38
Cuando ve el nombre de Arnau en la pantalla se sobresalta.
—Arnau. Gracias por llamar.
—Perdona, Reina. Estaba en la biblioteca. Cierran a las ocho.
En Rumanía es una hora más que en Barcelona. No había caído.
Debería preguntarle cómo le va el curso o cómo están sus padres, pero dispara directamente:
—¿Cuánto hace que no ves a Alberto?
—Bastante, ¿por qué?
—He de preguntarte algo.
—Dime.
—¿Conoces a su novia? ¿Una chica que se llama Esther?
—¿Novia?
—¿No te ha hablado de ella?
—Esther no es la novia de Alberto. Es una profesora de la escuela de cine. Esa de los saltimbanquis. —Suelta una risita, pero se da cuenta enseguida de que Reina no se ríe.
—No hablamos de la misma Esther, me parece a mí.
—Pues yo no conozco ninguna otra. Él hablaba mucho de la profesora esa, por lo visto es una fuera de serie. Le da lo mismo prender fuego a los alumnos que arrojarlos desde lo alto de un edificio. Es muy buena. Antes de ser profesora era especialista, conductora de alto riesgo o algo así. Flipa mucho, tu hijo, con esta tía. ¿No te lo ha contado?
No, claro que no.
—Necesito preguntarte algo más, Arnau, si no te importa. ¿Has notado algo raro en la actitud de Alberto últimamente?
—¿Qué quieres decir con raro?
—Ni idea. Lo que sea. Alguna reacción que te haya podido sorprender, algún cambio, discusiones…
—Bueno, estuvo lo del teatro.
Reina le quita importancia a algo que no cree que la tuviera.
—Además de eso.
—Mira, ahora que lo dices —salta el amigo—. La última noche que salimos juntos. Fuimos al The Drunk Duck, la taberna, ¿la conoces? Tu hijo estaba muy… ¿cómo diría? Muy solemne. No dejaba de decir idioteces, como «Si un día me muero poned una placa con mi nombre en esta mesa» o «Conocer amigos de verdad como vosotros es uno de los mejores regalos que me ha hecho la vida» y cosas así. Parecía un personaje de Juego de Tronos. Nos dio un poco de yuyu. Ona le preguntó si le pasaba algo. Dijo que había bebido demasiado. Dos cervezas. Era verdad.
»Pero lo peor vino cuando nos marchábamos. Se empeñó en regalarme su reloj. Insistía mucho, estaba muy pesado. Yo le dije que no lo quería, que el reloj era suyo, pero él insistía e insistía, intentaba ponérmelo. Hasta que Ona le gritó: “Tío, que no, que no lo quiere, ¿no lo ves?”. Entonces se fue muy dolido, con el reloj en la mano. Le escribí unos cuantos mensajes de texto, pero no me contestó. Pensé que era como cuando comencé a salir con Ona, que se había enfadado y ya se le pasaría. Pero ahora me doy cuenta de que sí le ocurría algo, ¿verdad? ¿Qué es?
Indicadores de riesgo dos, cinco y nueve: hablar de la propia muerte, abandonar a los amigos, regalar cosas de valor. A Reina le tiembla la voz cuando dice:
—Alberto ha intentado suicidarse esta tarde.
—Hostia, Reina. ¿Qué dices? —Mierda, no debería habérselo dicho, mierdamierdamierda, ojalá las palabras que ya se han pronunciado pudieran retirarse, pero no se puede, mierda, no se puede—. Reina, ¿has dicho lo que creo que has dicho?
—Olvídalo, por favor. No he dicho nada.
—Sí lo has dicho.
Lo ha dicho. Mierda, lo ha dicho.
—Lo siento, cielo. Se me ha escapado. —Menuda excusa torpe, absurda, poco adulta. Lo peor es que no tiene otra—. Lo siento mucho, de verdad. No debería haberte contado nada. Sois tan jóvenes y parecéis tan mayores. Los dos, Alberto y tú. Perdóname, por favor.
Arnau no reacciona. Solo atina a repetir:
—Hostia.
—Es que estoy sola en un aeropuerto de Rumanía y no hago más que darle vueltas a todo y pensar y pensar, que me va a reventar la cabeza de tanto pensar, y paso de no encontrar ninguna explicación a encontrar demasiadas. Y además todo me parece tan raro, tan increíble, como algo que estuviera pasando en la luna, o que no me afectara a mí, porque tú nos conoces, ¿verdad?, ¿cómo puede habernos pasado algo así a nosotros? Alberto es un chaval normal, con una vida normal, me parece, como tú. De hecho, os parecéis en muchas cosas, por eso sois tan amigos. Venga, por favor, deja que te lo cuente él, no le digas que se me ha escapado, si se lo dices, entonces aún confiará menos en mí, ¿me lo prometes? Por favor, cielo, prométeme que no le dirás nada, quiero oírtelo decir, venga, por favor.
—Te lo prometo.
—Así, muy bien. Y no te asustes, rey, que todo irá bien. Vaya, creo que todo va a ir bien, al menos él está tranquilo, sereno, aunque ahora nosotros tendremos que aprender a vivir con esta angustia que no sé cuánto durará. Años, supongo. En serio que no quería asustarte. Solo quería preguntarte por esa tal Esther, porque necesito entender algo, de verdad que es lo que más necesito ahora mismo, entender algo. —Y en ese momento Reina empieza a llorar y todos los guiris de su alrededor la observan con gran sorpresa y ponen cara de susto, como si estuvieran contemplando un fenómeno extraordinario, pero a nadie se le ocurre acercarse a ella y preguntarle si está bien, Are you ok? Eşti bine?, sino que todo el mundo se desentiende, caminan más aprisa y, como mucho, musitan cuatro palabras al oído de alguien y a continuación observan la mesa y ven solo un vaso de café, vacío y helado, y ponen cara de desprecio, una de las siete macroexpresiones faciales universales, idéntica aquí o en Pekín, y seguro que piensan: menuda jeta estar ahí ocupando una mesa sin cenar ni consumir nada tal y como está el aeropuerto hoy, deberían existir normas para regular la ocupación de espacios públicos en situaciones complicadas, para evitar abusos como este. Y pasan de largo, porque pasar de largo siempre es lo más fácil.