28
Sam es de reventar de pronto y de pegar cuatro voces, seguidas de dos o tres horas de caras largas. En ese tiempo es mejor dejar que el enfado siga su curso: de intenso a desaparecido, pasando por crítico, controlado, latente o ligero, cada fase tiene su estrategia, aunque Reina tiene comprobado que lo mejor es no utilizar ninguna, porque Sam suele tomarse cualquier palabra como un reproche o un ataque personal, y aún es peor. Cuando por fin desaparece lo que fuera que le pasaba ella intenta una aproximación de tanteo. Si sale bien y merece la pena, vuelve a sacar el tema. Entonces Sam se vuelve razonable, argumenta, a veces incluso pide perdón. No muy a menudo; le sale mucho mejor hacerse el incomprendido. Si, por el contrario, el asunto no tenía mayor importancia, se lo declara difunto y enterrado y se olvida cuanto antes.
Félix es de decir a todo que sí. No discutir. No levantar la voz. Hacer literalmente lo que le sale de las narices y después reprochar sus errores a los demás. Guerra sucia emocional para disimular su ineficacia. No detenerse a pensar en las consecuencias, no aceptar nunca los propios errores. No conoce a nadie con menos capacidad de autocrítica. A menudo Reina cree que discute solo por el placer de llevarles la contraria. No hay nada que haga más feliz a Félix que enfrentarse a ella y a Samuel y salir victorioso.
Alberto es a menudo el campo de batalla. Siempre lo ha sido, pero en ciertas cuestiones lo es mucho más. Como los estudios. A Félix siempre le pareció bien que de pequeño Alberto tocara el piano y el violín o tomara clases de danza y de teatro. Presumía de tener un hijo artista. Un artista de ocho o diez años hace gracia a los abuelos y es un tema de conversación familiar. Pero cuando, al terminar cuarto de la ESO, Alberto anunció que escogería un bachillerato artístico, en total coherencia con lo que llevaba años haciendo, Félix se opuso con todas sus fuerzas.
—¿Artístico? ¿Y de qué trabajarás? ¡Con lo bien que se te dan las matemáticas! Tendrías que elegir el científico. O el tecnológico, que tiene salidas muy interesantes.
—Yo quiero el artístico.
Cuando Reina intervino para pacificar, comenzó la guerra:
—Vosotros le habéis metido todos esos pajaritos en la cabeza —le reprochó Félix—. Que haga teatro en su tiempo libre, si le apetece, pero que estudie algo de provecho.
—Si estudia lo que le gusta ya encontrará el modo de sacarle algún provecho.
—Chorradas.
La discusión se zanjó con unos cuantos meses de caras largas por parte de Félix. Caras largas con Reina, porque con Alberto siempre se comportaba como un colega que lo comprendía y lo permitía todo. Un doble juego de éxito garantizado.
La sorpresa vino cuando Alberto le contó a él antes que a su madre que deseaba matricularse en un curso de doblaje carísimo.
—Si es lo que a ti te gusta… —respondió Félix.
Fue Sam —el segundo en enterarse— quien puso objeciones. El curso valía varios miles de euros y había que pensarlo. Reina estaba de viaje. Cuando volviera hablarían de ello y tomarían una decisión.
—Claro. Y será que no —dijo Alberto.
No sirvió de nada decirle que sería lo que creyeran más conveniente, que tal vez antes de hacer un curso tan caro debía terminar el bachillerato y empezar la universidad y, sobre todo, tal vez debía esperar a cambiar la voz del todo, porque por ahora aún se le escapaba de vez en cuando algún que otro gallo.
Al día siguiente Alberto, astuto, lloriqueó un poco con Félix. Sam no le dejaba, Sam pensaba que el curso era caro, Sam tenía que consultarlo con Reina, Sam… A Félix le faltó tiempo para decir:
—¡Yo te pago el curso, hijo! Ya puedes ir a matricularte.
Cuando regresó a casa tras pasar el fin de semana con Félix, Alberto dio exultante la noticia.
—Mi padre me paga el curso de doblaje. Ya no tenéis que preocuparos por nada.
Sam saltó:
—Eso será si tu madre quiere.
—No. Ya me ha dado el dinero.
—¿Qué?
—Me lo ha ingresado en mi cuenta. Mañana pagaré la matrícula.
Sam soltó un par de gritos, como siempre que algo le sacaba de sus casillas. Claro que en este caso debería haberle gritado también a Félix, no solo al chico. Tenían la misma parte de culpa. O puede que tuviera más Félix.
Alberto alcanzó enseguida la conclusión equivocada:
—No quieres que haga el curso porque me lo paga Félix y tú no puedes verle ni en pintura —le soltó.
Aquella noche Sam gritó un poco más que de costumbre. Que lo dejara de una vez hasta que llegara su madre, que era demasiado joven para decidir solo si debía gastarse una suma tan grande de dinero, que recordara que aún era menor de edad y que aún vivía en aquella casa…
—Tú querrías que fuera como tú, ¿no? —le interrumpió Alberto, venenoso como un adulto pero con la ligereza de un niño—. Un vendedor de seguros que lleva toda su vida haciendo un trabajo que odia.
Sam le mandó a dormir sin postre ni tele ni horas extra delante del ordenador. Como a un niño pequeño. Alberto sacó pecho por primera vez para decirle también a gritos que no podía castigarle de aquel modo, que no tenía ningún derecho.
—¿Por qué? ¿Porque ya eres casi mayor de edad? —preguntó Sam.
—No. Porque tú no eres mi padre.
Y allí terminó todo. Alberto se instaló en el sofá, como el rutilante vencedor de la batalla, y aún tuvo los santos huevos de ver una película de esas que duran más de dos horas. Samuel se fue a la cama a dar vueltas y a llorar sin hacer ruido, para que el chaval no se diera cuenta.
Cuando Reina llegó de su viaje encontró a todos los hombres de su vida peleados entre sí. Alberto con Sam, Félix con Sam, Sam con ambos. Para tratar de reconciliarlos, aunque estaba agotada, empezó por llamar a Félix.
—Dile a ese que se meta la mala leche por el culo —le soltó su ex—. No voy a dejar que le hable mal a Alberto.
—Lo que no te gusta es que tenga razón. Ni reconocer que esta guerra la empezaste tú y de mala manera.
—¿De mala manera? ¿Tengo yo la culpa de ganar más del doble que tu maromo y poder pagarle a mi hijo un cur…?
—Pórtate bien, Félix. Sigue las reglas. ¿Te acuerdas?
Félix masculló algo parecido a un sí. Qué remedio.
—Pues eso. Mañana te devolveré el dinero del curso. Cuando sea el momento oportuno, dentro de un tiempo, ya volveremos a hablar.
Alberto no se matriculó en la escuela de doblaje. Más o menos de común acuerdo, los tres decidieron que era mejor esperar un tiempo. Los tres se quedaron con el resquemor de haber metido la pata. Solo necesitaban una oportunidad para reparar la falta.
El curso de especialista de cine fue esa oportunidad. No tenía nada que ver con aquello del doblaje, pero les pareció bien: los intereses de Alberto eran múltiples y variados. Mejor que se formara en tantas cosas como le parecieran interesantes. En cuanto les contó los detalles —sábados por la mañana, seis meses, caro pero no tanto, profesores especializados—, Reina se apresuró a llamar a Félix. ¿Estaba de acuerdo? Sí, por supuesto. ¿Pagaría la mitad? Claro, sin problemas. Perfecto, entonces todo arreglado. Aquel fin de semana el chico le llevaría los papeles, no fuera a olvidarse de firmarlos. Alberto ya podría inscribirse.
Dos días más tarde, ya inscrito, les trajo un tríptico con información de la escuela, para que vieran cómo era. El centro se llamaba Risky Shot: profesores con años de experiencia profesional. Prácticas en exteriores e interiores. Máxima seguridad. Grupos reducidos de veinte alumnos. Disciplinas a trabajar: caídas desde altura, caídas múltiples, atropellos, saltos desde vehículos, armas de fuego, impactos de coches, acrobacia, suspensiones con cables, combates, artes marciales, antorchas humanas…
—¿Habéis visto? ¡Hasta voy a quemarme a lo bonzo! ¿A que mola? —dijo Alberto, entusiasmado.
Tal vez se habían precipitado, pensó Reina y solo Reina.