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Sam activó la geolocalización del teléfono de Alberto el mismo día que le regalaron su primer móvil. Es decir, el día que el niño comenzó secundaria y decidieron que volvería solo a casa porque las canguros ya habían pasado a la historia. Reina le hizo sentarse a la mesa de la cocina, le puso delante un papel y le dibujó el recorrido que tendría que hacer, marcando con diferentes colores los pasos de cebra, los semáforos y las calles sin señalizar que debía atravesar con mucho cuidado. Le contó lo que debería hacer si se perdía —«para eso llevas el móvil»— mientras el niño la miraba con cara de tener que soportar aquel rollo si quería ganarse su libertad. Aunque fuera una libertad tan escuálida y poco estimulante como la de ir solo a la escuela.

Alberto enseguida se aprendió el recorrido, el horario e incluso las líneas de autobús. A Reina, en cambio, le costó un poco más acostumbrarse a que ya no hacía falta ir a recoger al niño, ni llevarle a ningún lado, porque ahora se autodesplazaba. Le costó días superar el vuelco que daba su corazón cada tarde a las cinco, cuando el instinto le avisaba de que era la hora de ir a buscar a su hijo pero la razón le recordaba que ya no hacía falta. También la extrañeza de despedirle en ropa de andar por casa. «Adiós, adiós, hasta luego, ve con cuidado», y Alberto cerraba la puerta y ella se quedaba ahí, después de doce años de no dejarle nunca solo, alelada. Como si no supiera que en cuanto los hijos empiezan a caminar ya quieren marcharse, y que ser madre consiste en permitir que lo hagan, siempre a la distancia adecuada a cada momento.

Pero con la geolocalización era diferente. Ese invento moderno les permitía ejercer de padres histéricos a cualquier hora y a cualquier distancia. Si el niño tardaba cinco minutos más, Sam ya le estaba enviando a Reina un mensaje informativo: «Está en la plaza Lesseps, por la velocidad parece que va en autobús». A veces, el mensaje de Alberto y el de Sam coincidían. «Mamá, he subido al bus con retraso, estoy en la plaza Lesseps». A pesar de que Sam le tenía controlado en todo momento, cuando ya estaba en casa le gustaba saberlo. «Ya está aquí», le informaba ella. O, si se olvidaba, él se apresuraba a preguntar: «Ha llegado, ¿verdad?», aunque ya lo sabía gracias a las pantallas.

Eran la peor pesadilla de un hijo. Que tus padres siempre sepan dónde estás y a qué ritmo te mueves por la vida. Cuando Reina era pequeña lo temía, fantaseando con que pudiera existir algo tan maléfico. Ahora existía. Pobres generaciones de hijos controlados por satélite.

Por suerte, aquella obsesión del principio se les fue pasando. Se acostumbraron a que su hijo se desplazara por el mundo. Hasta hoy. Hoy desearían otra vez saber dónde está, qué hace, qué camino toma. No tanto a qué velocidad se mueve: les bastaría con saber que se mueve. Que el teléfono aún emite señal. Que no lo ha triturado ningún tren. Porque si el teléfono está vivo, Alberto también.

Todo el bien y todo el mal
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