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«¿Has leído los comentarios que hay debajo del vídeo? Mira la foto que te envío».
El mensaje de Sam demuestra que por ahora el único punto de encuentro posible es Alberto. De lo demás, mejor no hablar. Es feo, turbio, duele. Quizá encontrarán el momento. O quizá no.
La foto que envía Sam es la captura de pantalla de un chat donde alguien ha abierto un hilo titulado «Puta Parra». Los comentarios más jugosos son de un tal Rick93_especialista y de un tal StuntRigger. Los dos hablan como si la conocieran bien. El conocimiento que Reina tiene del mundo que se esconde tras el glamur de las películas es gracias a su hijo. Por él sabe que un stunt rigger es un operador especializado en aguantar a los actores que cuelgan de cables y poleas en las escenas de vuelo y saltos. Quizá bajo este pseudónimo se esconde un profesional de la productora o un colega de trabajo.
Espera a que Sam le envíe el enlace con la conversación completa y entra a cotillear.
Rick93_especialista: «Esta tía es una adicta al sexo peligroso. Sé de buena tinta que le gusta contratar prostitutos. Es de las que piensan que los profesionales dan menos problemas y se preocupan más por la satisfacción de las clientas que los meros aficionados. Me han dicho que a veces también prostituye a sus mancebos no profesionales, pero de eso no estoy seguro».
No puede ser. Eso no puede tener nada que ver con ella, ni con Alberto. Menos todavía con él. Su Alberto.
Continúa leyendo, llena de curiosidad aunque muerta de miedo. Busca, pero no quiere encontrar. Le da pánico encontrar.
PurplePink: «Estáis colgados, tíos. Creo que le tenéis envidia. Una mujer triunfadora nunca puede serlo por méritos propios, ¿verdad? Siempre tiene que haberlo conseguido de manera sospechosa o no estáis contentos. Sois unos cerdos y unos machistas».
Rick93_especialista: «No hablamos de las mujeres en general, PurplePink, sino de esta mujer en particular. Y te puedo asegurar que todo lo que se ha dicho se queda corto. ¿Verdad que si estuviéramos hablando de un director de cine de más de cuarenta años que se tira a una estudiante de diecisiete no te parecería raro? Este es el mismo caso, pero al revés. Quizá eres tú quien tiene prejuicios».
PurplePink: «¿Prejuicios? ¡Pero qué dices! ¿Cuántas mujeres conoces que abusen de hombres, jóvenes o mayores? ¿Y cuántos hombres que abusen de mujeres? Pues me parece que ya está todo dicho».
FlyingCat: «Querida PurplePink (por cierto, ¡qué gran pseudónimo!), aunque tienes razón cuando insinúas que los hombres abusan mucho más de las mujeres que al revés, déjame recordarte que todas las estadísticas tienen sus excepciones (si no, no sería tan difícil hacer estadísticas). Yo, por ejemplo. Yo soy uno de los hombres de los que abusó Esther Parra. Si tienes un momento, me gustaría contarte mi historia. Ya te aviso que no te va a gustar.
»Yo era alumno suyo. Un estudiante de primero de interpretación que había decidido completar su formación aprendiendo técnicas de especialista de cine. El mercado de trabajo está muy complicado. Por eso los actores tenemos que formarnos tanto como podamos. Cuanta más disciplinas domines, más posibilidades de trabajar tendrás en un mundo con tanta competencia. Elegí su escuela porque era la más prestigiosa. El curso duraba cuatro meses. El segundo día se presentó en clase, dijo que para conocernos, y nos dejó a todos con la boca abierta y medio enamorados de ella. Es una mujer sexy, con un cuerpo increíble a pesar de su edad, con mucho estilo, y ese aire fascinante de estar de vuelta de todo. Nos dijo que seguiría de cerca nuestros progresos y nos animó a darlo todo. Después se marchó, marcando el ritmo con sus tacones de aguja y moviendo un trasero enfundado en unos pantalones ajustadísimos. Creo que no hubo nadie en la sala de ensayos que no se quedara embobado mirándole el culo.
»Ni una semana más tarde me llamó a su despacho, se suponía que para hablarme de una producción franco-alemana de la cual ella iba a ser directora de acción. Estaba buscando a los mejores, y quería gente joven y con poca experiencia, dijo. Que no tuvieran vicios adquiridos y pudiera modelarlos a su manera, comentó. Me hizo creer que en esos días se había fijado en mí, que le gustaba mi coraje —siempre he estado un poco zumbado— y que tenía un físico adecuado para el papel. Me pidió que me desnudara, quería estar segura. Yo estaba muy cortado, desde el primer segundo de estar a solas con ella tenía una erección de caballo. No te escondas —rio, al ver que intentaba taparme—, quiero verlo todo. Y cuando me quité los calzoncillos rio aún más. ¿Qué te pasa? ¿Quizá te gusto, chaval? Eres un salido. ¿No sabes que podría ser tu madre?
»Desde aquella tarde me convertí en algo parecido a su favorito. Me entrenaba ella en persona. Teníamos sexo bastante a menudo, cada vez que ella quería. Yo no me atrevía a decirle que no. A Nada. Le gustaba hacerlo en lugares públicos, en baños, en coches aparcados en medio de la calle, en los probadores de las tiendas de ropa. Le gustaba invitarme a cenar en un buen restaurante y masturbarme con la mano por debajo de la mesa. También mostrarme a sus amistades, decirles mi edad, tocarme delante de todo el mundo. Disfrutaba viendo que estaba empalmado y que lo pasaba fatal. También disfrutaba, de vez en cuando, dejando que otros me tocaran, hombres y mujeres. Presumía de mí, me prestaba. Como vio que algunas veces no me apetecía mucho, me propuso tomar drogas. Dijo que me pondrían las cosas más fáciles. No me obligó, quiero que esto quede claro. Solo insistió un poco. Yo podría haberme negado, pero estaba loco por ella y, supongo, era demasiado joven. Las noches que ella tenía ganas de lío me daba un par de pastillas de color rosa antes de salir. Tardaban una media hora en hacer efecto. Me dormía hasta la mañana siguiente. Al despertar no recordaba nada, pero a veces me dolía el pene o tenía marcas por todo el cuerpo. Latigazos, mordiscos, marcas de carmín… variaba de una vez a otra.
»A cambio de estos servicios, ella me conseguía trabajos. Buenos trabajos. Participé en unas cuantas películas, francesas, alemanas, incluso en una americana que rodamos en República Dominicana. ¡Qué pasada! Fue un sueño hecho realidad. Me pagaban una pasta. Aprendí mucho. Doblé a actores muy importantes en caídas y explosiones, conocí a varios directores. Ella hablaba bien de mí, solía decir que era un buen stunt porque había tenido a la mejor profesora.
»Esther Parra considera que en el mundo todo es un intercambio. Sexo y diversión a cambio de trabajo y oportunidades. Le gustan los tíos jóvenes y no se esconde. Incluso muy jóvenes, menores de edad. Suele decir que le gusta pagar por lo que usa. En dinero o en especie. Cree que paga bien. Está convencida de que en sus negocios nadie sale perdiendo.
»Un día me dijo que no hacía falta que entrenásemos más porque ahora no había ninguna película en la que encajara mi perfil. El curso de especialista había vuelto a empezar, segundo cuatrimestre, veinte jovencitos nuevos. Ella ya había ido a hacer su ronda de reconocimiento, como el dueño de un harén que elige una concubina. Dentro del despacho tenía otro alumno. Entendí que me había sustituido y que no era la primera vez. Me pareció que el nuevo era aún más joven que yo. No sé si me alegré o lo lamenté por él. Me retiré. Ahí se acabó todo.
»De todo esto hace ya unos cuatro años. Lo he superado del todo, y hoy en día trabajo en unos grandes almacenes, sección de películas y series. Tengo una vida normal, sin pesadillas protagonizadas por mujeres fatales. Sé de otros chicos, sin embargo, que se quedaron hechos polvo después de conocerla y que aún hoy no lo han superado. Supongo que cada uno es diferente, ¿verdad? En fin. Gracias por llegar hasta el final de mi historia. Nos vemos por aquí».
Reina lee hasta el final, aunque hace rato que ya no puede más.
¿En qué momento nos volvemos incapaces de proteger a nuestros hijos de lo que les espera?
Cuando cierra la página, contesta a Sam:
«He leído más de lo que quería. Me estremece pensar que esa mujer conoce a nuestro hijo desde hace más de cuatro meses, y no me he dado cuenta de nada. Si lo llego a saber, no le dejo hacer el curso».
Entonces cae.
Cuatro meses.
Ulf Everink.