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«Reina, necesito hablar contigo como sea. Ya sé que ayer me mandaste a la mierda más o menos para siempre, eso lo entendí, pero tengo problemas con el hotel y no consigo resolverlos yo solo. Por favor, llámame cuando puedas».
Es un mensaje de Tom. Hace unos días, al guardar su número en la agenda del móvil, decidió utilizar un nombre que no levantara sospechas. Que no levantara las sospechas de Sam, claro. Por eso, en la parte superior del hilo de la conversación pone Mr. Miller, un nombre completamente invisible en una agenda, la suya, repleta de nombres de personas extranjeras. Al lado aparece una foto de perfil donde se ve una palmera y una playa de aguas cristalinas de color turquesa. Este Mr. Miller bien podría ser cualquier encargado de recursos humanos de cualquier empresa del mundo. La acción de falsear una personalidad en la agenda del móvil podría considerarse el primer paso de una infidelidad consumada.
Reina pulsa el icono del teléfono que aparece en la parte superior derecha. Llamando. Tomás debía de tener el aparato en la mano, porque contesta al instante.
—Gracias por llamarme, Reina. Vaya marrón.
—¿Qué pasa?
—Hace un momento he bajado a desayunar. La señorita de la puerta, aquella que se coloca detrás del atril y toma nota de los números de las habitaciones, me ha preguntado el mío, como ayer. Solo que hoy, al consultar la lista, me ha informado de que no tenía el desayuno incluido en el precio de la habitación. Le he dicho que debía de ser un error, porque ayer desayunamos dos personas, solo que tú habías tenido que marcharte por motivos personales. Lo ha revisado y me ha dicho: No es ningún error, señor Moliner. Debería pasar por recepción. Allí se lo explicarán. Ha habido cambios en las condiciones de su reserva, lo lamento mucho. He acudido a recepción de inmediato, claro, cagado de miedo. Allí me han dicho que Newzer ha cancelado la reserva. Significa que han llamado al hotel para decir que solo van a hacerse cargo de las noches en que tú has dormido aquí y que el resto de la factura es cosa mía. He preguntado a cuánto asciende el resto de la factura, para saber de qué tipo de desastre estábamos hablando. ¿Sabes cuánto me han dicho?
—¿Unos tres mil?
—¡Tres mil seiscientos euros, desayunos incluidos! Es una locura, Reina. Yo no puedo pagar ese dinero. Y aunque pudiera, hostia, no es razonable. ¿Cómo se lo voy a contar a mi compañera?
Hasta ahora Reina no sabía que Tomás tenía una compañera. Sabía que en algún momento tuvo mujer, como todo el mundo, más o menos. Luego, en algún momento, debió de divorciarse. Y se emparejó de nuevo, también como todo el mundo. ¿Se parecen su mujer y su nueva pareja? ¿Alguna tiene algo en común con ella? ¿Con cuál de las dos habría podido fraguar una amistad auténtica? Qué estupideces piensa. Además, qué más da. Todo esto son datos que solo sirven para profundizar en el conocimiento del personaje. Si no fuera que el personaje está a puntito de salir de escena y ya no vale la pena profundizar en él.
—Déjame ver si puedo hacer algo —le tranquiliza.
—Hazlo, Reina, por favor. Es una pesadilla. Si llego a saber que esto acabaría así me habría quedado tranquilamente en Barcelona, esperándote. ¡Tres mil seiscientos euros! ¡El polvo más caro de mi vida! Ni que me lo hubiera gastado en putas de lujo.
Cuando las cosas se estropean, las palabras también se estropean.
Reina piensa que tiene bien merecido este comentario. Es el justo castigo por follarse a un imbécil.