LO QUE QUEDA EN LA CAMA

El Calafate

Provincia de Santa Cruz (Argentina)

Septiembre de 2013

Si Sancho no estuviera sintiendo el frío de la Patagonia austral, pensaría que se ha trasladado a un wéstern y que está a punto de escuchar a Michael Curtiz gritar: «¡Acción!». El pueblo presenta una configuración lineal que bien podría haber sido copiada del escenario que se utilizó para rodar Dodge City, con una calle principal que atraviesa la localidad de punta a punta en la que se concentra la vida de sus habitantes para dispersarse por las aledañas que la cruzan. La actividad es netamente turística: hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos, agencias de viajes y más hoteles. El suyo, por suerte, no está lejos de un local de alquiler de vehículos.

Todavía arrastran la desazón y la pena de las jornadas precedentes y le preocupa cómo pueda estar afectándole a Erika la pérdida de Ólafur tanto como estar desarmado. Ella casi no habla y en su rostro se ha tallado una expresión rara, mezcla de aflicción y enfado, aunque por momentos diría que prevalece una sobre la otra. Un claro ejemplo se ha producido en la zona de embarque de Ezeiza, cuando ella le ha repetido que se encuentra bien justo antes de rogarle que deje de preguntarle por su estado de ánimo. Ahí pesaba mucho más el enfado que el pesar. Pero es mencionar a Ólafur e invertirse de inmediato la balanza.

El pelirrojo sigue sin estar plenamente convencido de la teoría que defendía el islandés, pero le hizo prometerle que acompañaría a Erika y eso está haciendo. Lejos de la tristeza, Sancho encuentra fuerza al recordarle y deduce que convivir tanto tiempo seguido con la muerte le ha generado una costra invisible que le hace cada vez más inmune al dolor.

En Buenos Aires han dejado a Bujalesky y su inseparable Telmo intentando descifrar la última parte del mapa que, confían, les va a llevar hasta El Cartapacio de Minos. Durante la cena que compartió con el dantista, mantuvo una dilatada charla en la que pudo constatar que es un tipo extraño, ciertamente trastornado por el imaginario que le rodea, con más anclajes en ese mundo que en la realidad. Sin embargo, diría que ha logrado empatizar con él, lo cual tiene bastante que ver con el hecho de que Bujalesky conociera y apoyara la tesis galleguista sobre la identidad de Cristóbal Colón, cuestión en la que estuvieron profundizando antes de despedirse. El asunto de las canciones de su hijo Néstor también ha jugado a su favor y todavía tiene fresco el estribillo de Lo que queda en la cama, aunque no esté en absoluto de acuerdo con el significado.

Lo que queda en la cama

son recuerdos que no valen nada.

De inmediato decreta el destierro de los pensamientos que amenazan con invadir su coto intelectual, pero es Erika la que consigue expulsarlos con un hilo de voz apagado.

—Tenemos que decidir qué hacemos primero.

El pelirrojo sabe a qué se refiere. Hasta allí han ido con dos propósitos: acudir a la cita que les propuso Robert J. Michelson y entregar las cenizas de Ólafur al frío, tal y como él le pidió.

—Lo que tú decidas estará bien —contesta condescendiente el pelirrojo.

—Precisamente por eso te lo consulto, porque no sé qué mierda hacer.

Sancho se detiene frente a la puerta del negocio de alquiler de vehículos. De repente le ha entrado un picor bajo la mandíbula que necesita atender. En el alivio encuentra la respuesta.

—Si lo que llevas a la espalda te pesa demasiado, nos encargamos primero de eso. Sin embargo, si crees que vas a poder con ello, creo que sería mejor escuchar lo que el jodido Michelson tiene que contarnos y, con eso resuelto, despedir a Ólafur como se merece, con la mente despejada.

Erika se muerde el labio y asiente.

—Puedo.

—Claro que puedes.

Ella asiente casi convencida.

En el horizonte el cielo se ha empezado a cubrir a brochazos de una tonalidad cetrina muy fea, abrumadora, haciendo buena la previsión de empeoramiento climatológico que les ha regalado la mujer que les ha alquilado el Megane, nada propicia para visitar el Perito Moreno, aunque no sea exactamente ese su punto de destino.

—Este lugar es precioso —valora Erika con los pies apoyados en el salpicadero y la cabeza girada hacia la ventanilla.

Sancho no opina lo mismo. La ruta 11 va serpenteando a través de un paraje árido donde lo único que se aproxima al epíteto que ha utilizado ella son las panorámicas que se divisan cuando la carretera se acerca a las aguas del lago Argentino. Estas van cambiando de tonalidad en una sincronía con el firmamento que solo puede ser explicada por un acto de brujería. Antes de un sucio verde turquesa, ahora de un limpio gris plomizo.

—¿Eso de allí son…?

—¡Cóndores! —identifica Sancho—. Coño, nunca había visto ninguno.

Dos siluetas majestuosas se recortan en lo alto de unos de los dientes que conforman la afilada dentadura que es la cordillera preandina. Sancho alterna la atención entre la carretera y las aves.

—Diría que se están aproximando —valora.

—Eso parece.

Pasan sobrevolando a pocos metros de altura en un tramo totalmente recto, como si, vanidosos, estuvieran aprovechando la tesitura para lucirse. Erika los persigue con la mirada absorta. Sancho sigue el trazado del asfalto en silencio hasta que llegando a Punta Bandera aminora la velocidad.

—El bicho me dice que es por aquí, desvío hacia la RP 15 en dirección al lago Roca —informa.

Erika regresa.

—Sí. Luego hay que seguir las indicaciones que dejó escritas Michelson.

—Soy todo oídos, Luis Moya —trata de aligerar Sancho. Ella no está para ir cantando el recorrido, pero le devuelve una mueca afable. Dejan el lago Roca a su derecha y toman un desvío donde la carretera pierde sus atributos.

—Debe de ser por allí abajo —especula Erika.

Las caricias de la garra apoyan la teoría, certificada por el trazado arenoso que desciende hasta una pequeña península que invade el brazo Rico del lago Argentino. Quizá si notara el tacto del hierro podría aplacar esa molesta sensación con la que no se acostumbra a convivir, pero la confianza de Makila no incluye una licencia para volar armado, y cruzar la Patagonia por carretera era una alternativa que ni siquiera valoraron.

—Un buen rincón para esconderse —opina Sancho.

El camino muere repentinamente a los pies de una elevación del terreno.

—Aquí es —anuncia Erika—. Hay que continuar a pie hasta un pequeño embarcadero que está rodeando eso.

—No veo huellas de neumáticos por ningún lado —observa él nada más descender del vehículo.

—Pues ya sabemos cómo entra y sale. Vamos.

El perfil de un tejado de pizarra a dos aguas es lo primero que divisan. La vivienda presenta sillares irregulares de piedra en los muros y madera en las ventanas y otros revestimientos verticales. El inspector no encuentra muchas diferencias con la que ocupó durante su paso por Gondomar, en Pontevedra. Erika señala la columna de humo que se escapa discreta por la parte posterior de la cubierta.

—Nos está esperando —dice ella.

—Ha encendido la chimenea para caldear el encuentro. Qué amable el jodido Michelson.

Unas losetas rojizas conforman un sendero que ha sido invadido por la vegetación arbustiva que coloniza casi la totalidad del firme. El portón atrae su prudente pero decidido caminar. Erika toma la iniciativa y pone la mano sobre el herraje que hace las funciones de picaporte.

—Lo que tenga que ser será —dice Sancho por decir.

Las bisagras protestan de forma lastimosa, como si la entrada de luz natural no fuera de su agrado. Huele a enfermedad bucal con matices de leña húmeda quemada. Las paredes y el techo presentan algunos desperfectos, hijos de la dejadez, pero así y todo se percibe el noble linaje con el que nacieron los materiales. Caminan por el pasillo dejando atrás una cocina con muebles antiguos que apenas se ha ganado unos segundos de atención. Hace más frío que en el exterior, pero ese no es el motivo por el que a Sancho se le han agarrotado los músculos del cuello.

Erika también lo ha visto.

Al fondo, en lo que parece ser la estancia principal de esa planta, se distinguen varios objetos tirados por el suelo y, entre ellos, una mano inmóvil y parte del antebrazo. Esta vez es Sancho el que reacciona primero. Avanza hasta detenerse bajo el quicio de la puerta. Sus miradas convergen hacia el mismo punto.

La cara de Michelson.

Han llegado tarde.

Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370

Buenos Aires (Argentina)

Tan ansioso como acobardado. Así se define el estado anímico del dantista y por ello no le ha importado en absoluto esperar a que Telmo termine sus quehaceres de la jornada. Es más, preferiría esperar un millón de jornadas, pero sabe que el transcurrir del tiempo no licúa los miedos.

Sus miedos.

En el decimotercer piso no queda nadie y falta muy poco para que las escasas personas que han acudido a sus oficinas durante esa jornada sabatina lo abandonen. Alcides Edgardo Bujalesky ha pasado las últimas horas sacando brillo a las mismas baldosas, las que están al pie de los primeros tres peldaños que, como narra Dante en La Divina Comedia, separan el purgatorio del paraíso. Ahí mismo arranca la conquista de los cielos a través de una escalera de caracol que se va angostando hasta el mirador del piso vigesimoprimero: la antesala del paraíso.

Otra vez veintiuno.

Allí nace el último tramo que lleva al faro, cuyo paralelismo en la obra del poeta es el Empíreo, donde habitan los ángeles y las almas puras que se han ganado su sitio al lado de Dios.

Veintiún escalones que desembocan en el faro.

Veintiuno otra vez.

Veintiún peldaños pintados de un amarillo peligro que convierten la sencilla tarea en una labor imposible para el dantista. En el pasado lo ha intentado dos veces, pero nunca ha sido capaz de poner un pie sobre esa superficie del color del que se pintan sus pesadillas. Nada funciona. Ni siquiera con los ojos cerrados le ha dado resultado, porque el monstruo que vive en su cabeza ve a través de sus párpados. Y actúa. Primero se acelera la frecuencia cardíaca al máximo de revoluciones, luego le hace sudar ríos de angustia mientras le va robando el aire de los pulmones. Todo desemboca en un bloqueo del sistema nervioso que no llega a ser absoluto, porque sí le permite temblar. Tiembla de miedo porque no tiene duda de que el monstruo viene a por él. Sufre como si asistiera a su propio asesinato desde una posición en la que nada puede hacer por evitarlo. La primera vez que apareció no había cumplido los ocho. Desde entonces, el monstruo vive ahí dentro, en su rincón oscuro, aguardando el momento. La secuencia se repite: primero escucha su torpe caminar, luego su respiración entrecortada y dificultosa, pero no es hasta que puede sentir su olor agridulce que se produce el colapso.

El amarillo es la señal que le hace volver a la vida para arrebatarle la suya.

—¡Llegó la hora! —escucha decir enérgicamente a Telmo a su espalda.

—¡La concha de tu madre! —exclama este girándose sobresaltado.

—Dale, Buja, aflojá un cachito, che. Estás recontratenso…

—Te deslizás sigiloso como una serpiente.

—Bajá un cambio, che, que te van a estallar las gomas.

—Lo estoy intentando desde que vine y… ¿me notás más tranquilo? ¿Eh? ¡¿Se nota o no se nota?!

—Ya te dije que si te tengo que llevar a cococho, te llevo. Pero esta noche vas a subir al faro, Buja.

—Sí, como aquella vez que se te ocurrió taparlo con…, ¿qué carajo era eso, papá?

—Una moqueta que encontré en el segundo subsuelo.

—Esa garcha.

—Estuvo cerca de funcionar.

—Dos escalones, Telmo, funcionó dos escalones. ¿Qué va a cambiar hoy?

—La necesidad. Las veces anteriores te movía solo la curiosidad. No tenías nada. Ahora tenés la llave.

—La tengo, sí.

—¡Pues dale! De momento vamos hasta el mirador —le dice ofreciéndole el brazo que no utiliza para apoyarse en el bastón.

Bujalesky inspira profundamente y se acomoda a Dulcinea a la espalda. Los peldaños prohibidos están en el último tramo, pero al tomar contacto con el primero ya nota que le tiemblan las piernas.

—Hace un rato me acordé de algo que nos puede ayudar —rememora Telmo, que va un par de escalones por delante—. Cuando tuve mi primera final nacional con catorce años, el entrenador me enseñó un truco para espantar mis temores.

—¿Qué temores?

—El miedo a fracasar. Todos decían que yo era el mejor, que era capaz de anticiparme a los ataques de mi rival antes incluso de que se fabricaran en su cabeza y que nunca erraba en la toma de decisiones. Toda esa presión me pesaba toneladas, me volvía más lento y predecible, pero cuando me bajaba la careta y escuchaba mi propio latido, todo eso desaparecía. Dentro del traje solamente existíamos yo y mi latido, mi latido y yo. Tratá de sentirlo, Buja. Concentrate.

—Si dejás de hablar, capaz que surja la oportunidad, forro.

Telmo sonríe al divisar los primeros peldaños amarillos. Se detiene.

—Dale, Buji, ya los tenemos acá. Solo estáis vos y tu latido. Cerrá los ojos. Escuchalo. Sentilo. Solo vos y tu latido.

Pero lo que escucha Bujalesky es su torpe caminar y ya siente en la nuca su trabajosa respiración.

El monstruo se ha despertado.

Y está furioso.

Residencia de Robert J. Michelson

A 34 km de El Calafate (Argentina)

El pelirrojo se ha encargado de hacer una reconstrucción de los hechos. Tantos años junto a Patricio Matesanz, experto en la materia, le han servido para acertar de pleno: a Michelson lo han encontrado plenamente ebrio. Bien podría decirse que las dos botellas vacías de Tanqueray que aún siguen visibles sobre la mesa le han ayudado a sujetar una base firme sobre la cual cimentar la teoría analítica deductiva. Erika se ha encargado de liberarle de las garras de la inconsciencia a base de agua fría y repetitivos tortazos de variable intensidad. Entretanto, Sancho ha registrado la vivienda y, por el estado de desorden generalizado que presenta, deduce, de nuevo acertadamente, que alguien se le ha adelantado. En la planta de arriba hay dos habitaciones con baño y un despacho. Este último ha sido donde más énfasis han puesto en el registro, por ello le resulta muy extraño haber hallado papeles varios sobre el escritorio, documentos que, sin haber tenido la oportunidad de examinar, le parecen importantes. Ahora están en su poder junto a una antigua Tokarev de 9 milímetros que ha encontrado dentro de un cajón. Es un modelo fabricado en los años treinta, pero parece encontrarse en buen estado y tiene ocho cartuchos en el cargador. Desde luego, no es el arma que él elegiría entre mil, pero es mil veces mejor que nada.

El olor a café recién hecho ha puesto fin a la batida.

—Me apunto —dice el pelirrojo cuando regresa al salón.

Arroja dos troncos más a la chimenea y se sienta en un sofá que aparenta ser cómodo. Efectivamente, es solo apariencia. Dado que la invitación de Michelson está dirigida a Erika, ambos han convenido que sea ella quien lleve el peso de la conversación.

Hay cadáveres que sin haber pasado por manos del taxidermista presentan mucho mejor aspecto que Robert J. Michelson.

Ella le sirve una taza de café, lía y prende un cigarro sin pedir permiso. El humo del tabaco dibuja formas sinuosas que se confunden con los interrogantes que ya flotan en el ambiente.

—Es la primera ocasión que se reciben invitados en esta casa —dice el anfitrión luego de aclararse la garganta—. Casi había perdido la esperanza de que vinieras.

—Ya veo. Y has avivado la llama a base de ginebra, lo entiendo —agrega Erika con delicada ironía.

—No hay muchas más cosas que hacer por aquí. Pensé que te vería acompañada por Ólafur, no por Sancho. Entiéndeme bien —se gira ahora hacia el pelirrojo—, no es que me incomode tu presencia, sino que…

La ira que emana de los ojos del español le hace llegar a una deducción.

—Oh, maldita sea. Lo lamento… Lo lamento de veras. Tenéis que creerme, yo apreciaba a Ólafur —asegura.

—Pues no era recíproco, tienes que creerme —contraataca Sancho, dolido.

—Poco importa eso ya —tercia y zanja Erika, por ese orden—. No hemos venido hasta aquí para compartir contigo nuestro dolor. Hemos venido a escucharte. Y lo primero que queremos oír es la explicación sobre tu papel dentro de la Congregación.

—Si habéis venido, es porque ya tenéis esa respuesta, pero, si os quedáis más tranquilos escuchándolo…, ahí va: quería destruirla, igual que vosotros, pero pretendía hacerlo desde dentro.

Ni Erika ni Sancho pasan por alto el uso del pretérito, pero, no obstante, ninguno interviene.

—Puedo demostrarlo si de verdad lo necesitáis, en mi despacho guardo unos documentos que…

Sancho le interrumpe agitando la carpeta en la que ha guardado los papeles que menciona. Sin embargo, al custodio le llama más la atención la pistola que sostiene en la mano.

—Esa pistola perteneció a mi padre.

—La cuidaré como si fuera mía, tienes mi palabra.

Michelson sonríe con amargura.

—Ya veo que te has dado prisa en hacer tu trabajo, inspector.

—Otros se han dado más prisa aún.

—Otros no, fui yo. Necesitaba encontrar algo… Algo que lo cambia todo.

—¿El qué? —pregunta Erika.

—Eso.

Michelson tuerce la mirada hacia uno de los libros que hay tirados por el suelo.

—Ese.

Sancho se incorpora para recogerlo. Lo examina y se frota la barba.

—Un viejo cuaderno —revela.

—Un diario que se abría con esa llave —señala moviendo las cejas— y que utilizó mi bisabuelo primero y mi padre después. Bueno, no sé si podría calificarse como tal, porque, en realidad, solo hay anotaciones relacionadas con el mapa, la estatua y El Cartapacio. Mira en qué fecha arranca.

—«Quince de marzo de 1923» —lee Erika.

—Fecha en la que mi bisabuelo tiene el primer encuentro con Mario Palanti, antes incluso de que se inaugure el Barolo. Aquí está todo lo que tenéis que saber del proceso desde los ojos de mi familia. La última anotación de mi padre es de la semana previa a su muerte, lo he comprobado. Curiosamente, él empezó a usarlo años después de ser nombrado custodio. Su primer apunte es también de marzo, pero del 2005, fecha en la que se reúne por segunda vez con Bujalesky. Aquí. —Señala con el dedo.

—De puta madre. Fantástico todo. Un recuerdo precioso —califica Sancho mientras lo olfatea—. Huele a humo que tira para atrás.

—Mi padre sabía ocultar lo que no quería que nadie encontrara. Estaba allí —dice señalando la chimenea—. Un compartimento bien aislado dentro del tiro.

—Por eso tenías las manos y la cara con restos de hollín —completa el pelirrojo.

—Cuando di con él, lo último que me preocupaba era limpiarme. Me senté donde estoy ahora, me serví una copa y no me levanté hasta que terminé. No recuerdo cuándo perdí la consciencia.

—A la segunda copa seguro que no —dice Sancho, cáustico.

—Seguramente.

—¿Qué revelaciones contiene el diario? —quiere saber ella.

—Vamos por partes, por favor. Antes de proseguir quiero dejar claro que no tuve conocimiento de vuestras intenciones contra la Congregación hasta que descubrí que Sancho se había infiltrado en el ramal nigeriano que manejaba Ike Bakare. En el poco tiempo que llevaba dentro de la organización había realizado avances muy importantes, sumando apoyos para mi causa entre los miembros de la Asamblea…, pero no, teníais que irrumpir a lo grande en el acto de purificación pretendiendo matar todos los pájaros de un tiro. Muy propio de vuestra forma de actuar: impulsiva, cortoplacista, tan ambiciosa como inútil. Puedes creerme o no, pero yo le ordené que te detuviera y te trajera hasta mí. Tenía pensado hacerte partícipe de mi juego, en realidad no tenía otra opción, pero Bakare antepuso su deseo de venganza.

Sancho se remueve inquieto en la silla.

—En cuanto a ti, Erika. En ningún momento supe que tú también estabas participando en esa absurda persecución junto con Ólafur y menos aún que te hubieran reservado un papel protagonista en el acto de purificación. Me alegré de que todo saliera bien y, hasta cierto punto, he de admitir que vuestra alocada intervención funcionó como desencadenante a mi favor. Me sirvió para seguir ganando apoyos en la Asamblea y estuve muy cerca, mucho, de lograr mi propósito.

—Ya. Pero que Miguel se cargara a Corteza de Roble no estaba entre tus previsiones —apunta Erika.

—No, no lo estaba. Mi plan contemplaba vestirme con la túnica de Dante y cuando tuviera acceso a El Cartapacio tan solo tendría que acudir a mis excompañeros de la Interpol para demostrarles que la Congregación de los Hombres Puros existe y está conformada por nombres reales. Sin pruebas, no hay manera posible de iniciar una investigación con garantías. Y esto lo digo con total conocimiento de causa. Conozco perfectamente cómo funciona el negocio —asevera.

—Sin embargo, su excelentísima, experto en el funcionamiento de la Interpol, sí sabía en qué consistía un acto de purificación, ¿no es así? —apunta el pelirrojo agriando el tono.

Michelson interrumpe la respiración.

—Respóndeme, hijo de puta —insiste poniéndose en pie—. ¿Sabías o no sabías lo que les hacían a esas niñas…? ¿Cómo las llamáis? Doncellas. ¡¿Lo sabías o no?! —persevera avanzando hacia él con el arma en la mano. La vena que le baja por la sien izquierda como un afluente de sinuosos meandros parece que está a punto de desbordarse.

—Sí, lo sabía —reconoce en voz queda.

—Y te importó una mierda, porque lo único que querías era cumplir con la hoja de ruta que te habías marcado. ¡Eres basura! He tenido que masticar las ganas de borrarte esa puta expresión de gentleman mientras te escuchaba recriminar nuestra impulsiva y cortoplacista forma de actuar.

Sancho aprieta el cañón de la Tokarev TT-30 contra su frente. Erika no interviene. Sabe que es inútil.

—Nuestro principal objetivo aquella noche era impedir que esos malnacidos asesinaran a una niña inocente y si en la misma melé abierta podíamos recuperar el balón, mejor que mejor. ¡¿Entiendes?! Tú, sin embargo, ni siquiera estabas en el campo. Para qué arriesgarse, ¿verdad? Que igual te lesionas y te pierdes la gran final. ¡Qué asco me das, hijo de puta! ¡Qué asco!

Con cada sílaba y usando el cañón de la pistola, Sancho empuja más y más la cabeza de Michelson contra el sofá a la vez que le grita al oído. Este no opone resistencia. Erika sigue sin moverse.

—Me importa tres cojones que tú no ordenaras que me cortaran la cabeza y que no estuvieras al corriente de que la vida de Erika corría peligro, me sigues pareciendo un jodido cobarde en busca de redención, una puta mierda de persona que ansía encontrar su propio perdón. ¡Una puta mierda! —simplifica recurrente—. Mira, cabrón, no pongo en duda que tu intención fuera, como dices, destruir la organización desde dentro, pero ahora nos vas a contar por qué.

—No entiendo —balbucea Michelson.

—Claro que entiendes, pero te lo preguntaré de otra forma y no trates de joderme porque te dejo seco con la puta reliquia de papá. ¡¿Estamos?! Piensa bien la respuesta. ¿Qué es lo que realmente te movió a meterte en esta mierda?

Michelson tiene la boca seca y el cajón de las respuestas fáciles vacío.

—Quería ser yo quien acabara con ellos. Debía ser yo y solo yo —reconoce.

—¡Claro que sí! Siempre lo fuiste. La estrella más brillante de la ISUF, pero una estrella a punto de apagarse. Tu inmaculado culo corría el riesgo de mancharse con la inmundicia de tu familia y eso te dio demasiado miedo, ¿verdad? Así que pensaste en resolverlo por tu cuenta aprovechando que tu querido padre te había dejado la puerta abierta. ¡El jodido llanero solitario Michelson cabalga de nuevo! Te viste copando los titulares. Tenías que ser el único presentador de tu propio programa de televisión, ¿verdad? El delantero centro del equipo, el que mete los goles. ¡Qué hijo de puta, por favor!, pero ¡qué grandísimo hijo de puta! —grita Sancho elevando los brazos al cielo.

—¿Ya? —pregunta Erika.

Sancho se gira hacia ella y se encuentra con esos ojos azules casi grises pidiéndole que pare.

—Sí, creo que sí —responde él.

Ella se masajea los muslos antes de liberar el aire que tiene prisionero en los pulmones.

—Empecemos de nuevo.

Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370

Buenos Aires (Argentina)

Nota la presión en el brazo. Telmo está tirando de él.

—Dale, Buji, solo vos y tu latido —le susurra vivamente.

Pero sus constantes vitales ya están fuera de control. Suda. Cree que ha subido cuatro escalones. O cinco.

Uno más.

Sus dos únicas acciones se limitan a apretar con fuerza los párpados y a mover las piernas. Respira como un pez fuera del agua.

Otro más.

—Ya casi estamos. Te la vas a bancar, Buja. Hoy te la bancás.

Otro.

Empieza a percibirlo. El olor. Es casi imperceptible, pero no hay duda. Es su olor. Dulce y acre. Picante y a la vez melifluo. Va ganando en intensidad, lo cual no puede significar más que una cosa: el monstruo se está acercando.

—Dale, Buji, ahora no podés rendirte. ¡Dale! ¡Vos solo seguime!

Ya puede verlo. Su tez ambarina, arrugada y cerosa. Sus diminutos dientes marrones, sus encías enrojecidas y brillantes. Sus manos huesudas y frías sobre el cuello. La presión sobre la tráquea que le impide respirar.

—¡Dale, Buji!, ¡dale!

Oye, pero no escucha. Otras palabras le ocupan.

«Puedo verlo dentro de ti, niño. Puedo verlo bien erguido sobre su gran caballo negro comandando sus veinte legiones de diablos. Alojás dentro a Cimejes. Y si puedo verlo, puedo sacarlo».

Siente la presión en el pecho.

Llega la parálisis.

Residencia de Robert J. Michelson

A 34 km de El Calafate (Argentina)

Erika le ha concedido unos minutos de tregua después del arrebato de Sancho. El pelirrojo parece más calmado y se ha sentado de nuevo componiendo una mueca agria. Ahora bien, el arma no lo suelta. A Michelson le acaba de servir otro café, que, como el anterior, ha desaparecido de dos sorbos.

Ahora el inglés se quita las gafas, inclina la cabeza y se frota los ojos muy suavemente con las palmas. Nota como si el interior de los párpados estuviera tapizado por papel de lija. Luego junta las manos en posición orante y apoya los labios sobre ellas.

—He de reconocer que mi intención cuando te escribí la carta era la de tratar de unir fuerzas, dado que ya no existe la posibilidad de continuar por la vía interna. Sin embargo, como digo, las circunstancias han cambiado. Vamos a hacer un poco de memoria —les invitó—. Recordaréis que el fallecimiento de mi padre aconteció casi de forma simultánea al desenlace del caso de Augusto Ledesma, en el que todos nos vimos envueltos. Pocas semanas más tarde se personó en mi domicilio un hombre que decía representar a la firma Baker & McKenzie. Yo ya había hablado con Christine sobre mi retiro, nuestro retiro —rectificó—, pero aquello hacía trizas cualquier proyecto. Era un texto manuscrito que venía acompañado de otros documentos que, intuyo, también están en esa carpeta, inspector.

Erika lía otro cigarro.

—Está fechado en junio del 2007, luego os explico por qué remarco la fecha. En esas líneas, mi padre me argumenta con todo lujo de detalles la membresía de nuestra familia en la Congregación de los Hombres Puros al tiempo que expone su visión particular sobre el funcionamiento del mundo en el que vivimos. Enriquecedor —adereza con sorna—. En él me habla de las revelaciones de mi bisabuelo Matthew sobre El Cartapacio, el mapa y las llaves, y también menciona a Alcides Edgardo Bujalesky como la persona que le está ayudando a descifrarlo.

Erika parece que quiere decir algo, pero suelta el humo y sigue taladrándole con la mirada.

—Matthew J. Michelson, a quien tenía por un héroe de guerra, en algún momento que desconozco entró a formar parte de la hermandad, primero como centinela y después como guardián. Hasta donde sé, estuvo destinado en Londres, Nueva York y Buenos Aires, siempre vinculado al tráfico de armas como actividad principal dentro de la organización; sin embargo, fue otra… tarea —define— la que realmente le mantuvo ocupado: la supervisión de un proyecto del que, estoy seguro, Bujalesky ya os habrá informado.

—El proyecto de Minos —completa Erika.

Michelson asiente.

—¿Cuál era la misión de su bisabuelo? —pregunta ella.

—Concretamente no tengo forma de saberlo, porque la única información que poseo al respecto es la que me trasladó mi padre. Sé que durante su estancia en Buenos Aires su custodio le encomendó dirigir la construcción de las Columnas de Hércules del Río de la Plata, el Palacio Barolo y el Salvo, y que, por mediación de Mario Palanti, el arquitecto que diseñó ambos edificios, se hizo con una copia del mapa que llevaba a El Cartapacio de Minos.

—A El Cartapacio de Mitre —corrige Erika.

Michelson compone una mueca de asombro.

—Exacto. Por tanto, doy por hecho que Bujalesky ya os ha hablado de la historia que rodea a la famosa escultura.

—Así es.

—Bien. Mi bisabuelo estuvo siguiendo el rastro a la Ascensión hasta que finalmente logró hacerse con lo que contenía, que era lo que le interesaba. Dedicó los últimos años de su vida a descifrar el mapa, pero, viendo que no iba a tener margen suficiente y dado que su hijo había muerto en la batalla del Somme, le traspasó a su nieto, mi padre, su objetivo.

—Y la túnica de Cepheus —agrega Erika.

—La continuidad por derecho de sangre está recogida en el Novem Regulas, es algo muy habitual tanto en la Congregación como en otras sociedades. Durante los primeros años no parece que el asunto fuera del interés de mi padre, pero, según cuenta en el diario, siendo ya custodio y por tanto parte de la Asamblea, empezó a tener dudas sobre el liderazgo de Corteza de Roble, más centrado en recuperar la esencia masónica propia de siglos pasados que en adaptarse a los nuevos tiempos. O dicho de otra forma: mi padre veía peligrar el futuro de los negocios y decidió emprender el asalto al puesto de Gran Maestre, única vía para acometer sus reformas. Para ello eligió tomar el camino más corto: encontrar El Cartapacio aprovechando la información que tenía de su abuelo. Fue entonces cuando buscó a un experto y, a través de Ramírez, con el que compartía negocio, encontró a Bujalesky.

Erika y Sancho cruzan miradas reprobatorias que responden a la implicación en el asunto del excomisario de Misiones.

—Trabajaron codo con codo en el descifrado del mapa durante varios años, hasta que llegaron a un callejón sin salida. Y el resto de la historia ya la conocéis: algo sucedió entre ellos, Bujalesky publicó aquel artículo en el que hablaba de la Congregación de los Hombres Puros y Corteza de Roble decidió poner fin al problema por mediación del mayor de los arcángeles. Punto final.

—Punto y seguido, más bien, porque en ese momento apareces tú en el cuento para retomar la labor de tu familia —agrega Erika en tono acusador.

—En realidad no. O sí, pero no por expreso deseo de mi padre ni con los mismos propósitos. Las fechas lo demuestran. La carta formaba parte del testamento de mi padre, en el que me dejaba la fortuna que amasó en vida y la miseria que heredó en el pasado. Recuerdo que estuve tres días encerrado en mi despacho revisándolo concienzudamente, leyendo una y otra vez cada documento, cada página del informe, cada frase, cada… No me podía creer que todo aquello hubiera sucedido sin que yo me percatara de nada. Yo, que he dedicado mi vida a perseguir fugitivos por el maldito mundo, delincuentes, asesinos, mafiosos… ¡Criminales como mi padre!

Michelson tiene que parar para beber agua. Cuando se sirve de la jarra, Erika y Sancho advierten que le tiembla el pulso notablemente. No parece que esté sobreactuando.

—En definitiva, me estaba pidiendo que rematara la labor que había empezado su abuelo. Lo tenía todo bien organizado y contaba con el beneplácito de la Asamblea y de Corteza de Roble. Su túnica de custodio sería mía solo con demostrar que conocía y admitía las nueve reglas. Sencillo. Así me convertí en Flegias, llamado a alcanzar la cúspide para dirigir la hermandad como la habría guiado él. Todo esto me lo escribía mi padre, como he dicho previamente, en el 2007, lo tienes ahí dentro —le dice a Sancho, refiriéndose a la carpeta que sostiene—. No obstante, y esta parte es crítica, él ordenó que la carta me fuera enviada solo tras su muerte, hecho que sucedió en el 2011, aunque, como tú misma pudiste comprobar en Londres, él ya estaba muerto mucho antes de que su corazón dejara de latir.

—El alzhéimer —dijo Erika.

—Le detectaron la enfermedad en junio del 2009, dos años después de que me escribiera la carta, sí, pero, de cualquier manera, es previo al fracaso de Bujalesky en la búsqueda de El Cartapacio. Porque te habrá contado que no lo consiguió, ¿verdad?

—Sí, me lo dijo.

—Bien. Mi padre nunca quiso tratarse, por lo que el proceso degenerativo avanzó con rapidez. Ahora comprendo por qué decidió entregarse así a la muerte… —comenta para sí.

Erika frunce el ceño.

—Ya estoy terminando. El artículo que escribe Bujalesky hablando de la Congregación se publica en agosto del 2009 y, en septiembre, Corteza de Roble encarga a Miguel que acabe con él. La pregunta es: ¿por qué se produce la ruptura entre ellos?

Erika duda unos segundos antes de contestar.

—Porque descubre lo que se esconde tras el maquillaje masónico.

—¿Eso te ha contado?

Una sonrisa crece en sus labios.

—No, querida. El desencuentro se produce cuando Bujalesky le revela a mi padre toda la verdad.

—Ilumínanos —interviene Sancho.

Michelson clava la mirada en el techo e inspira lentamente.

—Que El Cartapacio no existe; que, de hecho…, jamás existió.

Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370

Buenos Aires (Argentina)

Tiene la espalda apoyada en una superficie lisa y dura. Todavía está temblando, pero no se debe al frío que le traspasa la camisa empapada en sudor. Su mirada deambula por el techo tratando de encontrar algún objeto donde poder detenerse y enfocar. Sigue con los puños apretados.

—Ya está, Buji, ya pasó —le dice Telmo retirando el pelo que le tapa la cara—. Respirá tranquilo, amigo, respirá.

Eso intenta. En algún momento se ha desvanecido. Lo último que recuerda es la sensación de asfixia, con los pulmones a punto de estallar. Un dolor leve pero constante se ha instalado más allá de los globos oculares.

—Agua —pide.

—Dale.

Cuando Telmo regresa con un vaso de plástico la tez de su rostro ha recobrado una tonalidad y ahora es blanco roto. Bujalesky ha conseguido ubicarse en el mirador, por lo que su semblante refleja la derrota.

—Bebé.

—¿Hasta dónde? —quiere saber el dantista.

—Seis.

—Esta vez estuve cerca…

Telmo posa una mano sobre el hombro de su amigo.

—No, Buja, no. Seis son los que subiste.

Residencia de Robert J. Michelson

A 34 km de El Calafate (Argentina)

Erika y Sancho todavía sostienen expresiones herméticas que denotan recelo ante la inesperada sorpresa contenida en la última revelación de Michelson.

—Es evidente que nuestro experto ha continuado contigo la misma partida que dejó a medias con mi padre.

—Explícate —le exige Erika, hermética.

—¿Conoces la historia que rodea a los restos de Dante?

—El supuesto robo pergeñado por Mitre en 1865 con la sospechosa connivencia de Garibaldi y otros destacados masones italianos de la época que le ayudaron a extraer los restos, o parte de ellos, de su tumba de Rávena. Restos que se supone que trajeron a Argentina en el interior de la Ascensión de Mario Palanti.

—Más o menos; no obstante, si quieres conocer toda la verdad, la tienes escrita en el diario de mi padre tal y como se la contó su abuelo, que la vivió en primera persona. Dejando al margen la manera, lo cierto es que la Congregación se hizo con restos del poeta. El cianotipo firmado por Saturnino Malagola lo certifica. ¿Has oído hablar de la Fede Santa?

—La hermandad de la que Dante era el Gran Maestre y de la que se originó la Gran Logia de los Puros —contesta Erika mecánicamente.

Sancho se limita a escuchar.

—Exacto. Algunos de sus miembros, junto con otros pertenecientes a hermandades templarias, conformaron el núcleo de lo que sería años después la Gran Logia de los Puros, germen de la actual Congregación, pero eso no quiere decir que desapareciera. La Fede Santa sobrevivió. Ellos sostienen que el legado de su Gran Maestre se prostituyó en manos de la Gran Logia de los Puros y su misión ha sido y es —enfatiza— encontrar y devolver los restos de Dante al lugar que le corresponde.

Michelson hace una pausa y se arrellana en el sofá.

—¿Todavía no os dais cuenta?

Michelson escenifica un paréntesis que, por breve, no resulta menos enojoso.

—Alcides Edgardo Bujalesky es el actual Venerable Maestre de la Fede Santa.

Sancho no termina de entender qué implicaciones tiene lo que está oyendo, por lo que mantiene una actitud de escucha pasiva. Ahora bien, lo que lee en el rostro de Erika no le gusta. No le gusta nada.

—Dando por hecho que sea cierto que a Bujalesky le interese por encima de todo encontrar las cenizas de Dante —dice ella usando una entonación neutra—, eso no implica necesariamente que El Cartapacio no exista.

—No, eso no, pero si quieres pruebas, las tengo. Inspector, cuando examinaste el despacho de la planta superior, ¿encontraste los restos de un retrato esparcidos por el suelo?

Sancho lo confirma con un sonido gutural.

—La lámina está intacta, pero me vi en la obligación de dañar el marco. En el interior de uno de los listones encontré un documento que, casi con total seguridad, ahora se halla en el interior de esa carpeta. Inspector, ¿me permites solo un instante? Es importante, créeme.

Sancho lo consulta con Erika sin necesidad de articular palabra.

—Gracias.

Lo encuentra casi de inmediato.

—No lo he comprobado, pero estoy seguro de que es el original. Bujalesky lo conoce bien, podrá corroborar que es verdadero.

—¡Déjate de hostias y formalidades! ¿Qué coño dice ese puto papel? —estalla el pelirrojo.

—Es una carta de Bartolomé Mitre a su mano derecha, el hombre inmortalizado en el retrato, el general Las Heras, fechada en 1865. Antes de proseguir, ¿Bujalesky te ha hablado de la figura de Damocles, al que denominan el vigilante?

—El encargado de proteger El Cartapacio y de formar a los arcángeles.

—Sí y no. O mejor dicho: no y sí. Sí, es el encargado de crear el ejército de arcángeles para defender la hermandad tanto de sus enemigos externos como de las amenazas que llegan desde dentro. Y eso incluye al Gran Maestre —añade—. Y no, no vigila ni protege El Cartapacio. Vigila que se cumpla el Novem Regulas, considerado el pilar sobre el que se asienta el Templo de la logia, y protege el tesoro más importante de la Congregación: los restos robados de Dante. Siento decepcionaros, pero El Cartapacio, tal y como se explica en esta carta escrita por Mitre y dirigida al general Las Heras, que fue el primer Damocles, solo era una cortina de humo. Una distracción.

Erika pestañea al tiempo que enlaza esas palabras con la teoría de la prestidigitación que con tanta vehemencia le había expuesto Bujalesky.

—Como digo, encontrarás una explicación más extensa en el diario, pero si quieres un resumen de lo que sucedió, es este: Mitre consigue que la Asamblea apruebe un método coercitivo de cara a mantener la unidad de la cúpula de la logia, procedimiento que consiste en llevar un registro de los nombres reales de los guardianes, los custodios y del mismísimo Gran Maestre. Todos están de acuerdo, porque entienden que su influencia política y económica en continuo crecimiento está supeditada al secretismo de la organización. Ninguno quiere perder el poder que están empezando a paladear y que se está haciendo tangible en sus bolsillos. Sin embargo, Bartolomé Mitre no está dispuesto a que su nombre, ni ningún otro, pase a la posteridad relacionado con un grupo que se mueve al margen de los cánones establecidos, por decirlo de alguna forma. Sabemos que Mitre estaba muy influido por el universo de Dante, por lo que aprovecha esa enorme cortina que es El Cartapacio para esconder lo que realmente le interesa ocultar. Pero para llevarlo a cabo necesita un aliado que le ayude a completar el engaño. Una figura que no participe a nivel ejecutivo en las decisiones de la Asamblea, pero que vigile el cumplimiento del Novem Regulas y proteja con su vida los restos de Dante: Damocles. De cara a los custodios, se encarga de mantener a salvo El Cartapacio, un archivo que se alimenta con las actas asamblearias y los títulos de membresía que firman los guardianes, custodios y Grandes Maestres.

Michelson hace una pausa para ponerse las gafas y buscar una parte del texto.

—Mitre elige a su amigo de armas, el general Las Heras, a pesar de su avanzada edad, por el peso que conserva dentro de la élite militar del país y por su estrecha vinculación con la esgrima, cuestión esta muy estética pero a la vez muy necesaria dentro de la imaginería masónica. Aquí —señala sobre el documento— ordena a Damocles que convierta en cenizas los documentos conforme lleguen a su poder, que se deshaga de ellos y proteja las cenizas que en realidad tienen valor: las de Dante. Esta otra parte es del todo esclarecedora —subraya con aire evocador—. Leo literalmente: «El Cartapacio solo existirá en las pesadillas de nuestros hermanos y en los sueños de nuestros enemigos, mas su efecto será tan despiadado como la espada que amenazaba a Damocles. Y vos, mi estimado compañero, serás nuestro primer Damocles. Sobre tus hombros y los de tus sucesores recaerá la supervivencia de nuestra logia».

Robert J. Michelson esboza una mueca bucólica sobrecargada de melancolía.

—El general Las Heras murió poco más tarde, pero a la vista de los acontecimientos le dio tiempo a encauzar bien su labor. Sigo. Según deja constancia mi padre en el diario, Bujalesky, cuando se encuentra inmerso investigando sobre la figura de Damocles, descubre una serie de fotos del archivo de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, club al que han pertenecido todos los que han ocupado el cargo desde el general Las Heras, que fue el primero, hasta el último, eliminado de una forma u otra por Corteza de Roble. A través de una de esas fotografías llega hasta el retrato que encuentra colgado en el recibidor del edificio principal de la sede del club, se hace con él y descubre la carta que se esconde en el marco. Según podrás leer, cuando Bujalesky se entera de la enfermedad de mi padre, no sé si por piedad o por venganza, le regala a este el dichoso cuadro para demostrarle que El Cartapacio de Minos no ha sido más que un engaño y que el mapa solo lleva a los restos robados de Dante. Ese —enfatiza— y no otro fue el motivo de la ruptura. Además, aprovecha para revelarle su pertenencia a la Fede Santa y para decirle que va a proseguir por su cuenta con la búsqueda. Mi padre entra en cólera y, por lo que llego a interpretar en el diario, probablemente le amenaza. Bujalesky se defiende con el artículo y ello provoca la definitiva intervención de Corteza de Roble en dos direcciones: una, ordenando la eliminación de la amenaza y dos, quitándose de en medio a Damocles, cuya figura deja de tener sentido sin El Cartapacio. El vigilante desaparece para siempre y es en el último apunte de mi padre, fechado el 17 de noviembre de 2009, donde reconoce con amargura su derrota y explica el truco de Mitre con la connivencia de Damocles. Después, decide trasladarse a su antigua casa de Londres para terminar sus días dejándose devorar por el olvido.

Erika, que ha manufacturado un cigarro durante la explicación de Michelson, lo prende, le da una calada y suelta el humo muy despacio.

—Una historia dramática —califica Sancho—. Con el diario, el resto de documentos y tu testimonio podemos probar que la Congregación de los Hombres Puros existe. Y eso es, precisamente, lo que vamos a hacer.

Michelson proyecta una sonrisa que se queda a medio camino para evitar una reacción negativa del pelirrojo.

—En el mejor de los casos, podríamos intentar probar que existió, porque los custodios, amigo mío, están siendo eliminados y sin El Cartapacio nunca sabremos las identidades de los guardianes. ¿Contra quién abrirá la Interpol la investigación?

—Puede que contra ti —responde Sancho.

—Es posible, pero eso no resuelve el problema.

El pelirrojo se aproxima a Michelson.

—Lo único que debería preocuparte en este momento es que los arcángeles no despejen la última incógnita que les queda por resolver —dijo regalándole un par de golpecitos en el hombro—: tú.