrero en la calle y desnudarse en el gimnasio, hay que atribuir el crédito (¡o la culpa!) a Alejandría de preferencia a Antioquía.
Sin embargo, antes de que esta mezcla de religiosidad semítica e ideas filosóficas helénicas (con algo de la vieja mansedumbre helénica, que había sobrevivido aun bajo los amos macedónicos para modificar los espíritus asiáticos) pudiera resultar en cristianismo, la mitad del Oriente, con sus dispersos herederos de Alejandro, pasó a uncirse al yugo común y más fuerte de Roma. La Alejandría ptolemaica y la Antioquía seléucida habían preparado el suelo semítico para recibir la simiente de una nueva religión; pero fué la ancha y segura paz romana la que la hizo nacer y le dió espacio donde crecer. Habría de crecer, como todo el mundo sabe, hacia el occidente, no hacia el oriente, haciendo patente con sus primeros éxitos y sus primeros fracasos la gran proporción de helenismo que intervino en su factura. El mapa asiático de la cristiandad al final, digamos, del siglo IV de nuestra era la mostrará muy exactamente confinada dentro de los límites hasta donde el imperio seléucida había llevado a los griegos en cantidades considerables, y dentro de los límites, más dilatados, hasta donde los romanos —que gobernaron efectivamente mucho territorio al que sus predecesores no hicieron mayor caso, a saber, mucho del centro y el este del Asia Menor y toda la Armenia— hicieron avanzar a sus súbditos greco-romanos.
Más allá de estos límites ni el helenismo ni el cristianismo habrían de echar raíces profundas ni dar frutos perennes. El Oriente más lejano —es decir, el situado más allá del Éufrates— permaneció hostil e intolerante para con ambas influencias. Hemos visto cómo la mayor parte de estas tierras cayeron de manee de los seléucidas muchas generaciones antes del nacimiento de Cristo, cuando un conjunto de principados, medo, parto, persa, nabateo, emanciparon el corazón del Oriente de su corta servidumbre ante el Occidente; y aunque Roma y Bizancio, después de ella, volvieron a empujar la frontera de la influencia europea efectiva más hacia el este, su helenismo nunca logró recapturar aquel corazón que los seléucidas no supieron retener. Esto no quiere decir que nada del helenismo haya traspuesto el Éufrates, ni que no hubiera dejado una marca indeleble. El arte parto y el de los sasánidas, el primer arte budista de la India noroccidental y del Turquestán chino, algunos rasgos incluso del primer arte mahometano, y algunos, también, de la doctrina primitiva y la política imperial mahometanas, anulan cualquier afirmación de que nada griego arraigó más allá de los límites del imperio romano. Pero fué muy poco del helenismo y de ninguna manera su esencia. No debemos dejarnos engañar por los meros préstamos de objetos exóticos o de apreciaciones momentáneas de lujos extranjeros. El que los partos estuviesen presenciando una representación de las Bacantes de Eurípides, en el momento en que presentaban a Ctesifón la cabeza del desventurado Craso, no prueba que tuviesen el espíritu occidental más de lo que nuestro gusto por las curiosidades chinas o los dramas japoneses prueba que estemos informados con el espíritu del Oriente.
En conclusión, el Oriente siguió siendo el Oriente Después de todo, le afectó tan poco el Occidente, que a su debido tiempo, su religiosidad sería fecundada cor otra, antitética al helenismo, y se debilitó tan escasa mente que volvería a recobrar lo perdido y más, y mantendría el Asia próxima e independiente, en lo cultural y lo político, hasta nuestros propios días. Si la moderna Europa ha tomado a manera de paga algunas partes del esplendoroso Oriente, partes en que nunca pusieron mano ni macedonios ni romanos, recordemos, en nuestro orgullo de raza, que casi todo lo que macedonios y romanos sí poseyeron ha estado perdido para Occidente desde entonces. Europa puede prevalecer ahí (y acaso lo haga) otra vez; pero como habrá de ser en virtud de una civilización en cuya factura fué factor elemental indispensable una religión nacida del Asia, ¿será Occidente, aun entonces, más deudor que acreedor del Oriente?