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Cuando fue a comprar el test de embarazo, el farmacéutico —un señor calvo y grande que la conocía desde hacía años— frunció los labios con disgusto. No le dijo nada, no hacía falta. Reina aún no era la experta que sería más tarde, pero ya sabía interpretar aquel gesto: compasión, malestar con respecto al otro, una ligera discrepancia. Traducido en palabras habría podido ser: «Pobrecilla, ¿otra vez?». O tal vez: «¿Aún no te cansas?». O: «Lamento mucho que te hagas ilusiones para nada». Había comprado tantas pruebas como aquella que ni siquiera le hablaba ya de las marcas disponibles, de cuáles eran más económicas ni por qué motivo. Tenía claro cuál quería, se la daba y listos. Al salir de la farmacia, Reina pensó que el próximo lo compraría en otra parte, donde no la conocieran ni le tuvieran lástima. ¿Lo veía? Incluso ella estaba convencida de que el test saldría negativo otra vez.
Había elegido aquella tarde porque Félix estaba de viaje de trabajo. No quería testigos. Al llegar a casa, dejó la caja sobre el microondas, se hizo la cena y se la comió de pie, apoyada en el fregadero, en silencio, mirando con respeto el envoltorio. Como siempre, dudó: ¿lo hago ahora o espero a mañana? En las instrucciones pone que es mejor hacer el test con la orina de primera hora, porque tiene más concentración de hormona, pero en realidad puede hacerse a cualquier hora del día. Si sale positivo es seguro que estás embarazada pero si sale negativo podría ser un problema de detección y se recomienda repetirlo pasados unos días.
Lo dejó para la mañana siguiente porque sabía lo que iba a ocurrir. Saldría negativo y se pasaría toda la noche nerviosa, pensando que ella tenía la culpa por no hacerlo a otra hora, y al día siguiente correría de nuevo a la farmacia para que el señor calvo le vendiera otra caja con otra mueca insoportable de conmiseración.
Decidió leer un rato en la cama, hasta que le entrara sueño, pero estaba tan preocupada que el sueño no llegaba y además no se enteraba de nada de lo que ocurría en la novela, y eso que el autor era de sus favoritos. Su vida hacía demasiado ruido, no le permitía escuchar nada más, menos aún el bisbiseo siempre discreto de los libros. Era una lástima, porque sin ficción la vida se estrecha demasiado. Apagó la luz, medio enfadada porque no era capaz de mantener el control, ya ni leer podía, y en medio de la oscuridad continuó dándole vueltas a todo. Encendió la radio, a ver si las noticias la distraían, pero todavía fue peor, porque de pronto reparó en que no sabía qué estaban diciendo a pesar de que había subido el volumen y de que tenía el aparato en la mesilla de noche, a un palmo de su oído. Se levantó. Eran las tres y media de la madrugada. Se tomó un vaso de leche. Hirvió arroz para llenar una fiambrera. «Tú ten siempre una fiambrera llena de arroz en la nevera», le decía siempre su madre. Por eso, cuando se aburría, hervía arroz y llenaba fiambreras. Ahora se trataba casi de un gesto de supervivencia. Después se sentó en el sofá del salón, con la cajita del test de embarazo sobre las rodillas y la mirada fija en el reloj. Esperaba a que fueran las cinco. Las cinco es aquel momento mágico en que la hora cambia de intempestiva a madrugadora. Desaparece el dramatismo de las deshoras y llega la alegría del mundo por estrenar y la ilusión de que el tiempo nos alcanzará para todo.
En cuanto las angulosas cifras rojas cambiaron en la pantalla digital abrió la caja del test, preparó el bastoncito sobre el que debía orinar y fue hacia el baño caminando muy despacio y con el corazón disparado. Siguió el ritual de siempre. Orina. Tapa. Dejó el test boca abajo y con la caja encima sobre la tapa del váter. No quería estar mirando si sale o no, no quería llevarse el disgusto —otro más— a cámara lenta. Ahora debía esperar cinco minutos, decían las instrucciones. Aprovechó para darse una ducha y tratar de calmarse un poco, aunque era imposible. Hiciera lo que hiciese, aquel sería un mal día. Lo sabía por experiencia.
Envuelta en la sábana de baño, con otra toalla en la cabeza en forma de turbante, retiró la caja de encima del artilugio y le dio la vuelta muy despacio para observar el resultado. Lo primero que pensó: «Me han vendido una prueba caducada». Lo segundo: «Tengo que repetirlo». Se sentó en el váter a buscar la fecha de caducidad. Le extrañó comprobar que todo estaba bien, y que no caducaba hasta unos cuantos meses más tarde. Volvió a revisar el resultado. Había una rayita de color rosa oscuro, tirando a fucsia, junto a otra de color rosa claro. En las instrucciones decía: si aparecen dos rayitas de color rosado —la intensidad varía según la concentración de hormona—, el resultado es positivo. Está embarazada. Lo leyó unas cuantas veces. Positivo. Lo decía bien claro. Positivo. Embarazada. También lo decían las instrucciones y lo decía la rayita más clara. ¿Tenía que decirlo alguien más para que se lo creyera de una vez?
El farmacéutico. Esperó a que fueran las nueve para bajar a la farmacia. No pronunció palabra. Solo dejó sobre la mesa el bastoncito de plástico donde estaba la doble rayita rosa —que con el paso de las horas se había oscurecido—, justo ante la mirada del señor calvo. Reconoció su gesto: alegría. Sonrió de verdad, con los músculos adecuados, y entornó un poco los ojos con sinceridad. Le estrechó la mano y se la retuvo un momento mientras la felicitaba:
—Enhorabuena. Lo has conseguido. ¿Lo sabe ya el padre?
—Aún no. —Sonrió—. Es que a cabezota no me gana nadie.
Al salir de la farmacia fue a casa de su madre. Cristina había traspasado el colmado hacía años y en su lugar ahora había un restaurante japonés. Había conservado el piso que antes estuvo sobre su negocio y desde allí observaba a la gente que pasaba por la calle como antes lo había hecho su suegra, la Reina de la calle Verdi, sentada tras los ventanales. Por eso la vio llegar. Se levantó despacio para abrirle la puerta y antes de dejarla pasar del rellano le soltó:
—Con esa cara que traes o has dejado a tu marido o estás embarazada.
Reina no pudo evitar pensar si no podrían ser las dos cosas.
Contestó:
—Quiero que sea niño.