¡HAY QUE JODERSE!

El Golfo Norte

Carretera Barrika-Sopelana (Vizcaya)

Octubre de 2013

No se han cumplido dos meses desde la última vez que Ramiro Sancho pasó por allí. Su mirada se mece al ritmo del oleaje del Cantábrico mientras asume que su vida transcurre a una velocidad que supera con creces su capacidad de administrar emociones. No se considera impermeable, pero ha de admitir que la coraza que le cubre la piel es cada vez más dura, rocosa, considerablemente áspera. A pesar de ello, todavía alberga la esperanza de que sea porosa a otros sentimientos menos nocivos, como los que comparte con la mujer que permanece en silencio a su lado.

El cielo raso le hace preguntarse si la no presencia de nubes estará relacionada con la ausencia de alguien habituado a interpretar sus formas. Desde que regresó de Argentina ha tratado de esquivar el quebranto que le produce pensar en él y, sin embargo, no piensa eludir el compromiso que adquirió con el islandés.

—Tendría que existir un rincón como este por decreto ley cada cincuenta kilómetros cuadrados —observa Sara Robles desde la terraza de El Golfo Norte, cuyo privilegiado emplazamiento coronando el acantilado produce un efecto ensoñador.

—Apruebo la moción —responde el pelirrojo sin despegar la vista del perfil zigzagueante de la costa de Uribe.

—Y toda la zona… No parece este un mal lugar para retirarse —especula calentándose las manos con la taza de café.

—No lo parece, no. La cuestión es cuándo coño llegará ese momento o, peor aún, si, llegado el momento, sabremos distinguirlo.

—Depende del nivel de distorsión que hayamos alcanzado. Y al paso que vamos…

—¿Por qué hablamos en plural? —pregunta Sancho maliciosamente.

—Porque tú y yo ya no somos dos, somos uno, un «nosotros» —responde ella en el mismo tono.

Sancho hace el ademán de levantarse de la silla.

—Ahora que lo dices, hay que moverse —recuerda ella mirando el reloj.

—Sí.

—¿Crees que se alargará mucho? No es que me importe —añade al percatarse de la poca idoneidad de su comentario—, es solo por planificar mi tiempo.

—Una hora, supongo, pero te aviso. Me acompañas hasta allí, ¿verdad? Así te la presento.

—Por supuesto. Me conviene conocer a la otra —insiste Sara en acento jocoso.

Sancho la azota.

—¿A ella también la maltratas?

La bufonada de la inspectora sigue hasta que cruzan la carretera y entran en la zona ajardinada del restaurante Milagros. Un dogo argentino esprinta entre las hamacas que aún están sin ocupar siguiendo el azaroso itinerario de una pelota de tenis babeada. Trazando la trayectoria inversa con la mirada, Sancho llega hasta Erika. Sonríe.

Esa sonrisa.

—No me la imaginaba así —comenta Sara.

—Así, ¿cómo?

—Así de… Así —define.

—Ya comprendo, ya.

Erika repara en los recién llegados y levanta el brazo. Karatu le entrega el botín y se repite el proceso. A unos metros para producirse el encuentro, Erika toma la iniciativa y se arroja a los brazos del inspector, que no opone ninguna resistencia.

El abrazo dura lo que duran los abrazos de verdad.

—¡Qué ganas tenía de verte! —dice ella—. Hola, tú debes de ser Sara. Encantada. —Se besan—. ¡Oye, cabronazo, no me dijiste que estabas con una mujer de verdad! —Erika le agarra la barba con las dos manos y tira suavemente—. Me alegro mucho, en serio. ¿Nos sentamos?

En ese instante Sancho está a punto de preguntarle cuándo ha dejado la medicación, pero decide contenerse.

—Yo solo quería saludarte —interviene Sara—. Os dejo solos, que tenéis demasiado de qué hablar. Estaré dando una vuelta por aquí.

—Puedes quedarte si quieres —responde Erika—. Por mi parte no hay ningún problema.

Sara le consulta a Sancho con la mirada.

—Gracias, pero solos estaréis más cómodos. Nos vemos más tarde —se despide antes de posar un beso en los labios del pelirrojo.

Se sientan en torno a una mesa que pide a gritos que la acaricien con un trapo húmedo.

—Me gusta —sentencia ella—. Bueno, ¿ya has visto la joya que te llevas?

—Erika, ¿seguro que es lo que quieres? Te estaba viendo disfrutar bastante con Karatu —le consulta pasando la mano por el lomo del animal.

—Sí, pero tengo en mente ir a Ámsterdam a ver a mi madre y luego quiero perderme por ahí una temporada. Necesito digerir mucha mierda y cada vez que lo veo me acuerdo de Ólafur. No sería justo para el animal. Además, estoy segura de que contigo, o con vosotros, va a estar genial. Y así tengo excusa para ir a verte, a veros.

—Sigo viviendo solo —aclara él.

—Bueno, eso es circunstancial. Os he visto esta mañana. No quise interrumpir, pero no pude evitar observaros un rato. Se os ve bien. Muy bien —precisa.

—Eso sí es circunstancial. Nunca se sabe cómo van a evolucionar las cosas.

—Venga, Sancho. Sois dos cuarentones con la palabra «amor» tatuada en la frente. No te opongas a los dictámenes de tu corazón solo por inercia. Joder, ¿esa frase ha salido de mi boca? Tengo que tomarme un par de cervezas para expulsar el espíritu de Corín Tellado que me ha debido de poseer esta noche.

Se levanta, camina acelerada hasta la puerta, la abre, hace señas con los brazos y regresa.

—Erika, te noto un tanto alterada.

—Puede, no sé. Estoy bien, la verdad. Me encuentro fuerte, con ganas no sé muy bien de qué, pero con ganas. Y tú ¿cómo estás?

—Razonablemente bien.

—¡Mierda! Tenemos millones de motivos para saltar de alegría. La última vez que te vi…, jo-der, pasé mucho miedo. Mucho. Demasiado. Miedo de película de miedo. Cuando me asomé por el agujero ese sin fondo me temí lo peor. Eres inmortal, Sancho, inmortal.

—Tuve suerte allí abajo.

—Bueno, no sé si «suerte» es la palabra que mejor define esa situación, pero, oye, tú mismo. ¿Se sabe algo del arcángel?

—Nada. Han revisado las cámaras del hospital y no se explican por dónde escapó. Bueno, para ser precisos, no escapó, porque no estaba detenida, por lo que entiendo que, en cuanto recuperó un mínimo de fuerzas, se levantó y se largó. Sin más. A mí me administraron un sedante en la ambulancia que me dejó frito al instante y cuando desperté, once horas más tarde, ella ya no estaba.

Una camarera trae las dos cervezas. Antes de servirlas limpia la mesa.

—¡Hola, Ainara!

—Buen día, Erika.

—Es la novia de Txus. ¿Te acuerdas de Txus?

—Claro.

—Pues eso.

—Que disfrutéis, chicos —les desea Ainara.

Erika le da un buen trago al botellín.

—¿Tenemos que preocuparnos? —pregunta ella refiriéndose al arcángel.

—No.

—Joder, con qué rotundidad lo dices.

Sancho se inclina hacia su izquierda para extraer la cartera del bolsillo trasero de su pantalón. Le entrega un papel.

The greater the illness —lee Erika.

—Lo pasó por debajo de mi puerta, en el hospital.

—¿Qué sucedió allí abajo? —quiere saber mientras lía un cigarro.

Sancho le cuenta la versión resumida, pero cuando termina hay otros dos botellines sobre la mesa.

—Cambio lo de inmortal por superhéroe. Eres un puto superhéroe.

—Superfanta —se bautiza.

—Superbarba mola más. ¿Superbarbafanta? No, Superbarba. Ahora en serio, me parece acojonante que hicieras todo eso.

—Afán de supervivencia, supongo. ¡Qué más da! —concluye—. Hay una orden de búsqueda y captura contra ella, pero… Por cierto, me contó Makila que fuiste tú quien le avisó y que te pusiste, digamos, muy insistente. Te lo agradezco.

—Afán de conservar el único amigo que me queda, supongo —reconoce antes de dibujar una «O» con los labios en la que acoplar el botellín. Sancho aprecia cierta amargura en la afirmación, por lo que improvisa un rodeo.

—Doy por hecho que fuiste tú quien arrojó el piolet.

—Sí, la verdad es que no recuerdo muy bien qué estaba pensando en ese momento. Imaginé que podría servirte de ayuda.

—Y así fue.

—Bueno, ¿y qué más te ha contado Makila?

Sancho saborea el trago de cerveza sin despegar la vista de Erika. Puede palpar su ansiedad en las intensas y muy seguidas caladas que está dando al cigarro.

—La documentación que le llevaste a Lyon les ha servido de más de lo que esperaban. Han montado una comisión de investigación que involucra a catorce cuerpos policiales, incluido el nuestro. Hasta la fecha han detenido a siete personas, pero no quiso darme más detalles.

—¿Y tú crees que con lo que tienen podrán desmantelar toda la organización?

—De la cúpula se encargaron ellos mismos, quiero pensar que no les resultará sencillo resurgir de sus cenizas. Independientemente, este pelirrojo da el asunto por zanjado. Cuando terminemos esta conversación no quiero oír una sola palabra más sobre la Congregación, Dante, el mundo de la masonería, el ocultismo, lo esotérico ni la putísima magia negra.

—Ni yo.

—Erika, tengo que preguntártelo. El cuerpo de Michelson sigue sin aparecer, ¿qué pasó?

Erika se lo confiesa entre calada y calada.

—No me preguntes por qué —concluye.

—Pues eso, lo que decíamos antes: a grandes males…

—Grandes remedios —completa ella.

—Grandes remedios, los cojones; grietas profundas.

Erika aplasta la colilla contra el cenicero.

—En ese momento me pareció que era lo que tenía que hacer, no sé, entiendo que por no dejarlo ahí a la intemperie. Al final fue una víctima más de toda esta locura.

—Puede que tengas razón, pero no derramaré una sola lágrima por él, te lo aseguro. Y del Argimiro Eduardo Boguslavsky este ¿qué sabes?

—Seguramente sepas más tú que yo.

—Sé que la Policía Federal Argentina le tomó declaración y que el testimonio ha pasado a formar parte del expediente, pero después de lo que tú les contaste la fiscalía no ha encontrado razones para presentar cargos contra él.

Erika se muerde el labio.

—Suéltalo.

—Está claro que el tipo nos engañó desde el principio. Es decir, me engañó —reconoce ella—. Sabía que El Cartapacio no existía y aun así me involucró en la búsqueda de los putos restos de Dante.

—Hasta ahí no veo ningún delito —objeta Sancho.

—Lo que digo es que no me fío una mierda de él. A su hijo lo mataron por su culpa, por su enfermiza obsesión. Y sobre lo que pasó allí arriba…, no puedo demostrarlo; sin embargo, cada vez estoy más segura de que lo dejó caer. Durante unos segundos intercambiaron palabras que yo no pude escuchar, pero lo último que sí oí fue a Telmo mandarle al infierno.

—¿Hablaste con él?

—¿Con Bujalesky? Claro. Dijo que se le había escurrido de las manos y que Telmo había intentado matarle. Repetía eso una y otra vez.

—Lo cierto es que presentaba varios golpes de diversa consideración. Yo le vi muy hecho polvo.

—Claro, porque con Telmo despanzurrado perdió todas las opciones de encontrar las cenizas, que es lo único que le importa en la vida.

—Pues que se joda. Y que se jodan Dante y los dantistas, los centinelas, los guardianes y los equilibristas.

—Exacto. Que se jodan. Aunque, para ser sincera, cuando descubrí que Telmo era Damocles subí todas las malditas escaleras del Barolo porque entendí que estaba en peligro, pero, principalmente, porque quería acabar de una vez por todas con…

—Superroja —le corta.

Superbipo mejor.

Sancho libera una carcajada que atrae la atención de Karatu. El animal se apoya en sus piernas con las patas delanteras y le entrega la pelota.

—Ya está, ahí lo tienes —le anima.

Sancho observa la capa de saliva que cubre el juguete y la agarra entre el índice y el corazón antes de lanzársela lo más lejos posible.

—Makila también me contó cómo descubriste lo de Telmo. Si te sacas las oposiciones, te quiero en mi equipo.

—Joder con el nigeriano, es peor que una portera. Conmigo no habló tanto tiempo, aunque… lo mismo no hace falta que me vista de uniforme para que sigamos trabajando juntos.

—Vaya, vaya… Parece que el inspector general Makila sí mantuvo contigo una interesante conversación. Intuyo que te habló del nuevo grupo que va a comandar en la Interpol.

Strategic Group Against Human Trafficking —reveló ella.

—El mismo, aunque, al parecer, abarcará bastante más que lo que dicen las siglas.

—Al parecer —repite con forzada indiferencia.

—Y qué, ¿ya tienes tomada una decisión?

—No ¿y tú?

Sancho termina su cerveza.

—Sí.

—¿Y?

—Es una propuesta sugerente, pero le he dicho que no le voy a contestar hasta que no esté del todo convencido.

—A mí me dijo que estaba seguro de que tú ibas a aceptar. Vincent Dare ya lo ha hecho.

—Lo sé, he hablado hace unos días con él. Déjame que te diga que la manipulación es la mejor virtud de Makila, por eso ha llegado tan lejos. Me gusta el tipo —valora—. Formar parte de ese grupo implicaría estar mucho tiempo fuera de casa.

—Eso, justo eso, es lo que más me atrae a mí.

—Para mí es el gran inconveniente. Ahora —aclara.

—Entiendo.

Erika inclina la cabeza sibilinamente.

—¿Qué?

—Intuyo que Sara tiene algo que ver en la futura decisión.

—No me tortures.

Ella manufactura otro cigarro.

—Anda, llámala y dile que venga. Que lleváis casi cuarenta minutos separados y no quiero hacerte sufrir tanto —dice ella consultando la hora del móvil.

—¿Ya hemos acabado?

—Si te digo la verdad, no me apetece mucho seguir hablando del tema.

—A mí tampoco.

—¿Otra?

—Sea. Tenemos que brindar por Ólafur.

Sancho vuelve a buscar alguna señal en el cielo con la misma suerte.

—Nefología —pronuncia Erika.

—¿Perdón?

—Así se denomina la ciencia que estudia el movimiento de las nubes. Me lo dijo él en el hospital aunque Ólafur era más de interpretar sus formas, a su manera.

—Parece que el firmamento haya decretado el luto oficial en su memoria.

—Totalmente merecido, era el último de su especie —certifica ella.

Silencio.

—Voy a avisar a Sara.

—Le voy pidiendo una cerveza, que vendrá sedienta.

—Vas a aceptar la propuesta de Makila, lo sé —asegura el pelirrojo mientras teclea en su móvil.

—Pues ya sabes más que yo.

—Te conozco y todavía no te ha llegado el momento de escribir konets.

Erika lo examina sorprendida.

—Busqué el significado.

Sus ojos azules, casi grises, titilan.

—Voy a pedir.

La mirada de Sancho persigue la azorada huida de Erika. Se rasca la barba y acaricia la cabeza del dogo.

—Bueno, muchacho, parece que tú y yo vamos a tener que llevarnos bien, ¿eh?

Karatu lo mira, curioso, expectante.

—¡Hay que joderse! —cierra.