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El personal assistant americano del señor Mirchandani le hizo llegar un dosier con los perfiles de los quince candidatos a ocupar el cargo de nuevo director del departamento legal de Newzer y le preguntó qué necesitaba para la ronda de entrevistas. Ella pidió un par de cámaras conectadas a un ordenador, el salón de baile del hotel Athenee y una ayudante guapa, joven, a sus órdenes, a quien ella diría cómo debía ir vestida y qué debía hacer en cada momento. Las cámaras, la ayudante y el hotel de lujo formaban parte de una misma estrategia, que nunca le ha fallado.
Los candidatos, todos hombres, todos gallos de sus respectivos gallineros, todos muy seguros de sí mismos, llegarían a la strada Episcopiei, entre la plaza de la Revolución y la avenida de la Victoria, y atravesarían la puerta principal del Athenee. Nada más entrar quedarían atrapados por la visión de las columnas dóricas y los mármoles geométricos del vestíbulo de estilo Belle époque, más o menos como debieron de quedar los reyes y reinas, espías, diplomáticos, artistas de Hollywood y gente de la alta sociedad que frecuentaron este lugar a principios del siglo XX. El salón de baile, grande, cuadrado como un claustro, abundante en ornamentos dorados, de suelos alfombrados y esponjosos y cubierto por una gran cúpula de cristal multicolor, quedaba al fondo. Para llegar hasta allí había que someterse primero a los efectos del vestíbulo. Y justamente a la entrada del salón de baile, muy sonriente, preparada para hacerles esperar un cuarto de hora en una butaca estilo Luis XIV, les recibía la joven y preciosa Cordelia, con minifalda, medias oscuras y un escote en el que era imposible no fijarse.
Reina está convencida de que la belleza y el lujo transforman a las personas. Les hacen actuar de manera diferente. Algunos menguan, otros se hinchan. Ella los estudia cuando creen que nadie los mira. Mientras esperan, se ponen nerviosos, resoplan, hacen llamadas indiscretas o, simplemente, observan con calma el móvil y se comportan de un modo adecuado. Alguno de verdad excéntrico saca un libro y se pone a leer, tan tranquilo. Todo queda grabado en el disco duro del ordenador de la compañía, que Cordelia se habrá encargado de conectar. Después ella comparará las reacciones de los candidatos a solas con las respuestas que dieron en la entrevista. Buscará coincidencias pero, sobre todo, divergencias. Los resultados a veces son muy interesantes.
Los responsables de recursos humanos le dijeron a todo que sí, como siempre. Ella se instaló en una pequeña sala anexa al salón de baile. Su portátil y su tableta (ya era del todo incapaz de tomar notas a mano) en una mesa auxiliar. Con la tableta, disimuladamente, siempre toma fotografías que más tarde adjunta a sus informes. Los candidatos esperaban en el suntuoso salón hasta que Cordelia les avisaba, siempre quince minutos más tarde de la hora de la cita. Algunos de los que habían protestado durante el tiempo de espera saludaban a Reina con una sonrisa encantadora. Primer elemento a observar: el apretón de manos. La gente no se imagina cuánta información transmite un simple apretón de manos. Si la palma mira hacia abajo, significa carácter dominante. Si mira hacia arriba, sumisión. Las personas que estrechan la mano del otro con fuerza son de las que marcan territorio. Saben que son líderes y quieren demostrarlo. Los que encogen la espalda y dejan caer una mano floja son dóciles y poco capaces de liderar nada. Reina sabe que la información que los candidatos proporcionan con un apretón coincide punto por punto con lo que dicen durante la entrevista. Por eso apunta cada detalle. De Ulf Everink apuntó: dominante, seguro, ausencia total de nerviosismo, pleno dominio de sí mismo, ego enorme.
Ulf Everink vestía un traje de marca, caro, con un chaleco clásico y una corbata atrevida de color verde pistacho. Tenía la piel morena y curtida por el sol. Peinado impecable modelado con fijador, zapatos lustrosos, reloj impresionante, pluma estilográfica de oro en el bolsillo superior derecho y pequeño pendiente en la oreja izquierda. Azul, acaso solo por casualidad a conjunto con sus ojos. Preciosos, por cierto. Incluso Cordelia se dio cuenta. Un diez. Alguien que cuida las apariencias tanto como el saludo porque sabe que son las dos cosas en que primero se fijan quienes nos ven por primera vez.
Los primeros quince minutos Reina siempre los dedica a hablar de temas triviales. ¿Le gusta la ciudad? ¿Había estado alguna vez en Rumanía? ¿Le molesta que haga tanto frío? ¿En qué hotel se aloja? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué planes tiene para esta tarde? En una entrevista no hay que tener prisa por comenzar —suele aconsejar en las conferencias que imparte a menudo—; cuanto más tiempo dediquemos a las preguntas iniciales más información obtendremos sobre el candidato y mejor podremos establecer una línea base de comportamiento que nos permita más tarde comparar sus reacciones ante las preguntas calientes. Reina lee personas como otros leen libros. Pueden mentir con las palabras, pero no con los gestos o las expresiones —le gusta remarcar también—; ante la duda acerca de cuál de los dos es cierto, siempre prevalece el lenguaje no verbal. Es mejor grabarlo todo y que quede constancia. Así se evitarán problemas posteriores en caso de que alguien mienta sobre lo que dijo en la entrevista, pero sobre todo podrán revisar la grabación tantas veces como sea necesario para analizar en frío todas las respuestas.
Ella siempre lo graba todo. Desde el primer segundo. Por eso se puede permitir no parecer muy atenta durante la entrevista. Los candidatos se relajan si ven que no los miras fijamente. También en el primer minuto comienza a redactar el informe confidencial que más tarde entregará a la compañía. Apunta en él todos los detalles que cree importantes. Acompaña sus informes de un documento encriptado que contiene su elección. «Sugiere» a quienes según ella reúnen mejores aptitudes para el cargo —normalmente un candidato y un suplente, por si acaso—, que suelen ser también quienes demuestran mayores concordancias entre lo que son y lo que dicen ser. Nadie duda de su criterio. Su opinión es la que cuenta. Siempre acierta. Las grandes empresas se la disputan. Para Newzer ha trabajado en una veintena de ocasiones.
Del proceso de selección que ha tenido que interrumpir, una de las pocas cosas que tiene claras es que su candidato no habría sido Ulf Everink. Demasiadas discordancias. No respondió las preguntas cerradas, esas en las que se espera que los candidatos solo digan sí o no. Fue evasivo. Demostró poca emotividad, incluso ante las preguntas calientes. Cuando volvió a preguntarle lo que no le había quedado claro, le creó más dudas. Y cuando al final le espetó si había sido sincero en sus respuestas y si quería cambiar alguna —una pregunta que descoloca a todos los candidatos—, él contestó: «Me parece bien así. Al fin y al cabo, la sinceridad depende del punto de vista, ¿no cree?».
Presentaba, como todos, un currículum impresionante. Treinta y cinco años. Soltero. Aficionado a: viajar, el surf, las plumas estilográficas. Doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia, másteres en Derecho Penal y Criminología, especializado en delitos contra la libertad sexual y contra la vida; últimamente máster en Derecho Administrativo y Gestión de Empresas, experiencia personal demostrable como abogado de por lo menos dos grandes multinacionales y, más tarde, como directivo en dos cargos de alta responsabilidad. Actualmente dirigía un equipo de doscientas personas. Ganaba más de quinientos mil euros al año, seguro médico aparte. Perfectamente apto para el cargo. Su motivación confesa para buscar otro trabajo era: «Tantear cómo está el mercado y ver si puedo cambiar de aires». Uno de sus lemas: «Los cambios son buenos». En principio, su motivación para mentir debería ser escasa.
—¿De los delitos sexuales a la gestión de empresas no hay un camino muy largo?
—Sí. Podría hacer una broma gruesa, pero ante usted no estaría bien.
—¿Porque soy una mujer?
—No. Porque es la encargada de la selección y quiero el puesto.
—No me ha contestado.
—Tiene razón. Me aburro si hago siempre lo mismo. Una vez sé cómo funciona un mecanismo, me canso de él. Quizá no debería expresarlo de este modo.
—Veo que ha dirigido departamentos grandes. ¿Cómo se siente cuando tiene que despedir a alguien de su equipo?
—No me lo planteo. Lo hago y punto. Procuro que los sentimientos no condicionen mis decisiones ni mi manera de trabajar. —Acababa todas las respuestas con una sonrisa de superioridad y, sin embargo, resultaba encantador.
—Creo que en 2014 su empresa despidió a más de mil trabajadores en todo el mundo. Supongo que a usted también le tocó despedir a alguno. Le debió costar no implicarse emocionalmente.
—Mire, ya hace tiempo que tengo un lema, tanto en la vida como en el trabajo: «Si te cuesta hacer algo, hazlo y punto». Lo que quiero decir es, no hace falta que pienses, no hace falta que sufras, no hace falta que te preocupes. Hazlo. Es tu obligación. Para eso me pagan. ¿Cree que habría llegado hasta aquí si tuviera que plantearme todas y cada una de las decisiones que tomo? Usted seguro que debe saber cómo es de… —«Piernas cruzadas», «manos juntas sobre la rodilla», «ausencia casi absoluta de gesticulación», «ningún gesto evidente de contrariedad»—… y sobre todo, no sabría cómo justificarlo delante del presidente, el señor Bross, que espera de mí que le resuelva problemas, no que le genere nuevas… —«nunca se debe interrumpir al candidato cuando habla, hay que dejar que se explique, pero es importante apuntar las incoherencias que detectemos en su discurso»—… y no, precisamente, si los trabajadores se han disgustado o no, sino si han abandonado su puesto del modo y en el término más conveniente. Más conveniente para la compañía, por supuesto. ¿Era eso lo que quería saber?
—Perfectamente, señor Everink. ¿Dice que el señor Bross es su superior?
—Sí.
—¿Le importaría entonces si le pido referencias sobre usted?
Un momento de duda. Sonrisa. Ningún otro gesto. Finalmente:
—Si lo cree necesario.
—¿Eso es un sí?
—Sí.
—De acuerdo.
—¿Cómo se siente cuando pierde un caso importante?
—Mal. Soy humano.
—¿Ha perdido muchos?
—¿Es poco modesto decir que muy pocos?
—¿Qué hace cuando uno de sus abogados pierde un caso importante?
—Me siento con él e intento averiguar qué ha ocurrido.
—¿Cree que puede ganarlo todo?
—Por supuesto que no. —Sorpresa, enfado leve—. Pero hay muchas maneras de perder. Siempre ha de ser de la mejor manera posible.
—¿La ley es perfecta?
—La ley, sí. Los que la aplican, nunca.
—Por tanto, ¿el derecho es justo si se aplica la ley?
—La ley es como el fútbol (que odio). Gana quien mejor ataca o quien mejor se defiende. La justicia no juega.
«Discurso inteligente», «adecuación al entorno», «ausencia de duda», «profesional».
La primera de las preguntas calientes era evidente con solo mirar el currículum:
—¿Podría decirme qué hizo entre los años 2002 y 2009?
Una pausa de tres o cuatro segundos. Sorpresa. Evitación visual (por primera vez). Una sorpresa mayúscula. En cambio, no podía ser que Ulf Everink no esperara la pregunta. ¿Entonces?
—¿Qué hice? —Maniobra para ganar tiempo: repetir el enunciado.
—Sí. —Sonrisa de Reina—. En su currículum no dice nada.
—Me tomé un periodo sabático.
—Bastante largo.
—No lo niego. Lo necesitaba para hacer lo que deseaba hacer: la vuelta al mundo, con calma. Fueron unos años muy intensos.
—¿Se lo pudo permitir?
—Tenía ahorros. Y una herencia, que me pulí.
—¿De algún pariente cercano?
—De mi padre.
—¿Y por qué decidió volver a trabajar?
—Se me acabó el dinero. —Sonrisa, omisión de contacto visual—. Y echaba de menos mandar.
—¿Mandar?
—Soy adicto al poder. Disfruto dando órdenes. ¿Cree que es malo?
—A priori no hay nada malo ni bueno. ¿Dice que le gusta viajar solo?
—Sí.
—¿Se considera un solitario?
—No demasiado.
—Es soltero. ¿No se ha casado nunca?
—No. Me cuesta encontrar a alguien que me aguante. —Sonrisa encantadora, premeditado.
—¿Vive solo?
Párpados superiores ligeramente laxos. Pérdida (momentánea) de foco ocular. Tristeza. Punto caliente. Reina toma nota.
—Sí —dice él.
—¿Siempre ha sido así?
—No. —Sonrisa.
¿Es un punto caliente o no lo es?
—¿Cuándo fue la última vez que convivió con alguien? —insiste Reina.
—Hace tiempo.
—¿No le gusta hablar de ello?
—No.
—¿Le importa si le pregunto por qué motivo?
—No acabó bien.
—¿Es esa la razón por la que no quiere volver a emparejarse?
—Es la razón por la que estoy solo. No es exactamente lo mismo. —La mano izquierda se cierra en un puño. Podría significar nerviosismo, pero también ocultación de información. Quizá las dos cosas.
«Gran autocontrol ante impactos emocionales», escribe ella en su informe. «Dificultad para establecer puntos calientes en la conversación».
—Le gusta el surf.
—Mucho.
—¿Algún lugar preferido?
—Depende de la época del año.
—¿Si lo decidiera ahora mismo, por ejemplo?
—Sunset Beach, Hawái.
—¿Se considera bueno?
—Me defiendo.
—¿Entrena a menudo?
—Últimamente no tanto. Había entrenado mucho.
—¿No compite?
—No me interesa ese tipo de competición.
—¿Por qué no?
—Si practico surf es para relajarme. Para competir tengo el trabajo.
—Hábleme de plumas estilográficas.
—¿Qué quiere saber?
—En qué consiste ser aficionado a ellas.
—Pues en no gran cosa. Gastarse fortunas de vez en cuando. Perseguir marcas que ya no se fabrican. Estar suscrito a una revista especializada que no conoce nadie. Comprar tintas por Internet. Ah, y hacer limpieza cada sábado.
—¿Limpieza?
—Sí, de plumines y émbolos. Si las plumas no se limpian, se atascan.
—Si quisiera comprarme una estilográfica, ¿cuál me recomendaría?
—Ninguna. Usted es zurda. Los zurdos se ensucian con la tinta fresca cuando escriben. Mejor use bolígrafo.
—¿Sabe que nunca me lo había planteado?
—Por supuesto. Porque no le gustan las plumas.
Sonrisa.
—¿Cuál cree que es su mayor defecto?
Achinó los ojos y apretó los labios. «Sorpresa».
—No esperaba que me preguntara algo tan obvio. ¿Qué quiere que le diga? ¿Lo que dice todo el mundo? ¿Que soy demasiado perfeccionista?
—Dígame la verdad.
—Muy bien. Tengo un genio de mil demonios. Pero estoy aprendiendo a controlarme.
Quién sabe si es verdad. No hay carga emocional.
—¿Y cómo lo hace?
—Voy a clases de meditación. Ahora cuando me enfado respiro profundamente.
—¿En lugar de…?
—En lugar de lanzar cosas por la ventana.
—¿De verdad lanzaba cosas por la ventana?
—Incluso sillas. Una vez lancé una sobre un taxi y tuve que pagarle un techo nuevo. Eso sí que debe de ser malo, ¿verdad?
Reina rio. Rara vez lo hacía, en las entrevistas. Los candidatos se lo tomaban todo siempre demasiado en serio. Ulf, no. Ulf no se sabe cómo se lo toma.
—¿Diría que es una persona violenta? —continuó con las preguntas tópicas. Le gusta incluir unas cuantas. Deja a los cretinos fuera de juego.
—¿Hay alguien que no lo sea? Bajo las circunstancias adecuadas, quiero decir. —Ojos fijos en ella, perturbadores.
—Si un día ve que tiene mil correos electrónicos en su bandeja de entrada pero solo puede contestar cien, ¿qué hace?
—Qué pregunta más curiosa.
Media sonrisa. «Menosprecio», «superioridad moral». Por fin una emoción. Iban por buen camino. Pero Ulf no le ponía las cosas nada fáciles.
—¿Y bien?
—Respondería los más urgentes. Los que vienen de arriba. Los de los clientes a quienes hay que tener satisfechos. Los de los tocacojones de turno. En cada empresa hay unos cuantos de cada.
Apretaba los labios. Por un instante, a Reina le pareció percibir una ligera dilatación de las aletas nasales.
La entrevista duró el doble que las de los dos candidatos anteriores. Era necesario entretenerse en casos tan difíciles como el de Ulf Everink. No era exactamente una pérdida de tiempo, pero casi.
Se despidieron tan cordialmente como al principio. El segundo apretón de manos fue calcado al primero.
—Espero que pronto me dé buenas noticias —dijo él, señalando al ordenador de Reina con la mirada—. Supongo que no me puede avanzar nada, ¿verdad?
—Me temo que no, señor Everink. La información es confidencial y no se pu…
—¿Me ajusto a lo que buscan?
«Impulsivo», «inadecuado», «quizá inmaduro».
—Le mantendremos informado. Disfrute de su visita a Bucarest. Gracias por su tiempo.
Un segundo y medio de vacilación. Un gesto violento con la mano. ¿Una debilidad? ¿La rendija por donde transpira la honestidad? ¿Una pequeña pérdida de control? Quién sabe.