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A principios de 2001 la revista Psychological Science publicó un artículo titulado «Microexpresiones faciales y detección de la mentira en la selección de personal». Lo firmaba una psicóloga desconocida hasta entonces en el mundo académico, de nombre Reina Gené. Un mes y medio más tarde, el director de recursos humanos de la filial japonesa de Newzer consiguió su teléfono a saber dónde y la llamó para proponerle dar una conferencia sobre el tema en la próxima convención de altos cargos de la empresa, que se celebraría en Kioto a principios del mes de septiembre. Le ofrecían el trato habitual, pero entonces era la primera vez y se sorprendió al saberlo: billete en primera clase para ella y un acompañante, estancia en un hotel de cinco estrellas, entradas para asistir a una representación de Bunraku y todos los gastos pagados. Además, claro, de unos honorarios más que generosos.

Antes de aceptar buscó si las compañías aéreas permitían viajar a mujeres embarazadas. La mayoría no ponía ninguna dificultad hasta la semana treinta y dos, siempre y cuando el embarazo no fuese múltiple. Algunas solicitaban una autorización médica. Contenta, telefoneó a Sam, con quien flirteaba, se acostaba, mantenía largas tertulias y compartía momentos de profunda ternura —sin que ningún aspecto le gustase ni más ni menos que los otros— y le propuso que la acompañase. ¿A Japón? ¿Lo dices en serio? Y ella contestó que sí, muy en serio: comerían sushi, harían turismo, verían templos y geishas y por las noches follarían como locos. ¿Le parecía un buen programa? A él se lo pareció.

Se lo pasaron en grande cumpliéndolo al pie de la letra. De los templos que visitaron lo ha olvidado casi todo, excepto aquel aire de mística y caduca belleza que lo hacía todo tan único, y el pabellón dorado sobre el lago del templo de Kinkaku-ji, uno de los lugares más bellos que haya visto jamás. Aún lo estaba contemplando y ya se entristecía de tener que dejar de hacerlo. Por suerte, la memoria también tiene ojos. Y la suya repara en que fue justo allí, delante de aquel lago como un espejo y aquel edificio recubierto de oro, donde empezó a conocer un poco mejor a Sam, y donde permitió que él la conociese también. Kioto debía de tener parte de la culpa, claro. Nadie es inmune a tanta belleza. Además, la lejanía era una forma de anonimato que les era propicia. Por las noches, lo que pasaba entre las sábanas de la habitación del hotel de cinco estrellas le parecía tan único y hermoso como el templo sobre el lago. Estaban en un mundo paralelo donde todo era perfecto. Durante esos días no pensó ni una sola vez que aquello podía terminarse. Todo lo contrario; la primera vez que se atrevió a imaginar que Sam podía quedarse con ella fue en Kioto. A veces hace falta alejarse para ver claro lo más cercano.

Pasó muchos nervios antes de la conferencia, y eso que la preparó a conciencia, y, además, su nombre comenzaba a asociarse con el lenguaje no verbal y la detección de la mentira, dos de las disciplinas que más la apasionaban desde antes de estudiar Psicología. Después de la publicación de aquel artículo en la revista especializada más prestigiosa de su pequeño mundo, algunos profesores de universidades americanas la habían citado en sus trabajos académicos o la habían incluido en la bibliografía de alguna tesis, o la habían telefoneado para consultarle algún aspecto. Y a medida que toda esta bola de prestigio universitario se hacía más grande y más redonda, su actividad profesional se beneficiaba de ello. La llamaban para impartir cursos, charlas o clases magistrales. Al principio estaba encantada y lo aceptaba todo. Más tarde se dio cuenta de que debía aprender a negarse. Ahora podía escoger, un privilegio que la fortuna reserva tan solo a unos cuantos escogidos, y que caduca con mucha rapidez.

La conferencia salió mejor de lo que preveía. Se sintió segura en todo momento, añadió detalles de su cosecha que no llevaba escritos en la presentación e incluso osó parecer un poco más informal de lo que la mayoría esperaba, sin perder ni por un momento el rigor ni la profesionalidad. No bromeó, porque el auditorio estaba formado por gente demasiado diversa —asiáticos, caucásicos, mediterráneos, amerindios, africanos, afroamericanos— y había aprendido que la ironía no es exportable. Cuando terminó recibió una ovación algo más larga de lo que esperaba. Durante todo el día agradeció felicitaciones de los jefes de recursos humanos de las diferentes filiales de Newzer en todo el mundo.

Durante la comida, el presidente ejecutivo, Anand Mirchandani, no dejó de hacerle preguntas. Se mostró muy sorprendido, ciertamente, de que una persona tan joven aportase tanta sabiduría a un asunto tan útil como el de la selección de personal. Su punto de vista era innovador y permitía todo tipo de aplicaciones prácticas que abrían nuevos horizontes. Y no solo en el mundo empresarial, donde podía llegar a ser revolucionario, ciertamente, sino en todos los ámbitos de la existencia, empezando por las relaciones personales e incluso íntimas. El presidente ejecutivo estaba muy interesado en saber si ella era capaz de interpretar todo lo que veía en el rostro de las personas, e incluso la puso a prueba:

—A ver, qué emoción de estas que usted dice que son primarias y que están perfectamente codificadas estoy expresando ahora mismo.

Y ella le dijo.

—Ninguna.

Y de inmediato añadió:

—Ahora, sorpresa.

Él le respondió, admirado.

—Ciertamente, señora Gené, sus métodos de trabajo me interesan muchísimo, pero muchísimo.

Centró casi toda la conversación sin poder hacer nada por evitarlo, porque en cuanto el tema se agotaba, el señor Mirchandani lo resucitaba con nuevas dudas y más entusiasmo. En algún momento entre el primer y el segundo plato le preguntó si estaría dispuesta a impartir un curso de formación a sus jefes de recursos humanos. Y antes de que llegara el postre ya le había preguntado si podía contar con ella de cara a los procesos de selección importantes.

Es decir, tuvo la suerte de caerle en gracia al presidente ejecutivo. Fue el principio de la mejor etapa de su carrera. Por eso no necesita pensarlo. Recuerda perfectamente todo lo que le pasó en aquel viaje, durante aquella primera cena y también aquella noche, en la suite del hotel. Se acuerda de que allí empezó a querer a Sam y deseó no tener que verlo con la memoria, sino tenerlo cerca para siempre, podía ser. Y todo ligado a la conferencia que le salió tan bien y a las preguntas del presidente ejecutivo, que no se callaba, y que cuanto más hablaba más entusiasmado parecía. Por tanto, si quisiera, podría responder con enorme precisión cuánto tiempo hace que trabaja para Newzer y también cuándo y de qué forma conoció al señor Mirchandani.

Todo el bien y todo el mal
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