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—Perdone, ¿quién me ha dicho que es? ¿Me lo puede repetir, por favor?
Reina se tapa con la mano la otra oreja para escuchar. Con tanto ruido no es fácil. Una voz metálica anuncia por megafonía la salida del vuelo Tarom 931 con destino Barcelona. Pasajeros, pasen por la puerta número 4. Desconcierto, quejas, palabrotas. La gente que esperaba empieza a desesperarse. Un hombre pide el libro de reclamaciones. Otro dice que pondrá una denuncia a la compañía. Una azafata imperturbable les cuenta que la situación es muy extraordinaria, que entiende perfectamente su enfado pero que no puede hacer nada. Que tengan la amabilidad de obedecer las nuevas instrucciones y que tengan paciencia. ¿Hay algo peor que pedir paciencia a un desesperado?
—¿Señora Gené? ¿Me oye mejor? ¡Hola! Soy Leandro Vives, ¿me recuerda? Quedamos en que la telefonearía. Le escribí un correo electrónico. —Reina aún no ata cabos—. Soy el profesor de la Universitat de Lleida que prepara la edición de la correspondencia de la malograda escritora republicana Ilda Moreu. Me dio su teléfono por correo electrónico…
—Ah, sí, Leandro, ahora me acuerdo.
—Encantado de saludarla, señora Gené. ¿Quizá la llamo en mal momento? ¿Es muy temprano?
—No se preocupe. Llevo toda la noche en el aeropuerto de Bucarest, esperando un vuelo para volver a casa. Ahora que ya salía, se ve que no.
Reina sigue sin ganas la fila de pasajeros que desfila hacia la nueva puerta de embarque.
—Cuánto lo siento. Los aeropuertos son lugares muy desapacibles y las compañías aéreas están llenas de desaprensivos. Por eso yo nunca vuelo, ¿sabe? Me siento muy mal. Maltratado.
—Le entiendo muy bien.
—¿Viaja usted sola?
—Sí.
—Entonces, si lo llego a saber la llamo antes, para distraerla. Yo no duermo nunca, ¿sabe?
—¿No duerme?
—¡Desde hace años! A lo sumo, dos o tres horas. No necesito más. Es estupendo, así aprovecho las noches para estudiar, para leer o, últimamente, también para escribir. Estoy muy enfrascado en el epistolario de la malograda Ilda Moreu. Envío correos electrónicos, recopilo información dispersa. Ah, y a veces practico taichí.
—¿Por las noches?
—No se puede imaginar lo que relaja. Mucho más que dormir, en mi humilde opinión. Yo creo que dormir está sobrevalorado, ¿sabe? Bien, ya debe de imaginar para qué la llamo.
—Creo que sí.
—¿Tiene algo para mí? ¿Alguna buena noticia? ¿Ha tenido tiempo de buscar las cartas?
¡Ah, las cartas! Reina se había olvidado de eso por completo. Por supuesto, no las ha buscado. En su casa hay un trastero repleto de cachivaches, pero no tiene la menor intención de poner un pie allí. Está segura —más que segura: segurísima— de que esta malograda Moreu no tuvo nada que ver con su padre y escuchando la argumentación del profesor, que por lo menos debe de tener setenta años, se convence de que todo es una fantasía de este buen hombre, que de tanto encontrar cartas en sitios insospechados ha llegado a la conclusión de que todo el mundo guarda algo que a él le interesa. No las ha buscado ni las buscará, porque sería una pérdida de tiempo y a ella la vida no le alcanza para nada. Claro que tampoco puede contarle esto al pobre Leandro. He aquí un caso clarísimo de mentira conveniente, de los que ella siempre habla en sus conferencias: a veces mentir es imprescindible. El veinte por ciento de cuanto decimos es falso, una persona que habla mucho puede llegar a decir doscientas mentiras al día, y lo hacemos porque nadie soporta toda la verdad, ni quien la dice ni quien la escucha.
—Señor Vives, hace días que quería llamarle. Busqué esas cartas a conciencia, créame. Revolví todas las cajas donde tengo pertenencias de mi padre. No era hombre de tener muchas cosas, más bien era de esa gente que tira con dos pañuelos durante toda la vida. —Sin detalles no hay verosimilitud, por eso se entretiene—. Lo revolví todo. Puedo decir con toda seguridad que esas cartas no existen, como yo ya sospechaba. Lamento no poder darle buenas noticias, señor Vives. Créame que me hubiese gustado poder ayudarle con su libro. Pero no ha habido suerte.
Lo oye refunfuñar en voz baja. Como si pensara refunfuñando. Durante tanto rato que Reina le pregunta:
—¿Señor Vives? ¿Me ha oído?
—Yo tenía grandes esperanzas, ya lo sabe usted. Ha pasado mucho tiempo, pero en los cajones de la gente suele haber tantas sorpresas. Y no únicamente en los cajones, no se crea. Hay quien ha encontrado en el trastero una cantata de Bach o un lienzo de Van Gogh, figúrese qué regalo. Por eso siempre pido a todo el mundo que mire bien, que se tomen la molestia. Con gusto iría a buscar yo, aunque puedo imaginar que no le gustaría que un extraño revuelva sus cajones. —Hace un silencio, refunfuña un poco más—. Pero esto suyo me extraña mucho, ¿sabe? Tengo pruebas fehacientes de que esas cartas en algún momento estuvieron en poder de su padre. Otra cosa es que se hayan perdido. Por lo que usted acaba de decir, juraría que José Gené no era hombre de perder nada.
—¿Pruebas fehacientes? ¿Qué quiere decir?
—Mire, todo viene de Mercedes Saltor, esa chica que trabajó de dependienta en el colmado que sus abuelos tenían en la calle de Verdi con la calle del Rubí. Esa que usted creía un error mío, ¿recuerda? Pues bien, Mercedes Saltor y su padre en algún momento de sus vidas tuvieron una relación que sobrepasaba con creces la amistad. Yo tengo mis teorías, que quizá son acertadas o quizá no. No tengo otra cosa que hacer, por eso me paso el día entero inventando teorías. Creo que esa amistad íntima, o como quiera que la llamemos, debía de venir de muy lejos, y de algún modo —no sé cuál— se mantuvo viva durante décadas. La verdad, quisiera saber cómo, porque el padre de usted era un hombre muy volcado en su familia y su negocio, eso es evidente. Y ella llevaba una vida sencilla y apartada, lejos del ruido de Barcelona. De hecho, esta ha sido una de las dificultades más importantes de mi investigación. ¿Sabe que tuve que viajar solo y en autobús (porque yo no he conducido nunca y a estas alturas no voy a aprender) hasta un pueblecito medio abandonado de la provincia de Lleida que se llama Conques donde no se me había perdido na…
—¿Cómo ha dicho?
—… da y donde resultó que sí se me habían perdido unos cuantos papeles? ¿Qué dice?
—¿Cómo ha dicho que se llama el pueblo?
—Bien, de hecho, ya ni siquiera es un pueblo. Quedó tan despoblado que fue absorbido por Isona, la población vecina de más entidad.
—Perdone. ¿Podría repetir el nombre?
—Conques. —Silencio. Un silencio prolongado—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Le suena de algo?
—No, no —miente Reina, pero en aquel momento siente que su corazón late tan fuerte que le roba el aire—. ¿Y cuál dice que es la relación entre las cartas y el pueblo de Conques?
—Se lo cuento con mucho gusto: Ilda Moreu vivió en Conques una temporada, huyendo de la represión franquista. A mí me llevaron hasta allí mis investigaciones, como creo haberle dicho. Fue allí donde una vecina me entregó el primer montón de cartas, que encontró por casualidad en una casa que acababa de recibir en herencia. No eran cartas de gran valor, pero me llevaron hasta otros corresponsales. Y así, tirando poco a poco de este hilo invisible del pasado, tropecé con su padre y la amistad que mantuvo con Mercedes Saltor. La historia completa es curiosa, ¿no cree? No se puede imaginar lo excitante que resulta atar cabos, cuando se puede. Por cierto, ahora que ha salido el tema, señora Gené, ¿le importa que le haga una pregunta que llevo rumiando bastante tiempo y que creo importante? —Espera respuesta, pero el silencio del otro lado le impulsa a seguir—: ¿Usted sabe por casualidad si su padre tuvo algún tipo de relación con el pueblo de Conques en cualquier momento de su vida?
Reina no desea responder.
—¿Cómo dice?
El profesor Vives repite la pregunta con idéntico entusiasmo. Es como un niño jugando a un juego de pistas.
Reina escucha hasta el final mientras se prepara para mentir: voz lo más natural posible, tono de sorpresa, ni un solo rastro de contrariedad, miedo o inquietud.
—Conques —dice—. No. Estoy segura de que nunca puso los pies ahí.
Por suerte, el profesor Vives no es experto en detección de la mentira. Y por suerte, en estos momentos tampoco puede verla.