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Sam no soporta hablar de la muerte. Ni de la suya ni de la de los demás. Reina, más práctica, a veces saca el tema. Piensa que en una pareja hay que hablar de todo. También de qué muerte quieres o qué entierro imaginas. Uno debe conocer las manías del otro, si es que tiene alguna, o por lo menos debe estar informado de que no tiene ninguna, porque es evidente que uno de los dos tendrá que decidir por su cónyuge antes o después. Y con Sam no hay forma. Cada vez que le pregunta, él se apresura a cambiar de tema. Ahora no quiere hablar de eso, le dice, otro día. Y así llevan dieciocho años. En algún momento tendremos que hablar, insiste ella.
—O no —opina él.
Tampoco se ponen de acuerdo sobre el año en que van a morirse. Sam es de la opinión de que mientras tengas la cabeza clara merece la pena vivir cien años. Reina se acongoja solo de imaginarse a sí misma estorbando en este mundo durante todo un siglo. Ella tiene escogida la edad ideal para su retirada: los ochenta y cinco años y medio.
—¿Por qué medio? —le preguntó Sam una vez.
—Porque nací en mayo, que es un mes precioso para llegar al mundo pero muy inadecuado para abandonarlo. Prefiero noviembre, a finales. Más apropiado.
Reina hizo testamento vital, eso que Sam no se atreve ni a pensar. Dejó escrito que nadie tiene ni tendrá nunca permiso para conservarle la vida de cualquier forma. También que no quiere que la horaden, la abran, la pinchen, la corten o la metan en una pecera. Si vivir no se parece a vivir, elige morirse. Y si morir significa ganarle la batalla a la indignidad del final, le parece estupendo. Sam, en cambio, ni tiene opinión sobre estos asuntos ni manifiesta ningún interés en tenerla.
Solo una vez, mientras hablaban en la cama, antes de dormir, Sam le dio la réplica.
—Lo único que sé es que quiero morirme al mismo tiempo que tú, exactamente en el mismo instante —le dijo—. Contamos hasta tres y dejamos de respirar, ¿de acuerdo?
—Es una buena idea —contestó ella, sorprendida—. No se hable más.
Se acurrucaron bajo las sábanas. Tenían la postura medida y ensayada a la perfección. Como si la hubieran inventado ellos para su deleite. Nunca antes se habían compenetrado así con nadie, ninguno de los dos. Los muslos de él muy bien acoplados bajo las nalgas de ella. Los pies entrelazados en una posición calculada para que ni la cabeza del peroné ni la del fémur se clavaran en la extremidad del otro. Los brazos de Reina recogidos y los de él en desbandada: uno bajo el cojín y el otro rodeando el torso de Reina hasta dejar que una mano descansara sobre un hombro. Ella se recogía el pelo en una coleta para no ahogarle con su melena y Sam pegaba la boca a la nuca de ella. A Reina le gustaba sentir la cercanía de su aliento tibio. En esa postura era fácil que las manos de él se deslizaran hacia sus pechos. También que un ligero movimiento de caderas presionara el sexo de él, incitándolo. Era una postura inocente, como lo es el sueño, pero con muy poco se convertía en preámbulo de todo lo contrario. Cuando Reina estaba de viaje, Sam añoraba su cuerpo abrazado a las almohadas que ella dejaba huérfanas en su lado de la cama.
Aquella noche, justo antes de quedarse dormida, oyó que Sam le susurraba al oído:
—No respirar y vivir sin ti serían lo mismo, Reina de mi vida.