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Marca el número de la jefa de recursos humanos de Rumanía, Agnetta No-recuerda-qué-más.
—Soy Reina Gené —dice—. Me gustaría saber si han facilitado mi número de teléfono particular a alguno de los candidatos.
—Gracias a Dios que la oigo, señora Gené. La he llamado unas cuantas veces.
—Dígame. ¿Le ha dado mi número de teléfono a alguien?
—¿Su número? ¡Claro que no!
—Me ha telefoneado uno de los candidatos.
—¿Un candidato?
—Sí.
—Le puedo asegurar que nosotros no hemos sido.
—Permita que lo dude.
—Nuestras normas son muy estrictas, señora Gené. Si alguien hiciese lo que usted dice le despedirían en el acto. Tenemos totalmente prohibido facilitar datos particulares de nuestros colaboradores. Piense de dónde puede haber venido esta filtración, porque nosotros no somos responsables. Pero, mire, ya que ha telefoneado, ¿le importa esperar un segundo?
—Bueno, en reali… —Una musiquita irritante empieza a calentarle el oído.
Respira un par de veces, imitando quizá las técnicas del señor Everink, que ni conoce ni imagina. Hasta que le asusta una voz ronca.
—Buenas tardes, señora Gené, siempre me gusta tener la ocasión de escucharla, ciertamente. Espero no molestar, ¿estaba usted haciendo algo importante? —Reconoce la voz del señor Mirchandani, tan pausada como siempre, pero tan autoritaria—. Mire, me han informado de que le ha surgido una emergencia familiar y ha tenido que dejarnos de improviso. Lo entiendo y espero que lo resuelva pronto y del mejor modo posible. Si necesita cualquier cosa de nosotros, no dude en solicitarla. Me gustaría, no obstante, que antes de irse hable con Agnetta y le haga saber cuándo cree que estará de vuelta para terminar el trabajo. Como se puede imaginar, no podemos esperar demasiado. Me hago cargo de que son momentos difíciles, ciertamente. Por eso me atrevo a pedírselo como un favor personal. Dese cuenta de que con este contratiempo nosotros hemos quedado un poco, cómo expresarlo, un poco desorientados. Hemos organizado deprisa y corriendo algunas excursiones para entretener a los candidatos durante un par de días. Les llevaremos a Transilvania a visitar el castillo de Drácula, que es lo que todo el mundo desea ver cuando viaja a Rumanía, ciertamente. Así usted mientras tanto podrá resolver lo que sea que tenga que resolver. Nosotros nos ocuparemos de su viaje de vuelta en las condiciones habituales, pero comprenda que de ninguna forma podemos permitirnos que el proceso de selección se ralentice o se interrum…
Mientras el todopoderoso presidente ejecutivo suelta su discurso, en tono condescendiente y falsamente amistoso —que Reina no se traga—, oye cómo entran tres mensajes de texto. Aparta un poco el aparato para leerlos. Son de Samuel.
«Todo va bien, no te preocupes».
«Estamos de sobremesa. Tu ex casi parece humano».
«Cuando haya hablado con Alberto te llamo».
Vuelve a llevarse el aparato al oído. El discurso del director general continúa, con su lentitud acostumbrada.
—… porque han costado un montón de dinero, entre alojamiento, viajes, comidas en buenos restaurantes y otros gastos de carácter nocturno que mejor me callo, y que está en juego nuestra credibilidad, ciertamente. Como usted sabe muy bien estas quince personas no son aspirantes como los demás. Son lo mejor de la clase ejecutiva mundial, hombres de negocios con poco tiempo que perder, auténticos vips en sus respectivas empresas. No podemos quedar mal. Le ruego que lo tenga en consideración, ciertamente, con profesionalidad. Vaya a Barcelona, tómese sus veinticuatro, veintiséis horas, resuelva sus asuntos y regrese para terminar la selección que le encargamos. ¿Verdad que lo hará, querida?
—No.
—¿Cómo dice?
—Señor Mirchandani, ¿usted tiene hijos?
—¡Los tengo, ciertamente! —Ahora el tono ha cambiado.
—Pues entonces entenderá que le diga que mi hijo es más importante para mí que sus ejecutivos sin tiempo que perder. Y, por favor, no intente hacerme cambiar de opinión. ¿Recuerda aquello que le dije cuando nos conocimos, y que a usted le hizo tanta gracia porque le recordó a su propio carácter?
—Si fuese tan amable de recordármelo.
—Le dije que a cabezota no me gana nadie.
—¡Ciertamente! ¡Ciertamente! ¿Y ahora me quiere demostrar que aún lo es tanto como entonces, quizá?
—Incluso más, si eso es posible. Últimamente hago aquafitness. No puede imaginar la de cosas que he descubierto de mí misma. ¿Usted practica algún deporte, señor Mirchandani?
—Ciertamente no. Nunca he conseguido que me interese lo suficiente.
—La cuestión es, señor, que usted puede encontrar sin problemas otro entrevistador, pero mi hijo no puede encontrar en ningún sitio otra madre. Estoy segura de que sabrá comprenderme. Como lo estoy de que, si algún día sus hijos le necesitan, usted hará lo mismo que yo.
—Yo no falté al trabajo ni el día en que murió mi madre, señora Gené —dijo el señor Mirchandani, con un tono de voz aterrador.
—Lo siento mucho, de verdad —le imita ella.
—Señora Gené, usted es una mujer impulsiva, le ruego que no se precipite. Hace años que nos conocemos. Ha trabajado muchas veces para mí. Y lo ha hecho siempre muy bien, ciertamente. La tengo por una profesional excelente y por una mujer sensata. Piénselo. Estos son mis consejos de amigo para usted: cálmese, vaya, ayude a su hijo, vuelva y haga su trabajo. Además, le recomiendo que lea con mucho cuidado la cláusula de rescisión del contrato que firmó con nosotros. Es la misma que otras veces, pero juraría que en estos momentos, en medio de todo este ajetreo, no se acuerda muy bien de lo que dice. ¿Me equivoco?