3. Los sátrapas

Lo que en último término habría de reducir al imperio persa a tal debilidad, que una potencia occidental podría herirla en el corazón con poco más de cuarenta mil hombres, fué la enfermedad de la deslealtad que se extendió entre los grandes funcionarios durante la primera mitad del siglo IV. Antes de la expedición de Ciro, no hemos oído hablar de sátrapas o de provincias clientes que se declarasen en estado de rebeldía (a excepción del Egipto), desde que el imperio quedó bien establecido; y si hubo evidente complicidad con aquella expedición, de parte de los funcionarios provinciales del Asia Menor y Siria, el hecho tiene poca significación política, considerando que Ciro era vástago de la casa real y el favorito de la reina madre. Pero apenas se ha iniciado el siglo IV, cuando encontramos a sátrapas y príncipes ayudando a los enemigos del rey y luchando en propio interés contra él o contra algún funcionario rival. Agesilao recibió ayuda en el Asia Menor tanto del príncipe de la Paflagonia como de un noble persa. Veinte años más tarde se rebela Ariobarzanes de Ponto; y casi en seguida de su defección estalla la rebelión planeada por los sátrapas de Caria, Lidia, Jonia, Frigia y Capadocia —de hecho casi toda el Asia Menor—, en concierto con las ciudades costeras de Siria y Fenicia. Pasan otros diez años y se levantan contra su rey nuevos gobernadores de Misia y Lidia, con ayuda de los egipcios y de Mausolo, príncipe de Halicarnaso. La tradición o la falta de recursos y de estabilidad precipitó a todos estos rebeldes, uno tras otro, en el desastre. Pero un imperio cuyos grandes funcionarios osan tales aventuras, con tal frecuencia, es un imperio que va derecho a su destrucción.

Las causas de esta hostilidad creciente entre los sátrapas no son difíciles de localizar. Al final del capítulo anterior hicimos notar la desintegración de la corte gobernada por los harenes en los primeros días de Artajerjes; y, a medida que transcurría el tiempo, hizo su efecto el espectáculo de un Gran Rey que gobernaba por medio de traiciones, que compraba a sus enemigos y que era impotente para recobrar el Egipto ni aun con la ayuda de sus mercenarios. Pronto ganó terreno la creencia de que la nave del imperio se hundía, y aun en Susa creció el temor que fuese un viento del occidente el que lo echara por tierra. Los grandes funcionarios de la corte del Gran Rey observaron con atención cada vez mayor la política griega, durante los primeros setenta años del siglo IV. No contentos con enrolar a todos los griegos que pudieron en el servicio real, emplearon el oro real de tal manera en la compra o apoyo de políticos griegos, cuya influencia pudiese estorbar la unión de los estados griegos o impedir el desarrollo de cualquier unidad, que un orador griego dijo en un famoso pasaje que los arqueros estampados en las monedas del Gran Rey eran ya un peligro mayor para Grecia del que habían sido los arqueros de verdad.

Por medio de tan vasta corrupción, por medio de la compra de soldados y políticos del enemigo, el destino de la dinastía y el imperio pareció tomar mejor cariz. Antes de la muerte del anciano Artajerjes Mnemon, en 358, se había derrumbado la revuelta de los sátrapas occidentales. Su sucesor, Oco, quien al llegar al trono asesinó a sus parientes coma cualquier sultán del siglo XVIII en Estambul, se sobrepuso, por medio de mercenarios griegos, a la obstinación egipcia en el 346 más o menos, después de dos intentos abortados, y gracias a una ayuda similar recuperó Sidón y la isla de Chipre. Pero apenas si fué más que el parpadeo final de la llama atizada un instante por ese mismo viento occidental que empezaba a convertirse en la tempestad que la extinguiría. El corazón del imperio no estaba menos podrido porque su caparazón estuviera parchada, y cuando al fin se desató la tormenta unos cuantos años más tarde, nada en el Asia Menor pudo presentar ninguna resistencia a excepción de dos o tres ciudades marítimas, que lucharon no por Persia, sino por sus monopolios comerciales.