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Durante años la amistad entre Alberto y Arnau se basó en matar zombis en línea y morirse de risa por todo —incluidas las asignaturas de la ESO, que estudiaban juntos—. Superaron más o menos al unísono todas las fiebres de la edad, empezando por esa manía de hablar a gritos que les dio de golpe. También la primera noche que ambos bebieron más de la cuenta o la repentina urgencia por apuntarse a un gimnasio. A pesar de todo, eran muy distintos. Alberto siempre tuvo claro qué quería estudiar; Arnau desesperó a sus padres con sus indecisiones hasta el último momento. Arnau ya se obsesionaba con las chicas cuando Alberto solo pensaba en resolver el Petaminx, el cubo de Rubik más complicado de todos; Alberto escogió un bachillerato artístico y Arnau se resignó a cursar el social, con la mirada puesta sin mucho convencimiento en la carrera de Derecho; ambos se apuntaron a un gimnasio, donde Alberto se esforzaba en la sala de musculación mientras Arnau hacía piscinas y más piscinas. Ambos descubrieron a la vez la moda del pádel, tomaron clases con el mismo entrenador, y más tarde —era normal— formaron pareja y participaron en alguna competición modesta, para empezar, donde no hicieron mal papel. Cuando acababan los partidos a Arnau le gustaba relajarse diez minutos en el jacuzzi y Alberto se iba corriendo a su casa a ducharse. Cuando terminaron la secundaria, después de un viaje de fin de estudios a Londres en que no se separaron ni un minuto, Alberto cambió de instituto. Ahora estaban muy ocupados, y no solo de lunes a viernes. Ya no les quedaba tiempo para jugar en línea, siempre tenían que estudiar, o leer, o hacer un trabajo urgente. Se les había pasado la edad de celebrar fiestas de cumpleaños. Empezaban a pensar seriamente en la universidad, qué vértigo, y en la vida que llegaría después, repleta de incógnitas. Ahora solo compartían la pista de pádel y el vestuario del gimnasio, y eso solo de vez en cuando, porque el mundo a su alrededor era cada vez más rápido y complejo. Más adulto. Si alguna vez coincidían, volvían juntos un tramo, por las calles desiertas. Hablaban, sobre todo, de estrategias para sobrevivir sobre un tejado rodeado de muertos resucitados, de cómo conseguir un lanzagranadas custodiado por un gigante podrido o de cómo las pelotas que rebotan en el ángulo del cristal de atrás son casi imposibles de devolver. Aún reían y aún hablaban demasiado alto. Muy de vez en cuando, Arnau aún visitaba a Alberto. Se encerraban en la habitación a jugar. A veces estaban tan revolucionados y reían tan fuerte que Reina y Sam, en el comedor, tenían que subir el volumen del televisor.
Todo eso duró hasta que un día Arnau le dijo:
—¡Tengo una noticia bomba, tío! Tengo novia.
Las expectativas momentáneas que había levantado la primera parte de la frase fueron aplastadas por la continuación. El amigo hacía como todos: tenía novia, quería tenerla, le gustaba tenerla, incluso le gustaba hablar de que la tenía. Alberto no entendía nada. No entendía cómo había podido ocurrir una cosa así.
Aquel día no hablaron de videojuegos, ni de pelotas imposibles. Solo de la novia de Arnau, que se llamaba Ona y que era guapa, y tenía unos pechos puestos no-sé-cómo, iba a ballet y llevaba el pelo azul y largo y seguro que todo lo hacía bien, porque Arnau no paraba de repetir que era la leche y que hostiaputatío, cómo se podía haber fijado en él una pava como ella. Daba saltitos de emoción y le brillaban los ojos cuando hablaba de ella, como cuando en el juego en línea llegaba el helicóptero y les rescataba del tejado dejando a los zombis sin almuerzo. Y a continuación lo repetía todo: los pechos, el pelo azul, el ballet, la leche, hostiaputatío y los saltitos. Alberto, aburrido y decepcionado, prefería no prestarle demasiada atención. No hacía más que pensar que había perdido a su mejor amigo.