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Dentro del business lounge hay más gente de la cuenta, pero es el paraíso comparado con lo que ocurre ahí fuera, en los pasillos. Aquí hay sofás y sillones, y una suerte de asientos de respaldo muy alto que dejan todo el espacio dividido en pequeñas islas de paz, justo lo que ella necesita, un lugar donde relajarse. Además, por todas partes hay unas regletas de enchufes sin ocupar que reconfortan. Al fondo de la sala, una barra con refrescos, cafés y tés, bandejas con comida y una nevera que investigará en cuanto pueda. Lo primero, debe resolver el problema principal. Se instala en un sofá, en un rincón no muy concurrido, junto al que hay también una mesa y una pila de revistas, y enchufa el aparato. Espera a que la pantalla dé señales de vida y, en cuanto lo hace, en cuanto aparece el dibujo de una pila transparente cargándose en medio de la superficie de espejo negro, se le dispara el corazón como si también acabara de ponerlo a cargar.

Ahora tiene cinco minutos para avituallarse, piensa. Va en busca de provisiones dulces y saladas y de una botella de agua. Vuelve a sus dominios con ellas, se deja caer en el sillón, agotada, y deja escapar un suspiro de alivio. Ha valido la pena, se dice, menuda diferencia. En los aeropuertos debería haber salas business para todo el mundo, y enseguida se lo quita de la cabeza: mejor no, porque si todos estuvieran aquí, ahora ella no podría enchufar el móvil.

Da un bocado a una magdalena con pasas y mastica tres cacahuetes tostados. Quizá debería trabajar un poco. Acabar los informes que dejó a medias, revisar las grabaciones de las entrevistas, buscar detalles que haya pasado por alto. Saca los útiles necesarios, los dos aparatos que nunca se separan de ella, como si fuesen extensiones de sus brazos y de su cerebro: la tableta y el portátil. Los deja sobre la mesa. Planea conectarlos en un momento, en un rato, cuando se vea capaz. Tiene prioridades. Se limpia las manos con una servilleta de papel y vuelve a su móvil. Es consciente de que durante las dos últimas horas ha desconectado del problema, y que le ha ido muy bien. Se siente con más fuerzas que antes. Aunque también sabe que deberá enfrentarse de nuevo a él en cuanto el aparato se lo permita.

Lo que no esperaba es la avalancha de avisos que aparecen en cuanto la batería recupera el aliento. Llamadas perdidas, mensajes de texto, correos electrónicos, avisos del buzón de voz, cada uno anunciado por una señal acústica que pisa la anterior y es pisada por la siguiente. No hay ninguna de Samuel, la única que ansiaba encontrar, la única que le interesaba. Cuando las señales acústicas enmudecen, llama a casa. Necesita saber si todo va bien. Le parece que en las dos horas que ha permanecido desconectada podría haberse producido un cataclismo.

Sam contesta enseguida. Habla en voz baja.

—Estoy con Alberto. Espera, que salgo al pasillo.

—¿Estás con él? ¿En su cuarto?

—Sí.

—¿Cómo se encuentra?

—Duerme como un niño.

—¿Y tú?

—Eso da lo mismo. Lo importante es él.

—¿Por qué no te vas a nuestra cama?

—Ah, no. No puedo. Estoy bien aquí. Le vigilo. Ahora me ducharé.

Reina percibe las toneladas de sufrimiento que revela la voz de Sam. Ha sido un día horrible. Lo ha pasado solo, sin ella. Está segura de que no se lo reprochará. Sam no le reprocha nunca nada.

—¿Sabes algo del vuelo? —pregunta él.

—Nada. Estamos igual. Pero por lo menos ahora estoy en la sala vip. Espero como una persona. Y quizá hasta intente dormir un rato. Cuando llegue, necesitarás que te releve.

—¿Vuelves tú sola?

La pregunta la sobresalta. Por lo extraña. Por algo más.

—Claro. ¿Con quién quieres que vuelva?

—Con nadie —salta él—. Yo no quiero que vuelvas ni vayas nunca con nadie más que conmigo. Pensaba que lo sabías.

—Y lo sé. —Le tiemblan las piernas—. Claro que lo sé, tonto. ¿Por qué me dices esto aho…?

—Da igual, ya hablaremos. —La peor respuesta posible—. Además, te tengo que dejar. Quiero volver con el niño.

—Vale. Te llamo cuando tenga novedades. Te quiero.

No hay réplica. Sam ya no escucha.

Todo el bien y todo el mal
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