55

Quiere dormir un poco. Seguirá el consejo de la azafata, se tumbará en el sofá y desconectará. ¿Sabrá hacerlo? ¿Podrá hacerlo hoy? Dormir es una escapatoria. Solo si lo consigues. Reina nunca ha tenido dificultades para dormir varias horas seguidas, incluso ocho o nueve. Todos los males se los cura durmiendo. Su problema es conciliar el sueño. Cuando cierra los ojos su cerebro se empeña en recordarle todas las tareas pendientes. A veces son llamadas, informes. Otras son decisiones cien veces aplazadas, conversaciones pendientes desde hace años, décadas. Culpas antiguas, que por las noches se aparecen y dan vueltas por la habitación, molestas. Lo peor es que cada vez son más, grandes y pequeñas, suciedad acumulada en las cañerías de la vida que algún día terminará por atascarlo todo y provocar un desastre. Tal vez aquel día sea esta noche.

Se quita los zapatos. Los coloca paralelos bajo el sofá. Dobla el abrigo y forma con él una almohada, que deja a un lado. Estira las piernas, se despereza. Lleva muchas horas de inquietudes pegadas a la piel. Recuerda de pronto a la madre de Arnau. Ya es tarde para llamarla. ¿O tal vez no tanto? ¿Hay alguien, entre sus conocidos, que consiga irse a la cama antes de medianoche? Y si hay alguien, ¿cómo lo hace? Le manda un mensaje, prudente: «Hola soy la madre de Alberto. ¿Sigues despierta?». Después de todo, la madre de Arnau le ha dicho que era importante.

Su celeridad y su voz lo confirman.

—Te estaba esperando, Reina. Qué bien que me hayas mandado el mensaje.

El poquito de tranquilidad que acaba de conquistar se desvanece de pronto.

—¿Qué ocurre?

—Lo primero: ¿cómo estás?

—No muy bien. En Bucarest. Desesperada. Hay una tormenta y los aviones no pueden despegar.

—¿Alberto está bien?

—Con su padre. Quiero decir, con Samuel. Bien.

—No sabes lo que me alegro, Reina. Ni cuánto he pensado en ti esta tarde, en cómo debes de estar pasándolo. No hace falta que te diga que aquí nos tienes para lo que necesites. A nosotros y a nuestro hijo…

—Gracias.

—… pero sobre todo nosotros, que para eso somos los adultos, ¿verdad? Es mejor que ellos no se metan en ciertas cosas. Tienen una edad que, qué quieres que te diga, a veces parece que viven dentro de una pelota de corcho, como si el mundo quedara muy lejos. En este caso, te confieso, me parece muy bien. ¿Para qué vamos a hablarles de ciertas cosas que igual ni se les habían ocurrido? Hay temas que más vale no sacar, ¿no crees? Son feos. Ya tendrán mucho tiempo para verle las orejas al lobo.

¿Todo esto es un reproche? No le queda claro. ¿La madre de Arnau la regaña por llamar a su hijo? ¿Por contarle lo de Alberto? ¿O tal vez solo es un aviso? Una advertencia amistosa: si necesitas desahogarte comprueba primero que quien escucha es un adulto y no un crío asustadizo. Ella misma está arrepentida de lo ocurrido. Por eso reconoce:

—Tienes razón, mujer. Siento mucho haber preocupado a Arnau.

—¿Preocupado? ¡Le has dado un susto de muerte, Reina! Y a nosotros también, la verdad. Por favor, piénsalo un poco más la próxima vez.

—La verdad, espero que no haya próxima vez —responde, áspera.

Es un reproche. Más que eso. Es una bronca. La madre de Arnau piensa que el intento de Alberto de esta tarde es algo feo de lo que es mejor no hablar.

—Por supuesto, mujer, yo también lo espero. Era una forma de hablar. —Carraspea un par de veces. Debe de ser para tragarse la mala leche, piensa Reina. Ahora continúa con un tono de voz más pausado. Tal vez sea como los perritos pequeños, ladran mucho hasta que alguien les contesta como se merecen. Entonces, se cagan encima—. Mira, si tenía interés en hablar contigo es porque hay algo que deberías saber. Me lo ha contado Arnau esta tarde, después de tu llamada. Por lo visto no se ha atrevido a decírtelo. Ya sabes cómo son. Se agobian.

—¿Qué es?

—Pues, sencillamente que tu hijo y el mío han roto.

—¿Han roto?

—Por lo visto ya no son el mejor amigo uno del otro. Y tampoco son pareja de pádel. Por lo menos Alberto ya no quiere serlo de Arnau.

—Qué dices. Es una chiquillada, está claro. —Reina trata de quitarle gravedad a la noticia.

—Sí, sí. Yo también lo creía. Pero por lo visto no, fue una cosa grave. Alberto se lo tomó fatal. Como un agravio. Le dijo que no le perdonaría nunca. Y a continuación le retiró la amistad.

—Pero ¿cuál fue el agravio?

—Pues mira, que Arnau no pudo ir al estreno de su última obra de teatro.

Reina lo recuerda muy bien. Alberto pidió una entrada de más para su amigo. Estaba ilusionado con que Arnau le viera interpretar su primer papel protagonista, Vladimir, uno de los personajes principales de Esperando a Godot. Hasta ese día, Arnau nunca había fallado a los estrenos de Alberto. Siempre le había demostrado aquella admiración que la gente sensata que estudia cosas sensatas siente por los artistas, esas personas capaces de hacer cosas que la mayoría no sabe o no puede o no se atreve a hacer. Les admiran como se admira a quien camina por la cuerda floja o salta por dentro de un aro de fuego: porque saben que la gente normal nunca escogería esa vida, ni correría tantos riesgos. Reina lo recuerda muy bien. El futuro abogado que algún día sería Arnau admiraba al futuro actor, o cineasta, o doble de cine, o doblador, o lo que fuera que acabara por ser Alberto. Pero aquella vez le dijo que no iría. La razón: tenía que estudiar. Alberto insistió. Venga, por favor, es muy importante para mí, la obra dura poco, ni siquiera una hora, después mis padres te acompañarán a casa en coche, no perderás mucho tiempo. No podía, de verdad, lo lamentaba mucho. Los exámenes eran demasiados y muy seguidos, le faltaba tiempo, no podía permitirse perder ni diez minutos. No parecía una excusa. Pero dolía como si lo fuera.

Durante unos cuantos días Alberto estuvo abatido, incluso lloroso, a ratos. Reina le preguntó qué le ocurría. Nada. Si le podía ayudar. No. Si necesitaba algo. Nada, gracias. La adolescencia es así, pensaba ella, nunca sabes cuándo tienes que empezar a sufrir en serio. La adolescencia es el equivalente biológico de la Revolución francesa y la rusa juntas. Un tiempo de la vida en que todas las fuerzas confabulan contra el orden (falsamente) establecido. Hasta qué extremo hay que temer las confabulaciones, nunca terminas de saberlo. De pronto, cuando nada está donde estaba e impera un nuevo orden y hasta un nuevo mundo, descubres que sí, que habías de temerlas.

—Se mandaron muchos mensajes. Mira, los tengo aquí, Arnau me ha prestado su móvil, si quieres te los leo. —Antes de que Reina diga si quiere o no, la otra empieza a leer mensajes—: «Entonces ¿es seguro que no vendrás?». «Lo siento, tío, pero no puedo. La próxima vez no te fallo». «Pensaba que eras mi mejor amigo, pero ya veo que tienes otras prioridades». «No tengo otras prioridades. Tengo exámenes. Soy tu mejor amigo y lo seré siempre». «No. Ya no. Has dejado de serlo hoy». «Jajajajajaja». «Hablo en serio». «¿Sí?». «Claro». «¿Ya no somos amigos?». «No». «¿Y qué pasa con el pádel? El domingo tenemos partido». «Búscate a otro, yo también tengo que estudiar». «Estamos en medio del campeonato, vamos bien, no puedes dejarlo ahora». «Claro que puedo. No tengo tiempo para nada». «¿Te estás vengando? ¿No crees que es un poco infantil?». «Entonces, soy infantil». «Tío, ¿no podríamos discutir esto cara a cara?». «Lo siento, no puedo. Que te vayan muy bien los exámenes. Adiós».

»A partir de aquí los mensajes son todos de Arnau. También hay varias llamadas perdidas, que tu hijo no contestó. «Alberto, tío, no te lo tomes así». «El social es muy difícil, seguro que estrenarás más obras de teatro». «Por favor, piénsate bien esto del pádel. Formamos una buena pareja. A mí me encanta jugar contigo. Además, teníamos posibilidades. Por favor, tío, no me dejes tirado». «Alberto, por favor, dime algo». «Contesta al teléfono, tío». «Hostia, tío, no sé qué más decirte». «Creo que te has tomado esto demasiado mal. De hecho, cuando lo pienses te darás cuenta de que no había para tanto».

»Por lo que se ve, tu hijo piensa de otro modo, ¿no? Aún es hora de que le conteste. No entiendo nada, con lo amigos que eran. Igual tú… ¿Reina? ¿Sigues ahí? ¿Me oyes?

—Sí. —Ojalá no la oyera, pero la oye. Está un poco aturdida. Trata de encajar—. Me duele que no le contestara. ¿Qué pasó con el pádel?

—Que Arnau tuvo que buscarse a toda prisa otro compañero, pero no es lo mismo. No tienen la misma compenetración, o puede que el otro no sea tan bueno, no sé. Quedaron penúltimos en el campeonato. Nos dolió un montón.

—Vaya, qué lástima. —Un silencio compungido antes de reaccionar—: ¿Cómo no me dijiste nada? Podrías haberme llamado.

—Mi marido os llamó. Tú estabas de viaje, qué novedad. Habló con Samuel, que defendió a Alberto a muerte. Dijo que si era su decisión, por algo sería. La verdad, se nos quitaron las ganas de hablar con vosotros. No se puede convencer a quien no quiere hablar, Reina. Pero esto de hoy ya es intolerable, la verdad.

—¿Qué es intolerable?

—Lo sabes perfectamente. Es intolerable que le digas a mi hijo que Alberto se ha suicidado por su culpa.

Una pausa para encajar el golpe y planear el contragolpe, como en el pádel.

—No se ha suicidado. Lo ha intentado. —Es rápida.

—Claro, a eso me refería. Solo lo ha intentado. Pero no por culpa de mi hijo, creo yo.

—Pues la verdad, comienzo a dudarlo.

La incomodidad del silencio es ahora compartida. Reina podría haber tratado de tranquilizarla. No, mujer, no digas tonterías, cómo quieres que, cómo puedes pensar, ha sido un lapsus, un desliz, tu hijo no tiene nada en-ab-so-lu-to que ver con toda esta mierda, no te preocupes por nada más que por el pádel. Pero no le gusta el modo en que le habla y menos aún lo que dice. Tampoco le gustan sus conclusiones. Algunas personas tienen poco talento para concluir.

—Mi marido y yo estábamos hablando hace un rato, después de cenar —continúa la madre de Arnau—. Y, ¿sabes lo que decíamos? Que no es posible que por un motivo tan pequeño, tan insignificante y al mismo tiempo tan fácil de resolver, un chico como Alberto, a quien conocemos desde niño, haya hecho algo tan grave. Que algo debe de haber, ¿no? No sé, igual está tomando algo. Igual se ha aficionado a una de esas drogas asquerosas que se fabrican en un laboratorio. No quiero meterme donde no me llaman, pero digo yo que motivos para matarnos tenemos todos, y que si no lo hacemos es porque las razones para vivir son más importantes. Igual lo que le ocurre a Alberto es que le faltan ilusiones, proyectos, planes de futuro, no sé. A veces las cosas más complejas tienen soluciones muy fáciles, mujer, ya verás como todo se arregla.

Helo aquí. Ahora su hijo es un tema de conversación. Una discusión de sobremesa: El suicidio de Alberto Gama. O: Los motivos de Alberto Gama para vivir o para dejar que le aplaste un tren. En cuántas casas se habrán celebrado esta noche —puede que en este mismo momento— debates similares. En las de los chicos que acompañaban a su hijo cuando todo ocurrió, esto seguro. En las de los profesores del centro, que esta noche, mientras cenan, lo comentarán con sus parejas y también con sus hijos adolescentes (solo por si acaso). En las de los compañeros de clase de Alberto en cuanto lo sepan. Seguro que en las últimas horas se habrán producido llamadas telefónicas y se habrán enviado mensajes de texto. «¿Te has enterado de lo que ha pasado?», «¿Te cuento algo muy fuerte que ha hecho hoy uno de mi clase?», «¿Conoces a Alberto, el del artístico?». Seguro que ahora la noticia se habrá expandido como una mancha de aceite. Y lo continuará haciendo, porque pertenece a esa categoría de asuntos que nadie quiere saber pero que a todo el mundo le gusta contar.

—Perdona, pero tengo que dejarte —dice sin disimular el enfado que siente—. Me gustaría poder dormir un poco antes de volver a casa.

—Claro que sí, mujer. Duerme un poco, necesitarás estar muy fuerte en los próximos días. Y por favor, recuerda que si podemos hacer algo por vosotros, lo que sea, solo tienes que decirlo.

Antes le pediría ayuda a un cocodrilo de agua salada.

Todo el bien y todo el mal
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