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A las seis y cuarto se queda sola. Ulf Everink se despide con cordialidades de amigo, le desea un buen vuelo de vuelta a casa y se va a cumplir con su cita con los vampiros. Reina le acompaña hasta la puerta del business lounge, como la anfitriona que dice adiós al invitado remolón, y a continuación vuelve a su sofá, se quita los zapatos, se tumba de lado y cierra los ojos. Diría que no puede más si no fuera porque es mentira. Siempre se puede más.
El día aún no ha acabado y ya vuelve a comenzar. Se le reconoce, lo primero, por los olores —cruasanes recién hechos y café— y luego por el ritmo de la gente al caminar y por el volumen más alto de las voces. La noche es perezosa y la mañana trabajadora. La noche susurra y la mañana declara. Reina se acerca al reclamo de los aromas deliciosos y de la idea de que un buen desayuno le arreglará el día.
Siempre reconforta encontrar gente en tu misma situación. Aquí más de uno tiene una cara de cansancio indisimulable, y las bolsas bajo los ojos son una suerte de uniforme. Ve a un hombre entregarle una bolsita de papel a una mujer y desearle feliz día del martisor, y la observa a ella, halagada, agradecida, darle un beso de hermanos en la mejilla. Aprovecha para contemplar la medallita de oro que le ha regalado Ulf hace un rato. Rehace el lazo de seda, que se le había deshecho, y se pregunta cómo se las apañan las mujeres autóctonas para llevarlo siempre tan compuesto. ¿Tal vez lo pegan con algo? También hay ejecutivos con el nudo de la corbata flojo y una arruga en la frente escribiendo en los teclados de sus portátiles a toda velocidad. Las prisas, ese otro lenguaje de las mañanas. En cuanto nos sacudimos la pereza, comenzamos a correr. Hoy ella no tiene fuerzas para hacerlo. No lo hará. Se ha vuelto espectadora de las urgencias ajenas.
Con el café entre las manos y un cruasán en un plato de cartón regresa a su sitio. La pantalla del móvil está iluminada. El primer impulso es no hacerle caso. Desayunar tranquila, como si el mundo no existiera. Pero enseguida piensa que igual en casa podrían necesitarla y se apresura a consultar la pantalla. Cien por cien de batería. Carga completa, informa el aparato. Más abajo hay un mensaje de Pablo. «Buenos días, Reina. Lamento mucho todo lo que ocurre, pero tú no puedes decidir unilateralmente dónde tiene que estar Alberto. La opinión de tu hijo también cuenta. Debes dejar que se vaya con Félix, como estaba previsto».
Pablo comienza el día con ganas de pelea. Muy bien. Pues la tendrá.
Escribe: «No».
Y le da un mordisco al cruasán, que le sabe a gloria celestial.