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Son las nueve y media. Las ocho y media en Barcelona. Quiere llamar a Alberto antes de subir al avión, pero teme despertarle. Le gusta saber que duerme. Los niños crecen mientras duermen, decía siempre Cristina antes de enfermar, y a Reina por las noches le gusta prestar atención al silencio, porque siempre le parece poder escuchar el crujido de los huesos de Alberto, estirándose poco a poco. Es una sensación fantástica tenerle allí, a resguardo, protegido de los peligros del mundo, dejando que el tiempo haga de él un hombre.

Seguro que hoy dormirá un poco más, aunque siempre ha sido muy madrugador. De pequeño se levantaba a las seis de la mañana y entraba en su habitación para decirle con cara de tragedia que se aburría. Reina le enviaba de nuevo a la cama, a dormir un poco más.

—Hasta que sea hora de desayunar, cariño —le decía.

Alberto volvía a la cama protestando, se tumbaba, fingía dar unas cuantas vueltas —solo para enfadar al colchón— y veinte minutos después se levantaba de nuevo, recorría otra vez el pasillo hasta la habitación de su madre y le preguntaba qué había de desayuno.

Las primeras horas del día también eran las de las grandes revelaciones, epifanías que debían de ocurrirle en el tránsito del sueño a la vigilia. Un día apareció a las seis y cuarto y anunció:

—Quiero un hermano.

Reina intentó convencerlo de que volviera a la cama, pero Alberto quería respuestas. ¿Cuándo podría ser? —porque él no solo quería un hermano, también lo quería enseguida—, ¿podría ponerle el nombre?, ¿iría a su mismo colegio?, ¿cuántos años tendría?, ¿debería compartir con él su habitación?, ¿y también sus juguetes?, ¿cómo sería?

Reina comprendió que eran cuestiones demasiado profundas para rehuirlas, ni que fuera por un rato. Se levantó, se fue con Alberto al salón, se sentaron los dos en el sofá y trató de explicarle con todo detalle por qué no podía tener un hermano. Todo se resumía en que Sam y ella habían decidido no tener más hijos.

—Pero si no tenéis ninguno —observó Alberto.

—Te tenemos a ti.

—Pero juntos, no.

—Para nosotros es como si tú fueras hijo de los dos.

—Pero no es justo —prosiguió él, con su lógica de niño de nueve años—. Sam no tiene ningún hijo solo suyo.

—Sam te quiere a ti como a un hijo.

La cuestión del hermano derivó en una preocupación intimista. Cuando Sam se levantó aquella mañana encontró a Alberto sentado en el sofá, serio como un juez en pijama-manta, con la pregunta muy preparada:

—¿Tú me quieres como si fuera tu hijo?

—Sí, claro.

—¿Y por qué?

—Pues porque para mí es como si lo fueras. Te conozco desde antes de nacer.

A veces Alberto se conformaba con las respuestas, pero por poco tiempo. Cuando creían que ya había pasado página, insistía:

—Entonces ¿no quieres tener ningún hijo? ¿Uno solo tuyo y de mamá?

Entre los adultos hubo intercambio de miradas. ¿Qué tipo de instinto, de sabiduría o de intuición tienen los niños para acertar siempre? ¿Cómo podía estar preguntando Alberto justamente eso? Reina se encogió de hombros. Tenían un hijo inquieto, preguntón por naturaleza, tendrían que irse acostumbrando.

—Contigo tengo suficiente, cariño, ¿y sabes por qué? —respondió Sam, tan circunspecto como la ocasión merecía. Alberto meneó la cabeza—. Porque nunca podría querer a nadie tanto como a ti.

Durante un tiempo lo pensaron en serio. Otro hijo. Tal vez una niña. A Reina le divertía imaginarse hablando en plural, mis hijos, como si fuera un juego. El piso era diminuto, ¿dónde pondrían otra cama? No era un gran argumento, pero en realidad lo era. Un argumento provisional, como todos los que inventamos para hablar de cosas definitivas, como añadir a tu vida una persona que, hagas lo que hagas, va a quedarse para siempre. Si ponían otra cama, decían, tendría que ser en el cuarto de Alberto, tapando un poco la ventana. Los dos hermanos tendrían que compartirlo todo: armario, baño, ducha, escritorio, el espacio en el sofá. Que lo hagan, decía Reina, para algo serán hermanos, aprender a compartir es bueno.

Samuel no lo veía claro. ¿Qué ocurriría cuando Félix viniera por Alberto, qué haría el otro? ¿Querría ir con ellos? ¿Y si Alberto entonces quería quedarse?

También podría ocurrir que Félix quisiera llevárselos a los dos, hizo notar Reina. Le encantaban los niños, ya lo había demostrado, seguro que lo intentaría. Ah, no, eso de ninguna manera. Tal vez deberían comentarlo con él, pensó Reina en voz alta. ¿Con Félix? ¿Qué me estás diciendo? ¿Que yo tengo que pedir permiso a tu ex para tener un hijo contigo? ¡Tiene cojones la cosa! ¿Y para qué? ¿Para que también se invente el modo de quitármelo? ¿De llevárselo a las comidas de su familia para presumir de niño delante de su madre? ¡Ni pensarlo! Para eso me quedo como estoy, de Alberto y basta. Además, ¿sabes qué? Mucho mejor así, porque nunca podría querer a ningún otro niño como al mío. Sí, sí, al mío. Puede que acordáramos que no se lo diríamos nunca a nadie, pero supongo que a ti no se te ha olvidado quién es el padre de tu hijo, ¿verdad que no, Reinita de mi corazón?

Verdad que no.

Pues eso. Asunto zanjado.

Todo el bien y todo el mal
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